EL SILENCIO DE DIOS
II. Confianza en Dios.
III. Cuando parece que Dios guarda silencio.
«Subiendo después a una
barca, le siguieron sus discípulos. Y he aquí que se levantó en el mar una
tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero él dormía.
Y se
acercaron y le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos que perecemos! Jesús les
respondió: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces, levantándose, increpó
a los vientos y al mar y se produjo una gran bonanza. Los hombres se admiraron
y dijeron: ¿Quién es éste que hasta los vientos y el mar le obedecen?» (Mateo
8, 23-27).
I. A lo largo del Evangelio
vemos a Jesús portarse con naturalidad y sencillez. No busca gestos clamorosos
en quienes le siguen. Realiza los milagros sin armar ruido, en la medida en que
le era posible. A quienes había curado les recomendaba que no anduvieran
pregonando las gracias que recibían. Enseña que el Reino de Dios no viene con
ostentación, y muestra en las parábolas del grano de mostaza y de la levadura
escondida la fuerza misteriosa de sus palabras. Le vemos también acoger
calladamente peticiones de ayuda, que luego atenderá.
El
silencio de Jesús durante el proceso ante Herodes y Pilato está lleno de una
sublime grandeza. Lo vemos de pie, delante de una muchedumbre vociferante,
excitada, que se sirve de falsos testigos para tergiversar sus palabras... Nos
impresiona particularmente este silencio de Dios en medio del remolino que
agitan las pasiones humanas. Silencio de Jesús, que no es indiferencia ni
actitud despreciativa ante unas criaturas que le ofenden: está lleno de piedad
y de perdón. Jesucristo espera siempre nuestra conversión. ¡El Señor sabe
esperar! Tiene más paciencia que nosotros.
El
silencio en la Cruz no es pausa que se toma para represar la ira y condenar. Es
Dios, que perdona siempre, quien está allí. Abre de par en par el camino de una
nueva y definitiva era de misericordia. Dios escucha siempre a quienes le
siguen, aunque alguna vez parezca que calla, que no nos quiere oír. Él siempre
está atento a las flaquezas de los hombres..., pero para perdonar, levantar y
ayudar. Si calla en algunas ocasiones es para que maduren nuestra fe, nuestra
esperanza y nuestro amor.
En
la escena que nos propone el Evangelio de la Misa contemplamos a Jesús cansado
después de un día de intensa predicación. El Señor subió con sus discípulos a
una barca para pasar al otro lado del lago. Cuando ya llevaban un tiempo en el
mar, se levantó una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca.
Mientras tanto, el Señor, rendido por la fatiga, se quedó dormido. Estaba tan
cansado que ni siquiera los fuertes bandazos de la embarcación le despertaron.
Ante tanto peligro, Jesús parece ausente. Es el único pasaje del Evangelio que
nos muestra a Jesús dormido.
Los
Apóstoles, hombres de mar en su mayoría, se dieron cuenta enseguida de que sus
esfuerzos no bastaban para asegurar el rumbo de la barca y comprendieron que
sus vidas peligraban. Se acercaron entonces a Jesús y le despertaron diciendo:
¡Señor, sálvanos, que perecemos! Jesús les tranquilizó con estas palabras: ¿Por
qué teméis, hombres de poca fe? Es como si les dijera: ¿no sabéis que Yo voy
con vosotros, y que esto debe daros una firmeza sin límites en medio de
vuestras dificultades? Y levantándose, increpó a los vientos y al mar, y se
produjo una gran bonanza. Los discípulos se llenaron de asombro, de paz y de alegría.
Comprobaron una vez más que ir con Cristo es caminar seguros, aunque Él guarde
silencio. Y dijeron: ¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le
obedecen? Era su Señor y su Dios.
Más
adelante, con el envío del Espíritu Santo a sus almas el día de Pentecostés,
comprendieron que les tocaría vivir en aguas frecuentemente agitadas y que
Jesús estaría siempre en su barca, la Iglesia, aparentemente dormido y callado
en ocasiones, pero siempre acogedor y poderoso; nunca ausente. Lo entendieron
cuando, poco después, en los comienzos de su predicación apostólica, se vieron
asediados por las persecuciones y sintieron el zarpazo de la incomprensión de
la sociedad pagana en la que desarrollaban su actividad. Sin embargo, el
Maestro los confortaba, los mantenía a flote y les impulsaba a nuevas empresas.
Y lo mismo que entonces hace ahora con nosotros.
II. Este sueño de Jesús,
cuando sus discípulos se sentían perdidos en medio de la tempestad, mientras
bregaban con todas sus fuerzas, ha sido comparado muchas veces a ese silencio
de Dios en que parece, en ocasiones, como si estuviera ausente y despreocupado
ante las dificultades de los hombres y de la Iglesia.
