EL TRIBUTO DEL TEMPLO
II. Los primeros cristianos, ejemplo para nuestra vida en medio del mundo.
III. Estar presentes allí donde se decide la vida de la sociedad.
«Cuando estaban en
Galilea les dijo Jesús: El Hijo del Hombre debe ser entregado en manos de los
hombres, que lo matarán, pero al tercer día resucitará. Y se pusieron muy
tristes.
Llegados a Cafarnaún, se acercaron a Pedro los recaudadores del
tributo y le dijeron: ¿No va a pagar vuestro Maestro la didracma? Respondió.
Sí. Al entrar en la casa se anticipó Jesús y le dijo: ¿Qué te parece, Simón?
¿De quiénes reciben tributo o censo los reyes de la tierra, de sus hijos o de
los extraños? Al responderle que de los extraños, le dijo Jesús: Luego los
hijos están exentos; pero para no escandalizarlos, ve al mar, echa el anzuelo y
el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estárter;
tómalo y dalo por mí y por ti» (Mateo 17,22-27).
I. Acababan de llegar de
nuevo a Cafarnaún -leemos en el Evangelio de la Misa-, y los recaudadores del
tributo del Templo se acercaron a Pedro para preguntarle: ¿No va a pagar
vuestro Maestro la didracma? La contribución anual de dos dracmas para el
sostenimiento del culto era obligatoria para todo judío que hubiera cumplido
los veinte años, aunque viviera fuera de Palestina.
La
respuesta afirmativa de Pedro a los recaudadores sin contar con Jesús nos
muestra que, efectivamente, el Señor acostumbraba a pagar el impuesto. La
escena debe ocurrir fuera de la casa y en ausencia del Maestro, y, al entrar,
Jesús, que se encontraba dentro, se anticipó con esta pregunta: ¿Qué te parece,
Simón? ¿De quién reciben tributo o censo los reyes de la tierra, de sus hijos o
de los extraños? Bajo las monarquías antiguas, el tributo del censo era
considerado como una contribución especial en beneficio de la familia real.
De
aquí la pregunta de Jesús a Pedro: los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran
tributos o censos? La respuesta era bien fácil: de los súbditos, de los
extraños, había respondido Pedro. Luego los hijos ‑concluye el Señor- están
libres. Ante este tributo del Templo, Jesús se encuentra en el mismo caso que
los hijos del rey respecto al censo debido al soberano. Y al declararse exento,
enseña que es el propio Hijo de Dios y que habita en la casa del Padre, en casa
propia. Es el Hijo del Rey, y no está obligado a pagar tributo.
Pero
el Señor quiso cumplir con toda exactitud sus deberes de ciudadano, como los
demás, aunque mostró su condición divina en la forma de obtener la suma que se
le pedía. Este pasaje del Evangelio, que sólo ha recogido San Mateo, nos
muestra también la pobreza de Jesús, que no posee ni dos dracmas, una cantidad
pequeña; también, la distinción que el Señor hace con Pedro al pagar por los
dos: para no escandalizarlos -dice Jesús a Simón-, ve al mar, echa el anzuelo y
el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estater;
tómalo y dalo por Mí y por ti. El estater equivalía a cuatro dracmas.
Y
comenta San Ambrosio: es una gran lección, «que enseña a los cristianos la
sumisión al poder soberano, a fin de que nadie se permita desobedecer los
edictos de un rey de la tierra. Si el Hijo de Dios ha pagado el tributo, ¿crees
que tú eres mayor para dejar de pagarlo? Aun Él, que nada poseía, ha pagado el
tributo; y tú, que buscas los bienes de este mundo, ¿por qué no reconoces las
cargas del mismo?, ¿por qué te consideras por encima del mundo...?».
De
éste y de otros pasajes del Evangelio podemos aprender que, si queremos imitar
al Maestro, hemos de ser buenos ciudadanos que cumplen sus deberes en el
trabajo, en la familia, en la sociedad: pago de impuestos justos, voto en
conciencia, participación en las tareas públicas... «Ama y respeta las normas
de una convivencia honrada, y no dudes de que tu sumisión leal al deber será,
también, vehículo para que otros descubran la honradez cristiana, fruto del
amor divino, y encuentren a Dios».
II. Después de la venida
del Espíritu Santo en Pentecostés, los Apóstoles tuvieron más clara conciencia
de ser enviados por el Señor para estar presentes en la entraña misma de la
sociedad. Como el Maestro, no eran del mundo, y el mundo en muchas ocasiones
les rechazaría y no tendría con ellos la sonrisa de benevolencia que se reserva
para lo que es propio. Sin ser del mundo, sin ser mundanos, los primeros
cristianos rechazaron costumbres y modos de conducta incompatibles con la fe
que habían recibido, pero jamás se sintieron extraños a la sociedad a la que
por derecho propio pertenecían.
Los
Apóstoles recordarían en su predicación con particular firmeza aquellas
parábolas que les vinculaban al propio corazón de la sociedad humana, porque
sólo allí podían alcanzar su pleno cumplimiento: la sal, que tiene que sazonar
y preservar de la corrupción la vida de los hombres; la levadura, que se mezcla
y se confunde con la harina para fermentar toda la masa; la luz, que ha de
brillar ante las gentes, para que convencidos por las obras glorifiquen al
Padre que está en los cielos.
