EL INMACULADO CORAZÓN DE
LA VIRGEN MARÍA
II. María conservaba todas
estas cosas, meditándolas en su corazón.
III. De
nuestra Señora salen a torrentes las gracias de perdón, de misericordia, de
ayuda en la necesidad...
“Sus padres iban todos
los años a Jerusalén a la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años,
subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días,
el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres.
Pero creyendo
que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los
parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su
busca. Y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo sentado
en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le
oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le
vieron, quedaron sorprendidos, y su madre le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has
hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando.» El les
dijo: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi
Padre?» Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Bajó con ellos y
vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas
las cosas en su corazón” (Lucas 2,41-51).
I. En mí está toda gracia
del camino y de verdad, en mí toda esperanza de vida y de fuerza, leemos en la
Antífona de entrada de la Misa.
Como
considerábamos en la fiesta de ayer, el corazón expresa y es símbolo de la
intimidad de la persona. La primera vez que se menciona en el Evangelio el
Corazón de María es para expresar toda la riqueza de esa vida interior de la
Virgen: María -escribe San Lucas- guardaba todas estas cosas, ponderándolas en
su corazón.
El
Prefacio de la Misa proclama que el Corazón de María es sabio, porque entendió
como ninguna otra criatura el sentido de las Escrituras, y conservó el recuerdo
de las palabras y de las cosas relacionadas con el misterio de la salvación;
inmaculado, es decir, inmune de toda mancha de pecado; dócil, porque se sometió
fidelísimamente al querer de Dios en todos sus deseos; nuevo, según la antigua
profecía de Ezequiel -os daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo-, revestido
de la novedad de la gracia merecida por Cristo; humilde, imitando el de Cristo,
que dijo: Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; sencillo, libre
de toda duplicidad y lleno del Espíritu de verdad; limpio, capaz de ver a Dios
según la Bienaventuranza del Señor; firme en la aceptación de la voluntad de
Dios, cuando Simeón le anunció que una espada de dolor atravesaría su corazón,
cuando se desató la persecución contra su Hijo o llegó el momento de su Muerte;
dispuesto, ya que, mientras Cristo dormía en el sepulcro, a imitación de la esposa
del Cantar de los Cantares, estuvo en vela esperando la resurrección de Cristo.
El
Corazón Inmaculado de María es llamado, sobre todo, santuario del Espíritu
Santo, en razón de su Maternidad divina y por la inhabitación continua y plena
del Espíritu divino en su alma. Esta maternidad excelsa, que coloca a María por
encima de todas las criaturas, se realizó en su Corazón Inmaculado antes que en
sus purísimas entrañas. Al Verbo que dio a luz según la carne lo concibió
primeramente según la fe en su corazón, afirman los Santos Padres. Por su
Corazón Inmaculado, lleno de fe, de amor, humilde y entregado a la voluntad de
Dios, María mereció llevar en su seno virginal al Hijo de Dios.
Ella
nos protege siempre, como la madre al hijo pequeño que está rodeado de peligros
y dificultades por todas partes, y nos hace crecer continuamente. ¿Cómo no
vamos a acudir diariamente a Ella? «"Sancta Maria, Stella maris"
-Santa María, Estrella del mar, ¡condúcenos Tú! »-Clama así con reciedumbre,
porque no hay tempestad que pueda hacer naufragar el Corazón Dulcísimo de la
Virgen. Cuando veas venir la tempestad, si te metes en ese Refugio firme, que
es María, no hay peligro de zozobra o de hundimiento». En él encontramos un
puerto seguro donde es imposible naufragar.
II. María conservaba todas
estas cosas, meditándolas en su corazón.
El
Corazón de María conservaba como un tesoro el anuncio del Angel sobre su
Maternidad divina; guardó para siempre todas las cosas que tuvieron lugar en la
noche de Belén y lo que refirieron los pastores ante el pesebre, y la
presencia, días o meses más tarde, de los Magos con sus dones, y la profecía
del anciano Simeón, y las zozobras de su viaje a Egipto... Más tarde, le
impresionó profundamente la pérdida de su Hijo en Jerusalén, a la edad de doce
años, y las palabras que Éste le dijo a Ella y a José cuando por fin,
angustiados, le encontraron.
Luego
descendió con ellos a Nazaret y les estaba sometido. Pero María conservaba
todas estas cosas en su corazón. Jamás olvidó María, en los años que vivió aquí
en la tierra, los acontecimientos que rodearon la muerte de su Hijo en la Cruz
y las palabras que allí oyó a Jesús: Mujer, he ahí a tu hijo. Y al señalar a
Juan, Ella nos vio a todos nosotros y a todos los hombres. Desde aquel momento
nos amó en su Corazón con amor de madre, con el mismo con que amó a Jesús. En
nosotros reconoció a su Hijo, según lo que Éste mismo había dicho: Cuanto
hicisteis a uno de éstos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis.
