Cargó con ella
durante tres kilómetros. De no ser por él, habría muerto de frío y hambre
Era enero de 1945. Edith Zierer tenía trece
años y salía del campo de concentración en la ciudad de Częstochowa.
No podía imaginar que todos sus familiares habían muerto a manos de los
alemanes. Apenas se mantenía en pie.
Un joven seminarista la ayudó
en la estación de trenes. Ese seminarista era Karol Wojtyła. De no ser por
él, ella habría muerto de frío y hambre.
Después de
abandonar el campo, Edith se subió a un vagón de tren que transportaba carbón.
Se estaba quedando sin fuerzas. Se bajó en una estación de trenes en Jędrzejów
(provincia de Świętokrzyskie). Y cayó al suelo, totalmente exhausta. Allí quedó
tendida, helada y hambrienta, vestida únicamente con un
fino uniforme a rayas del campo de trabajo infestado de piojos.
Nadie miraba en su dirección y ya no podía moverse. Solamente
un hombre se detuvo a ayudarla.
Como más tarde recordaría,
el hombre era apuesto y vigoroso. Preguntó a la muchacha qué hacía en
un lugar como ese. Ella respondió que estaba intentando llegar a Cracovia.
Cuando Karol Wojtyła le preguntó por su nombre, los ojos de la chica se
llenaron de lágrimas. Hacía mucho tiempo que nadie la llamaba por su
nombre de pila. Hasta hacía muy poco, había sido un mero número. El joven
desapareció un rato para regresar con té caliente, pan y queso.
Cabe
mencionar que, durante la ocupación de Polonia por la Alemania nazi, Karol
Wojtyła se estaba preparando para el sacerdocio. Más tarde, como Papa,
recordando los tiempos difíciles de la guerra, Juan Pablo II comentó que sus
estudios tuvieron lugar parcialmente en la cantera de Solvay en Cracovia y
durante clases clandestinas en el Palacio de los arzobispos de Cracovia
El 1 de
noviembre de 1946, Karol Wojtyła fue ordenado en el sacerdocio por el cardenal
Adam Sapieha.
La llevó en sus
brazos y le dio su abrigo
“Intenta
levantarte”, la animó el hombre. Por desgracia, la
chica no podía. Estaba tan agotada que su cuerpo se
hundía como el plomo. Al verlo, el seminarista la tomó en sus brazos y
cargó con ella durante tres kilómetros hasta la estación de
donde salía el tren a Cracovia.
Los otros
judíos presentes en el mismo vagón de ganado del tren “advirtieron” a la chica
de que quizás el estudiante de sacerdote querría meterla en un convento. Wojtyła
cubrió a Edith con un abrigo. La chica estaba muy asustada.
Cuando el tren
se detuvo, la muchacha se bajó y escondió detrás de los tanques de leche.
Wojtyła la llamó por la versión polaca de su nombre: “¡Edyta, Edyta!”.
Ella recordaría el nombre de él en su memoria para siempre.
Sin familia
Edith era
desconfiada. A pesar de su juventud, ya había pasado por mucho en la vida. Se
había mudado con su familia. Tras el estallido de la guerra, fue con sus seres
queridos al este de Polonia y luego a Cracovia. Su padre tuvo que vivir oculto,
ya que su aspecto era inequívocamente semítico.
Edith, por otro
lado, no tenía rasgos judíos. Obtuvo documentos falsificados e intentó vivir
una vida normal. Un día, salió de casa y nunca regresó. Fue arrestada
junto con su hermana Judith y transferida al gueto judío. Allí
encontraron a su padre por la calle. Por desgracia, no pasaría mucho hasta que
toda la familia fuera enviada al campo de concentración de Płaszow.
Allí fueron separados. Edith fue llevada en tren en una dirección diferente de
la del resto de su familia. El tren se detuvo en Skarżysko Kamienna, donde
fueron divididos en grupos.
Zierer hablaba
bien alemán y le asignaron un trabajo en una fábrica de munición. El
trabajo duro la consumía. Estaba famélica y las exigencias de los
nazis no hacían sino crecer.
En 1943, fue
trasladada al campamento de Częstochowa. Allí también, los
prisioneros judíos tenían que trabajar en fábricas de munición.
En 1945, el
campo fue liberado por los rusos. Edith
quiso entonces encontrar a sus seres queridos. Estaba completamente
sola, aunque todavía no lo sabía. Sus padres habían muerto en Dachau y su
hermana había sido asesinada en Auschwitz.
Menos mal que
«un ángel» se cruzó en su duro camino. Recibió la ayuda de un hombre que
estudiaba para ser sacerdote, Karol Wojtyła. Recordaría su nombre
perfectamente. Toda su vida le estaría profundamente agradecida.
Ninguno de los
dos tenía familia. El joven sacerdote ya había perdido a su madre, su
padre y su hermano. Igual que Edith. Cuando en 1978 Edith se enteró de
que Wojtyła se había convertido en Papa, la inundó una alegría tal que lloró de
pura felicidad. Por entonces vivía en Israel, tras abandonar Polonia en
1951. Ahora tenía su propia familia: era esposa, madre y trabajaba como técnica
dental. Le escribió una carta a Juan Pablo II y le agradeció que le salvara la
vida.
Habla alto, soy
un hombre viejo
El Papa la
recordaba y la invitó a visitarle en el Vaticano. Se encontraron por primera vez después de tantísimos años en 1998. El
Santo Padre le dijo: “Habla alto, hija mía. Soy un hombre viejo”.
Bendijo a la mujer y le dijo: “Regresa, hija mía”.
En 2000,
durante su peregrinación a Tierra Santa, Juan Pablo II visitó el Instituto Yad
Vashem y depositó allí una corona de flores. Dirigiéndose a él, una mujer
dijo: “Quien salva una vida salva al mundo entero”. Este lema está
inscrito en la medalla que se concede a los Justos entre las Naciones o
aquellos que salvaron vidas de judíos durante el Holocausto.
Edith volvería
a escribir al Papa y él le respondería. Sin embargo, no volvieron a verse.
Zierer falleció en 2014.
Anna
Gebalska-Berekets
Fuente: Aleteia