AMOR A LA VERDAD
II. Actuar según la conciencia. Sinceridad con uno mismo.
III. Decir siempre la verdad: en lo importante y en lo que parece pequeño.
“No está el discípulo
por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al
discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo. Si al dueño de la casa
le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos!
«No les tengáis miedo.
«No les tengáis miedo.
Pues no hay nada encubierto que no haya de ser
descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la
oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde
los terrados. «Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el
alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en
la gehenna.
¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos. «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mateo 10,24–33).
El
Evangelio de la Misa es una nueva invitación del Señor a llevar una vida veraz,
resultado de la fe que llevamos en el corazón, sin miedo a los contratiempos y
a las murmuraciones que en ocasiones llevará consigo el seguir de cerca a
Cristo. Le basta al discípulo llegar a ser como su maestro y al siervo como su
señor. Si al amo de la casa le han llamado Beelzebul, cuánto más a los de su
casa. No les tengáis miedo...
Puede
ocurrir que en algunas situaciones tengamos que sufrir la calumnia o la
difamación -o sencillamente una contrariedad- por ser veraces, por ser fieles a
la verdad; en otras, serán quizá malinterpretadas nuestras palabras o nuestras
actuaciones. Y el Señor quiere de sus discípulos, de nosotros, que hablemos
siempre con claridad, abiertamente: Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a
plena luz; y lo que escuchasteis al oído, pregonadlo desde los terrados. Con
una pedagogía divina, Jesús había hablado a las muchedumbres en parábolas y les
había descubierto poco a poco su verdadera personalidad y las verdades del
Reino. Jamás disfrazó su doctrina.
Después
de la venida del Espíritu Santo, quienes le sigan han de proclamar la verdad a
plena luz, desde los terrados, sin temor a que la doctrina que enseñan sea
opuesta a las que están de moda o imperan en el ambiente. ¿De qué otra forma
vamos a convertir el mundo en el que estamos inmersos? Algunos piensan, por
táctica o por cobardía, que la vida de los cristianos y su concepción del
mundo, del hombre y de la sociedad, deberían pasar inadvertidas cuando las
circunstancias son adversas o comprometidas; estos cristianos quedarían
entonces como «emboscados» en medio de una sociedad que parece haber orientado
sus objetivos en otro sentido radicalmente distinto; no tendría entonces
ninguna resonancia el hecho de ser hombres y mujeres que miran a Cristo como el
ideal supremo. No es ésa la doctrina del Señor. «"Ego palam locutus sum
mundo": Yo he predicado públicamente delante de todo el mundo, responde
Jesús a Caifás, cuando se acerca el momento de dar su vida por nosotros.
»-Y,
sin embargo, hay cristianos que se avergüenzan de manifestar "palam"
-patentemente- veneración al Señor».
En
la sociedad en la que vivimos habremos de hablar con seguridad, con la firmeza
que da siempre la verdad, de muchos temas de gran trascendencia para la
familia, la sociedad y la dignidad de la persona: indisolubilidad del
matrimonio, libertad de enseñanza, doctrina de la Iglesia sobre la transmisión
de la vida humana, dignidad y belleza de la pureza, sentido grandioso de la
virginidad y del celibato por amor a Cristo, consecuencias de la justicia
social en relación a gastos inconsiderados, a salarios injustos... Quizá en
alguna ocasión, por prudencia o por caridad, deberemos callar. Pero ni la
prudencia ni la caridad nacen de la cobardía o de la comodidad. Nunca será
prudente callar cuando se da lugar al escándalo o al desconcierto, o cuando esa
postura debilita la fe de otros.
Lo
que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz... El Señor se está dirigiendo
a nosotros, pues son muchos los enemigos de Dios y de la verdad, que desearían,
y ponen los medios para conseguirlo, que los cristianos no seamos ni sal ni luz
en medio de las tareas seculares.
II. Hay un episodio en el
Evangelio que nos presenta la manera de actuar de unos fariseos que no se
caracterizaban por su amor a la verdad. Mientras pasaba Jesús por los atrios
del Templo, se le acercaron los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los
ancianos para preguntarle: ¿Con qué potestad haces esas cosas? ¿Quién te ha
dado poder? El Señor está dispuesto a contestar a su pregunta si ellos muestran
sinceridad de corazón. Les pide su opinión acerca del bautismo de Juan: si era
del Cielo, y por tanto gozaba de la aprobación divina, o si sólo era de los
hombres, y como tal no merecía mayor consideración.
Pero
ellos no le dan su opinión auténtica, su opinión en conciencia. No se preguntan
la verdad sobre esta cuestión, el juicio que merece en su corazón. Analizan más
bien las consecuencias de sus posibles respuestas, procurando la que más
convenga a la situación presente: «Si decimos del Cielo -piensan-dirá: ¿por qué
no habéis creído en él? Pero si decimos que el bautismo del Precursor era de los
hombres, la muchedumbre se nos echaría encima», porque todos tenían a Juan por
un verdadero profeta.
