DOLOR DE LOS PECADOS
II. Frutos que produce la contrición en el alma.
III. Pedir el don de la contrición. Obras de penitencia.
“En aquel tiempo, se
puso Jesús a recriminar a las ciudades donde habla hecho casi todos sus
milagros, porque no se habían convertido: -«¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti,
Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras,
hace tiempo que se habrían convertido, cubiertas de sayal y ceniza.
Os digo que
el día del juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú,
Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno. Porque si en Sodoma
se hubieran hecho los milagros que en ti, habría durado hasta hoy. Os digo que
el día del juicio le será más llevadero a Sodoma que a ti» (Mateo
10,20-24).
Al
abandonar Nazaret, Jesús escogió Cafarnaún como lugar de residencia. A veces en
el Evangelio se le llama su ciudad. Desde allí irradió su predicación a Galilea
y a toda Palestina. Es posible que Jesús se hospedara en casa de Pedro y que
hiciese de ella el centro de sus salidas apostólicas por toda la región. Es muy
probable que no exista otro sitio en el que Jesús hiciera tantos milagros como
en esta población.
En
la orilla norte del lago de Genesaret, no lejos de Cafarnaún, estaban situadas
dos florecientes ciudades en las que Jesús también realizó muchísimos milagros.
A pesar de tantos signos, de tantas bendiciones, de tanta misericordia, las
gentes de estos lugares no se convirtieron al paso de Jesús. El Evangelio de la
Misa menciona las fuertes palabras del Señor a estas ciudades que no quisieron
hacer penitencia ni arrepentirse de sus pecados: ¡Ay de ti, Corozaín, ay de ti,
Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran realizado los milagros que
han sido hechos en vosotras, hace tiempo que habrían hecho penitencia... Y tú,
Cafarnaún, ¿te vas a alzar hasta el cielo? ¡Hasta el infierno vas a descender!
Porque si en Sodoma se hubieran realizado los milagros que se han obrado en ti,
subsistiría hasta hoy. ¡Tantas gracias y tantos milagros! Y, sin embargo,
muchos habitantes de aquellas comarcas no cambiaron, no se arrepintieron de sus
pecados.
Incluso
se rebelaron contra el Señor: Dirumpamus vincula eorum, et proiciamus a nobis
iugum ipsorum: rompamos los mandatos del Señor, rechacemos su dulce yugo. Estas
palabras del Salmo II, ¡se han repetido ya en tantas ocasiones...! Jesús pasa a
nuestro lado y derrama su gracia y su misericordia. ¡Tantas veces! Son incontables
los momentos y situaciones en los que el Señor se ha parado a nuestro lado para
curarnos, para bendecirnos, para alentarnos en el bien. Muchas atenciones hemos
recibido de parte del Señor. Y espera de nosotros correspondencia,
arrepentimiento sincero de nuestras faltas, aborrecer el pecado venial
deliberado, todo aquello que de alguna manera nos separa de Él, porque la
gracia derramada ha sido mucha. Él nos oye siempre, pero de modo muy particular
cuando acudimos con deseos de cambiar, de recuperar el camino perdido, de
empezar de nuevo con un corazón contrito y humillado.
Debe
ser ésta una actitud habitual porque han sido muchas las ocasiones en las que,
conscientes o no, hemos rechazado su gracia, porque la ofensa es mayor cuanto
mayores han sido las muestras del amor de Dios en nuestra vida. ¿Quién es tan
ciego para no ver a Cristo que se nos hace el encontradizo una y otra vez?.
II. No despreciarás, Señor,
un corazón contrito y humillado. La palabra contrición quiere decir rompimiento
-como cuando una piedra se rompe y se hace añicos-, y se da este nombre al
dolor de las faltas y pecados para significar que el corazón endurecido por el
pecado en cierta manera se despedaza por el dolor de haber ofendido a Dios.
También en el lenguaje corriente solemos decir «se me partió el corazón», para
expresar nuestra reacción ante una gran desgracia que ha conmovido lo más
íntimo de nuestro ser.
Algo
parecido ha de ocurrirnos al contemplar los propios pecados delante de la
santidad de Dios y del amor que Él nos tiene. No es tanto el sentimiento de
fracaso que todo pecado produce en un alma que sigue a Dios, como el pesar de
habernos separado -aunque sea un poco- del Señor. Ese dolor de los pecados o
contrición consiste esencialmente en un pesar y en una sincera detestación de
la ofensa hecha a Dios, un pesar y aborrecimiento del pecado cometido, con el
propósito de no pecar en adelante; es una conversión hacia lo bueno, que hace
irrumpir en nosotros una nueva vida.