Pero
Nuestra Señora ejerció su maternidad antes de que se consumase la redención en
el Calvario, pues Ella es madre nuestra desde el momento en que prestó,
mediante su fiat, su colaboración a la salvación de todos los hombres. En el
relato de las bodas de Caná, San Juan nos revela un rasgo verdaderamente
maternal del Corazón de María: su atenta solicitud por los demás. Un corazón
maternal es siempre un corazón atento, vigilante: nada de cuanto atañe al hijo
pasa inadvertido a la madre. En Caná, el Corazón maternal de María despliega su
vigilante cuidado en favor de unos parientes o amigos, para remediar una
situación embarazosa, pero sin consecuencias graves.
Ha
querido mostrarnos el Evangelista, por inspiración divina, que a Ella nada
humano le es extraño ni nadie queda excluido de su celosa ternura. Nuestros
pequeños fallos y errores, lo mismo que las culpas grandes, son objeto de sus
desvelos. Le interesan los olvidos y preocupaciones, y las angustias grandes
que a veces pueden anegar el alma. No tienen vino, dice a su Hijo. Todos están
distraídos, nadie se da cuenta. Y aunque parece que no ha llegado aún la hora
de los milagros, Ella sabe adelantarla.
María
conoce bien el Corazón de su Hijo y sabe cómo llegar hasta Él; ahora, en el
Cielo, su actitud no ha variado. Por su intercesión nuestras súplicas llegan
«antes, más y mejor» a la presencia del Señor. Por eso, hoy podemos dirigirle
la antigua oración de la Iglesia: Recordare, Virgo Mater Dei, dum steteris in
conspectu Domini, ut loquaris pro nobis bona, Virgen Madre de Dios, Tú que
estás continuamente en su presencia, habla a tu Hijo cosas buenas de nosotros.
¡Bien que lo necesitamos!
Al
meditar sobre esta advocación de Nuestra Señora, no se trata quizá de que nos
propongamos una devoción más, sino de aprender a tratarla con más confianza,
con la sencillez de los niños pequeños que acuden a sus madres en todo momento:
no sólo se dirigen a ella cuando están en gravísimas necesidades, sino también
en los pequeños apuros que les salen al paso. Las madres les ayudan con alegría
a resolver los problemas más menudos. Ellas -las madres- lo han aprendido de
nuestra Madre del Cielo.
III. Al considerar el
esplendor y la santidad del Corazón Inmaculado de María, podemos examinar hoy
nuestra propia intimidad: si estamos abiertos y somos dóciles a las gracias y a
las inspiraciones del Espíritu Santo, si guardamos celosamente el corazón de
todo aquello que le pueda separar de Dios, si arrancamos de raíz los pequeños
rencores, las envidias... que tienden a anidar en él. Sabemos que de su riqueza
o pobreza hablarán las palabras y las obras, pues el hombre bueno, del buen
tesoro de su corazón saca cosas buenas.
De
nuestra Señora salen a torrentes las gracias de perdón, de misericordia, de
ayuda en la necesidad... Por eso, le pedimos hoy que nos dé un corazón puro,
humano, comprensivo con los defectos de quienes están junto a nosotros, amable
con todos, capaz de hacerse cargo del dolor en cualquier circunstancia en que
lo encontremos, dispuesto siempre a ayudar a quien lo necesite. «¡Mater
Pulchrae dilectionis, Madre del Amor Hermoso, ruega por nosotros! Enséñanos a
amar a Dios y a nuestros hermanos como tú los has amado: haz que nuestro amor
hacia los demás sea siempre paciente, benigno, respetuoso (...), haz que
nuestra alegría sea siempre auténtica y plena, para poder comunicarla a todos»,
y especialmente a quienes el Señor ha querido que estemos unidos con vínculos
más fuertes.
Recordamos
hoy cómo, cuando las necesidades han apremiado, la Iglesia y sus hijos han
acudido al Corazón Dulcísimo de María para consagrar el mundo, las naciones o
las familias. Siempre hemos tenido la intuición de que sólo en su Dulce Corazón
estamos seguros. Hoy le hacemos entrega, una vez más, de lo que somos y
tenemos. Dejamos en su regazo los días buenos y los que parecen malos, las
enfermedades, las flaquezas, el trabajo, el cansancio y el reposo, los ideales
nobles que el Señor ha puesto en nuestra alma; ponemos especialmente en sus
manos nuestro caminar hacia Cristo para que Ella lo preserve de todos los
peligros y lo guarde con ternura y fortaleza, como hacen las madres. Cor Mariae
dulcissimum, iter para tutum, Corazón dulcísimo de María, prepárame...,
prepárales un camino seguro.
Terminamos
nuestra oración pidiendo al Señor, con la liturgia de la Misa: Señor, Dios
nuestro, que hiciste del Inmaculado Corazón de María una mansión para tu Hijo y
un santuario del Espíritu Santo, danos un corazón limpio y dócil, para que,
sumisos siempre a tus mandatos, te amemos sobre todas las cosas y ayudemos a
los hermanos en sus necesidades.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org