HOMBRES DE FE
II. Cuando la fe se empequeñece, las dificultades se agigantan.
III. Jesús siempre ayuda.
“Después que la gente se
hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le
adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente. Y, después de
despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba
allí solo. Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por
las olas, porque el viento era contrario.
De madrugada se les acercó Jesús,
andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se
asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma. Jesús les dijo en
seguida: -«¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» Pedro le contestó: -«Señor, si
eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua.» Él le dijo: -«Ven.» Pedro
bajó de la barca y echó a andar sobre el agua, acercándose a Jesús; pero, al
sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
-«Señor, sálvame.» En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
-«¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?» En cuanto subieron a la barca, amainó el
viento. Los de la barca se postraron ante él, diciendo: -«Realmente eres Hijo
de Dios.» Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret. Y los hombres
de aquel lugar, apenas lo reconocieron, pregonaron la noticia por toda aquella
comarca y trajeron donde él a todos los enfermos. Le pedían tocar siquiera la
orla de su manto, y cuantos la tocaron quedaron curados” (Mateo 14,22-36).
I. Inmediatamente después
del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, el mismo Señor
despidió a la muchedumbre y ordenó a sus discípulos que embarcaran. La tarde
debía de estar ya muy avanzada. Jesús, después de aquel día de trabajo, de atención
a los que le buscan, siente una inmensa necesidad de orar. Subió a un monte
cercano y, entrada la noche, se quedó allí solo, en diálogo con su Padre del
Cielo.
Desde
la cima, Jesús ve a los Apóstoles ya mar adentro, cuando la barca, batida por
las olas porque el viento les era contrario, se encuentra en peligro. Jesús
podía divisar la pobre embarcación en medio del lago, pues era el plenilunio y
la Pascua estaba ya cercana. A la cuarta vigilia de la noche, hacia las tres de
la madrugada, antes de apuntar el día, vino hacia ellos caminando sobre el mar.
Los discípulos, al ver una figura desdibujada que se acercaba por el mar hacia
donde ellos se encontraban luchando contra las olas y el viento, tuvieron
miedo: Es un fantasma, dicen. Y comenzaron a gritar. Pero pronto Cristo se da a
conocer: Tened confianza, soy yo, no temáis.
Es
la actitud con que Cristo se presenta siempre en la vida del cristiano: dando
aliento y serenidad. Pedro cobra confianza y, llevado por su amor, que le hace
desear estar cuanto antes junto al Maestro, le hace una petición inesperada:
Señor, si eres Tú, manda que yo vaya a Ti sobre las aguas. La audacia del amor
no tiene límites. Y la condescendencia de Jesús tampoco tiene término. Él le
dijo: Ven. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia
Jesús. Fueron momentos impresionantes para todos: Pedro ha cambiado la
seguridad de la barca por la de la palabra del Señor.
No
se quedó aferrado a las tablas de la embarcación, sino que se dirigió hacia
donde estaba Jesús, a unos pocos metros de sus discípulos, que contemplan
atónitos al Apóstol encima del agua embravecida. Pedro avanza sobre las olas.
Le sostienen la fe y la confianza en su Maestro; sólo eso. No importan el
ambiente, las dificultades que rodean nuestra vida, si nos dirigimos llenos de
fe y confianza hacia Jesús que nos espera; no importa que las olas sean muy
altas y el viento fuerte; no importa que no sea natural al hombre caminar sobre
el agua.
Si
miramos a Jesús, todo nos será posible; y ese mirarle es la virtud de la
piedad. Si con la oración y los sacramentos nos mantenemos unidos a Jesús,
estaremos firmes en nuestro caminar; dejar de mirar a Cristo es hundirnos, es
incapacitarnos para dar un paso, aun en tierra firme.
II. La fe, grande a los
comienzos, se hizo pequeña después. Pedro se dio cuenta de las olas, del viento
(San Juan señala que el mar tenía gran oleaje aún), de lo imposible que es para
el hombre caminar sobre el agua; se preocupa de las dificultades y se olvida de
lo único que lo mantenía a flote: la palabra del Señor. Ante los obstáculos, de
los que toma ahora conciencia, su fe disminuye, y el milagro iba unido a una
confianza plena en Cristo.
Dios
pide a veces «aparentes imposibles» que se hacen realidad cuando actuamos con
fe, con los ojos puestos en el Señor. En cierta ocasión, el Fundador del Opus
Dei, Mons. Escrivá de Balaguer, decía a una hija suya que marchaba a otro país
en el que encontraría las lógicas dificultades propias de los comienzos de una
labor apostólica: «Cuando te pido una cosa, hija, no me digas que es imposible,
porque ya lo sé. Pero, desde que empecé la Obra, el Señor me ha pedido muchos
imposibles... ¡y han ido saliendo!». ¡Y han ido saliendo!: labores apostólicas
en muchos países..., y surgían vocaciones y gentes que se prestaban para
colaborar en esas tareas con mucha generosidad y desprendimiento.
De muchas
maneras les decía: «hombres de fe hacen falta y se renovarán los prodigios de
la Escritura...». Y esos prodigios se realizan cada día sobre la tierra... Así ha
pasado siempre en la historia de la Iglesia.
Es
Dios quien nos mantiene a flote y nos hace eficaces en medio de «aparentes
imposibles», de un ambiente que frecuentemente es contrario al ideal cristiano.