Es
el amor, sobre todo, el que debe llevarnos a pedir perdón muchas veces a Dios,
pues son incontables los momentos en los que no correspondemos como debiéramos
a las gracias que recibimos. «Acordóse el amigo de sus pecados, y por temor del
infierno quiso llorar y no pudo. Pidió lágrimas al amor y la Sabiduría le
respondió que más frecuente y fuertemente llorase por amor de su Amado que por
temor de las penas del infierno, puesto que le agradan más los llantos que son
por amor que las lágrimas que se derraman por temor». Es el amor el que debe
conducirnos a la Confesión.
La
contrición da al alma una particular fortaleza, devuelve la esperanza, la paz y
la alegría, hace que el cristiano se olvide de sí mismo y se entregue al Señor
con más delicadeza y finura interior. Para acercarnos a Dios con un corazón
contrito, es necesario reconocer las faltas y los pecados, sin excusarlos con
falsas razones, sin extrañarse y sobresaltarse porque aparezcan defectos o
errores que creíamos ya superados. Si se achacara al ambiente exterior o a
otras circunstancias la causa de nuestras flaquezas, el alma se apartaría del
camino de la humildad y no llegaría a Dios, tan cercano precisamente cuando
nosotros nos hemos alejado. En el examen diario de conciencia debemos ver
nuestras faltas más como ofensa a Dios que como miseria propia.
Si
no relacionamos nuestras faltas y caídas con el amor a Dios, es fácil que
tendamos a excusarlas; entonces, no encontraremos motivos para mantener esa
actitud habitual de contrición, de arrepentimiento y de reparación por los
pecados. Nunca estamos «en regla» con Dios; somos, por el contrario, aquel
deudor que no tenía con qué pagar; siempre estamos necesitados de acudir a su
infinita misericordia. Ten piedad de mí, Señor, que soy un hombre pecador, le
decimos con las palabras de aquel publicano que, lleno de humildad, conocía
bien la realidad de su alma delante de la santidad de Dios.
Tampoco
podemos reaccionar ante nuestras faltas, defectos y pecados aceptándolos como
algo inevitable, casi natural, «pactando con ellos», sino pidiendo perdón,
recomenzando muchas veces. Le diremos al Señor: Padre, pequé contra el cielo y
contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo: trátame como a uno de tus
jornaleros. Y el Señor, «que está cerca de los que tienen el corazón contrito»,
escuchará siempre nuestra oración.
Jesús
pasa una y otra vez por nuestras vidas, como por aquellas ciudades de Galilea,
y nos invita a salir a su encuentro, dejando nuestros pecados. No retrasemos
esa conversión llena de amor. Nunc coepi: ahora comienzo, una vez más, con Tu
ayuda, Señor.
III. ¡Ay de ti, Corozaín, ay
de ti Betsaida!... El Señor pronunciaría estas palabras con pena, al ver que en
sus habitantes no calaba la gracia derramada a manos llenas. Le seguían unos
días, daban muestras de admiración ante una curación, se mostraban
complacientes..., pero en el fondo de su alma seguían lejos de Cristo. Nosotros
hemos de pedir al Espíritu Santo el don inefable de la contrición.
Hemos
de esforzarnos en hacer muchos actos de ese dolor de amor, y de modo particular
cuando hemos ofendido al Señor en algo más importante, siempre que nos
acercamos a la Confesión, a la hora del examen de conciencia y también durante
el día. Nos será de gran provecho hacer o meditar el Vía Crucis y meditar o
leer la Pasión del Señor..., y no cansarnos jamás de considerar el infinito
amor que Jesús nos tiene y la afrenta y el desamor que significa el pecado.
El
dolor sincero de los pecados no lleva consigo necesariamente un dolor
emocional. Lo mismo que el amor, el dolor es un acto de la voluntad, no un
sentimiento. Del mismo modo que se puede amar a Dios sin experimentar
conmociones sensibles, se puede tener un dolor profundo de los pecados sin una
reacción emotiva. Pero se mostrará en el alejamiento de toda ocasión de ofender
al Señor y en obras concretas de penitencia por las veces en que no fuimos
fieles a la gracia. Estas obras nos ayudan a expiar las penas que hemos
merecido por nuestras culpas, a vencer las malas inclinaciones y a
fortalecernos en el bien.
¿Con
qué obras de penitencia podremos agradar al Señor?: oraciones, ayunos y
limosnas, pequeñas mortificaciones, llevar con paciencia las penas y
contrariedades, y aceptar bien dispuestos las cargas de la propia profesión, la
fatiga que el trabajo lleva consigo. Particular atención y amor pondremos en recibir
la gracia de la Confesión, acercándonos bien dispuestos, arrepentidos
sinceramente de las faltas y pecados. «Dirígete a la Virgen, y pídele que te
haga el regalo -prueba de su cariño por ti- de la contrición, de la compunción
por tus pecados, y por los pecados de todos los hombres y mujeres de todos los
tiempos, con dolor de Amor.
»Y,
con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme
con tu mano..., y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre Dios,
concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos.
»Continúa
sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega
por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de
alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org