Los
primeros cristianos no buscaron el aislamiento, ni colocaron barreras
defensivas que garantizaran su subsistencia en momentos en que la incomprensión
arreciaba. Su actitud en las mismas épocas de persecución no fue ni agresiva ni
medrosa, sino de serena presencia; la levadura opera confundida entre la masa.
La presencia cristiana en el mundo fue radicalmente afirmativa, y toda la
injusticia de los perseguidos se reveló incapaz de turbar la actitud serena y
constructiva de los cristianos, que se mostraron siempre como ciudadanos
ejemplares.
La
violencia de las persecuciones no hizo de ellos personas inadaptadas o
antisociales, ni logró deshacer su solidaridad esencial con el resto de los
hombres, sus iguales. «Se nos echa en cara que nos separamos de la masa popular
del Estado» ‑arguye Tertuliano-, y eso es falso, porque el cristiano se sabe
embarcado en la misma nave que los demás ciudadanos y participa con ellos de un
común destino terreno, «porque si el Imperio es sacudido con violencia, el mal
alcanza también a los súbditos y en consecuencia a nosotros». Calumniado e
incomprendido a veces, el cristiano se mantuvo fiel a su vocación divina y a su
vocación humana, ocupando en el mundo el lugar que le correspondía, ejerciendo
sus derechos y cumpliendo acabadamente sus deberes.
Los
primeros cristianos no sólo fueron buenos cristianos, sino ciudadanos
ejemplares, pues estos deberes eran para ellos obligaciones de una conciencia
rectamente formada, a través de las cuales se santificaban. Obedecían a las
leyes civiles justas no sólo por temor al castigo, sino también a causa de la
conciencia, escribía San Pablo a los primeros cristianos de Roma.
Y añade: por
esta razón -en conciencia- les pagáis también los tributos. «Como hemos
aprendido de Él (de Cristo) -escribe San Justino Mártir a mediados del siglo
II-, nosotros procuramos pagar los tributos y contribuciones, íntegros y con
rapidez, a vuestros encargados (...). De aquí que adoramos sólo a Dios, pero os
obedecemos gustosamente a vosotros en todo lo demás, reconociendo abiertamente
que sois los reyes y los gobernadores de los hombres, y pidiendo en la oración
que, junto con el poder imperial, tengáis también un arte de gobernar lleno de
sabiduría».
Nosotros
podemos preguntarnos hoy en la oración si se nos conoce por ser buenos
ciudadanos que cumplen puntualmente sus deberes, si somos buenos vecinos,
buenos compañeros de trabajo...
III. La Iglesia ha exhortado
siempre a los cristianos, «ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad
eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el
espíritu evangélico». Los demás han de ver en nosotros esa luz de Cristo
reflejada en un trabajo honesto, en el que se cumplen con fidelidad las
obligaciones de justicia con la empresa, con quienes trabajan a nuestro cargo,
con la sociedad en el pago de los impuestos que sean justos; el estudiante,
formándose a conciencia en su futura profesión; el profesor, preparando cada
día sus clases, mejorando su explicación año tras año, sin caer en la rutina y
en la mediocridad; la madre de familia, cuidando del hogar, de los hijos, del
marido, pagando lo justo a quien le ayuda en las tareas de la casa...
No
pueden ser buenos cristianos quienes no son buenos ciudadanos; se equivocan
quienes «bajo pretexto de que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos
la futura (cfr. Heb 13, 14), consideran que pueden descuidar las tareas
temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al
más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada
uno».
El
cristiano no puede quedar contento si sólo cumple sus deberes familiares y
religiosos; ha de estar presente, según sus posibilidades, allí donde se decide
la vida del barrio, del pueblo o de la ciudad; su vida tiene una dimensión
social y aun política que nace de la fe y afecta al ejercicio de las virtudes,
a la esencia de la vida cristiana. «Desde esta perspectiva adquiere toda su
nobleza y dignidad la dimensión social y política de la caridad. Se trata del
amor eficaz a las personas, que se actualiza en la prosecución del bien común
de la sociedad».
Como
cristianos que se han de santificar en medio del mundo, hemos de tener siempre
muy en cuenta «la nobleza y dignidad moral del compromiso social y político y
las grandes posibilidades que ofrece para crecer en la fe y en la caridad, en
la esperanza y en la fortaleza, en el desprendimiento y en la generosidad». Y
«cuando el compromiso social y político es vivido con verdadero espíritu
cristiano, se convierte en una dura escuela de perfección y en un exigente
ejercicio de las virtudes».
Si
somos ciudadanos que cumplen ejemplarmente sus deberes todos, podremos iluminar
para muchos el camino que lleva a seguir a Cristo. En nuestros días, «una masa
nueva y sin informar ha surgido en las viejas tierras cristianas, mientras el
mundo, en toda su anchura, es el campo de una acción apostólica que ha de
alcanzar a todos los hombres y en la cual estamos comprometidos todos los
cristianos.
Hoy
la Iglesia y cada uno de sus hijos se hallan de nuevo en estado de misión, y a
la levadura se le pide que ponga en acto la plenitud de su fuerza renovadora»;
esto es posible cuando nos sentimos, ¡porque lo somos!, ciudadanos de pleno
derecho que cumplen sus deberes y ejercitan sus derechos, y no se esconden ante
las obligaciones y vicisitudes de la vida pública.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org