Es Él quien hace que caminemos sobre las aguas, y la condición es siempre la
misma: mirar a Cristo y no detenernos demasiado en los obstáculos y en las
tentaciones. San Juan Crisóstomo, al comentar el Evangelio, señala que Jesús
enseñó a Pedro a conocer, por propia experiencia, que toda su fortaleza venía
de Él, mientras que de sí mismo sólo podía esperar flaqueza y miseria, y añade:
«cuando falta nuestra cooperación, cesa también la ayuda de Dios». Por eso, en
el momento en que Pedro empezó a temer y a dudar, comenzó también a hundirse.
Cuando
la fe se empequeñece, las dificultades se agigantan: «la fe viva depende de la
capacidad que yo tenga de responder a ese Dios que me llama y quiere tratarme y
ser mi amigo, el gran testigo de mi vida. Por tanto, si yo le respondo y le
quiero y es alguien familiar en mi vida, si yo vivo junto a Él, estoy
asegurando mi fe, porque mi fe se basa en Dios (...). Por el contrario, si me
distancio de Dios, si le olvido, si Dios queda en la periferia de mi vida, que
se sumerge en lo puramente material y humano; si me dejo arrastrar por las
evidencias inmediatas y Dios se desdibuja en mi alma, ¿cómo voy a tener fe
viva? Si no trato a Cristo, ¿qué es lo que queda de mi fe? Por eso, hemos de
decir que, en última instancia, todos los obstáculos para la vida de fe se
reducen en su génesis a un alejamiento de Dios, a un apartarse de Dios, a un
dejar de tratarle cara a cara». Entonces cobran fuerza las tentaciones y las
dificultades.
Pedro
hubiera permanecido firme sobre las aguas y habría llegado hasta el Señor si no
hubiera apartado de Él su mirada confiada. Todas las tempestades juntas, las de
dentro del alma y las del ambiente, nada pueden mientras estemos bien afincados
en la oración. Por el contrario, abandonarla, hacerla con poca intimidad o en
el anonimato es exponernos a hundirnos en el desaliento, en el pesimismo, en la
tentación. Nunca debe flaquear nuestra fe; aunque sean enormes las
dificultades; aunque nos parezca que nos han de aplastar con su fuerza. «¿Qué
importa que tengas en contra al mundo entero con todos sus poderes?
Tú...¡adelante!
»-Repite
las palabras del salmo: «El Señor es mi luz y mi salud, ¿a quién temeré?... “Si
consistant adversum me castra, non timebit cor meum» ‑"Aunque me vea
cercado de enemigos, no flaqueará mi corazón"».
III. Pedro, bajando de la
barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Pero al ver que el viento
era tan fuerte se atemorizó y al empezar a hundirse gritó diciendo: ¡Señor,
sálvame! Al punto Jesús, extendiendo su mano, lo sostuvo y le dijo: Hombre de
poca fe, ¿por qué has dudado? Después subieron a la barca y cesó el viento. En
los peligros, en los tropiezos, en las dudas, es a Cristo a quien hemos de
mirar: Corramos al combate que se nos presenta fijos los ojos en el autor y
consumador de la fe, Jesús, leemos en la Epístola a los Hebreos. Cristo debe
ser para nosotros una figura nítida, clara y bien conocida.
¡Lo
hemos contemplado tantas veces, que no podemos confundirlo con un fantasma!,
como los discípulos en medio de la noche. Sus rasgos son inconfundibles, y su
voz, y su mirada. ¡Nos ha mirado tantas veces! En Él comienza y culmina la vida
cristiana. «Si quieres salvarte -escribe Santo Tomás de Aquino- mira al rostro
de tu Cristo». Nuestro trato habitual con Él en la oración y en los sacramentos
es la única garantía para mantenernos en pie, como hijos de Dios, en medio de
un mar alborotado como en el que vivimos.
Es
más, junto a Cristo, los conflictos y trabajos que encontramos casi cada día
fortalecen la fe, enrecian la esperanza y unen más a Él. Ocurre lo mismo que a
«los árboles que crecen en lugares sombreados y libres de vientos: mientras que
externamente se desarrollan con aspecto próspero, se hacen blandos y fangosos,
y fácilmente les hiere cualquier cosa; sin embargo, los árboles que viven en
las cumbres de los montes más altos, agitados por muchos vientos y
constantemente expuestos a la intemperie y a todas las inclemencias, golpeados
por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más
robustos que el hierro».
Pedro
dejó de mirar a Cristo, y se hundió. Pero supo enseguida acudir a quien todo le
está sometido: ¡Señor, sálvame!, gritó con todas sus fuerzas cuando se sintió
perdido. Y Jesús, con infinito cariño, le tendió la mano y lo sacó a flote. Si
nosotros vemos que nos hundimos, que nos pueden las dificultades o la
tentación, acudamos a Jesús: ¡Señor, sálvame! Y Cristo nos tenderá su mano
poderosa y segura, y saldremos adelante en todos los peligros y tribulaciones.
Él siempre tiene su mano extendida, para que nos aferremos a ella. Nunca deja
que nos hundamos, si hacemos lo poco que está de nuestra parte.
Además,
Dios ha puesto junto a cada uno de nosotros un Ángel Custodio para que nos
proteja de toda adversidad y sea una ayuda poderosa en nuestro camino hacia el
Cielo. Tratémosle confiadamente, acudamos a él con frecuencia durante el día,
pidámosle ayuda en lo grande y en lo pequeño, y encontraremos la fortaleza que
necesitamos para vencer.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org