A
pesar de ser líderes religiosos, no son hombres de principios firmes capaces de
informar sus palabras y sus obras. «Son hombres "prácticos", se
dedican a hacer "política". En lo que atañe a su interés o comodidad,
su razonamiento es inteligente. Pero no están dispuestos a ir más allá en su
razonar: son hombres en quienes la comodidad ha sustituido a la conciencia». Su
norma de conducta era seguir lo más oportuno y lo más conveniente en cada
ocasión. No actúan según verdad. Por eso dicen: No lo sabemos. No les
interesaba saberlo y mucho menos decirlo.
La
reacción de Jesús es muy significativa: Entonces tampoco Yo os digo con qué
autoridad hago estas cosas. Es como si les dijera: si no estáis dispuestos a
ser sinceros, a mirar en vuestros corazones y enfrentaros con la verdad, es
inútil el diálogo. Yo no puedo hablar con vosotros ni vosotros conmigo. No nos
entenderíamos. Lo mismo ocurre cada día. «La persona cuya vida no esté regida
por la sinceridad, por una disposición habitual de enfrentarse con la verdad o
con las exigencias de la conciencia -por incómodas o duras que sean-, se aparta
rotundamente de toda posibilidad de comunicación divina. El que tiene miedo a
enfrentarse a su conciencia tiene miedo de enfrentarse a Dios, y sólo los que
afrontan el estar cara a cara con Dios pueden tener verdadero trato con Él». No
es posible encontrar a Dios sin este amor radical a la verdad. Tampoco es
posible entenderse con los hombres en una auténtica convivencia.
El
amor a la verdad nos llevará a ser sinceros en primer lugar con nosotros
mismos, a mantener una conciencia clara, sin engaños, a no permitir que se
empañe con errores admitidos, con ignorancias culpables, con miedos a
profundizar en las exigencias personales que la verdad lleva consigo. Si, con
la ayuda de la gracia, somos sinceros con nosotros mismos, lo seremos con Dios,
y nuestra vida se llena de claridad, de paz y de fortaleza. «Leías en aquel
diccionario los sinónimos de insincero: "ambiguo, ladino, disimulado,
taimado, astuto"...-Cerraste el libro, mientras pedías al Señor que nunca
pudiesen aplicarte esos calificativos, y te propusiste afinar aún más en esta
virtud sobrenatural y humana de la sinceridad».
III. En un mundo en que
tantas veces la mentira y el disimulo es el modo de comportamiento habitual de
muchos, debemos los cristianos ser hombres veraces, que huyen siempre hasta de
la mentira más pequeña. Así nos han de conocer quienes nos tratan: hombres y
mujeres que no mienten jamás, ni en asuntos de poca importancia, que rechazan
de sus vidas lo que tiene sabor de disimulo, de hipocresía, de falsedad, que
saben rectificar cuando se han equivocado. Nuestra vida será entonces de una
gran fecundidad apostólica, pues se confía siempre en la persona íntegra, que
sabe decir la verdad con caridad, sin herir, con comprensión hacia todos.
«¡Cuántas
debilidades, cuánto oportunismo, cuánto conformismo, cuánta vileza!», decía el
Papa Pablo VI refiriéndose «a esas buenas personas, que olvidan la belleza y la
gravedad de los compromisos que les unen a la Iglesia». Esta misma situación,
que quizá en estos años se ha puesto más de manifiesto, nos llevará a aborrecer
la falsedad, por pequeña que nos pueda parecer, porque «la mentira se opone a
la verdad como la luz se opone a las tinieblas, la piedad a la impiedad, la
justicia a la iniquidad, la bondad al pecado, la salud a la enfermedad y la
vida a la muerte.
Por
tanto, cuanto más amemos la verdad, tanto más debemos aborrecer la mentira». No
se trata de saber hasta qué punto se pueden decir cosas falsas sin incurrir en
falta grave. Se trata de aborrecer la mentira en todas sus formas, de decir la
verdad entera; y cuando por prudencia o caridad no se pueda, entonces callaremos,
pero no inventaremos recursos formalistas que tranquilicen falsamente la
conciencia. Debemos amar la verdad en sí misma y por sí misma, y no sólo en
cuanto afecta al daño o al provecho propio o del prójimo. Debemos aborrecer la
mentira como algo torpe e innoble, cualquiera que sea el fin con que se la
emplee. Debemos aborrecerla porque es una ofensa a Dios, suma Verdad.
Fácilmente
se cree lo que se desea. Y así, por ejemplo, muchos enemigos de la Iglesia se
encuentran siempre inclinados a tener por ciertos todos los rumores injuriosos,
juzgando sin indicios suficientes, informando incluso a la opinión pública
sobre esa base. Lo que, en definitiva, se equipara a la mentira, por su origen
y por sus consecuencias. Contra la mentira, fríamente empleada tantas veces,
nosotros tenemos la verdad, la claridad, la sinceridad sin equívocos ni
ambigüedades: la práctica firme de una veracidad en las relaciones personales
diarias, en los negocios, en la familia, en los estudios y en los órganos de la
opinión pública cuando tengamos acceso a ellos. No sabemos responder a una
mentira con otra mentira.
La
oración litúrgica nos invita a clamar: que nuestra voz, Señor, nuestro espíritu
y toda nuestra vida sean una continua alabanza en tu honor... Que nuestra
conversación sea siempre veraz, propia de un hijo de Dios.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org