Ante
situaciones similares, cuando la tempestad se nos echa encima, cuando los
esfuerzos parecen inútiles, debemos seguir el ejemplo de los Apóstoles y acudir
a Jesús con toda confianza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Sentiremos la
eficacia de su poder infinito y nos llenará de serenidad.
¿De
qué teméis, hombres de poca fe?, les dice a los suyos que se encuentran
angustiados y a punto de perecer. ¿Por qué teméis si Yo estoy con vosotros? Él
es la seguridad, la única seguridad verdadera. Basta estar con Él en su barca,
al alcance de su mirada, para vencer los miedos y las dificultades, los
momentos de oscuridad y de turbación, las pruebas, la incomprensión y las
tentaciones. La inseguridad aparece cuando se debilita la fe, y con la
debilidad llega la desconfianza: podríamos entonces olvidarnos de que cuando la
dificultad es mayor, más poderosa se manifiesta la ayuda del Señor, como sucede
siempre: al tratar de vivir en plenitud la propia vocación cristiana, en la
vida familiar, en el trabajo profesional..., en el apostolado.
Jesús
quiere vernos con paz y con serenidad en todos los momentos y circunstancias. No
temáis, soy yo, dice a sus discípulos atemorizados por las olas. Y en otra
ocasión: A vosotros, mis amigos, os digo: No temáis... Ya desde su entrada en
el mundo señaló cómo sería su presencia entre los hombres. El mensaje de la
Encarnación se abre precisamente con estas palabras: No temas, María. Y a San
José le dirá también el Angel del Señor: José, hijo de David, no temas; y a los
pastores les repetirá de nuevo: No tengáis miedo. No podemos andar atemorizados
por nada. El mismo santo temor de Dios es una forma de amor: es temor a
perderle.
La
plena confianza en Dios, con los medios humanos que sea necesario poner en cada
situación, da al cristiano una singular fortaleza y una especial serenidad ante
los acontecimientos y tribulaciones. La consideración frecuente a lo largo de
cada jornada de la filiación divina nos lleva a dirigirnos a Dios, no como a un
ser lejano, indiferente y frío que guarda silencio, sino como a un padre
pendiente de sus hijos. Le veremos como al Amigo que nunca falla y que está siempre
dispuesto a ayudar, y a perdonar si es preciso.
Junto a Él comprenderemos que
todas las tribulaciones y las dificultades resultan un bien para la criatura si
las sabemos aceptar con fe, si no nos separamos de Él. «¡Bienaventuradas
malaventuras de la tierra! -Pobreza, lágrimas, odios, injusticia,
deshonra...Todo lo podrás en Aquel que te confortará». Y Santa Teresa, con la
experiencia segura de los santos, nos ha dejado escrito: «Si tenéis confianza
en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo
que os falte nada». El Señor vela por los suyos, aun cuando parece que duerme.
III. Algunos cristianos, que
parecen seguir a Cristo si todo acontece según ellos desean, se alejan de Él
cuando más le necesitan: en la enfermedad del hijo, del marido, de la mujer,
del hermano...; cuando se hace presente la penuria económica, cuando duelen la
calumnia y la difamación y algunos amigos dan la espalda...; o si en la propia
vida interior se aleja el sentimiento gustoso que en otros momentos hacía fácil
la entrega y el apostolado, pero que ahora, quizá como una gracia muy
particular de Dios que purifica las intenciones y el corazón, desaparece y deja
paso a la sequedad y aun cierto desconsuelo.
Piensan que Dios no los oye o que
guarda silencio, como si Él fuera neutral o indiferente ante lo nuestro. Es
entonces precisamente cuando debemos decir a Jesús con más fuerza: ¡Señor,
sálvanos, que perecemos! Él nos oye siempre; espera quizá que recemos con más
intensidad y rectitud, y que nos abandonemos más en sus brazos fuertes.
En
cualquier tribulación, en las dificultades y tentaciones, debemos acudir
enseguida a Jesús. «Buscad el rostro de Aquel que habita siempre, con presencia
real y corporal, en su Iglesia. Haced, al menos, lo que hicieron los
discípulos. Tenían sólo una fe débil, no tenían una gran confianza ni paz, pero
por lo menos no se separaban de Cristo (...). No os defendáis de Él, antes
bien, cuando estéis en apuro acudid a Él, día tras día, pidiéndole
fervorosamente y con perseverancia aquellos favores que sólo Él puede otorgar.
Y así como en esta ocasión que nos narran los Evangelios, Él reprochó a sus
discípulos su falta de fe, pero hizo por ellos lo que le habían pedido, así,
aunque observe tanta falta de firmeza en vosotros, que no debía existir, se
dignará increpar a los vientos y al mar y dirá: "Paz, estad
tranquilos". Y habrá una gran calma»; el alma se llenará de serenidad en
medio de la tribulación.
Con
esta nueva paz que el Señor deja en nuestros corazones saldremos confiados a
luchar de nuevo en esas batallas de paz -las externas y las del alma-,
aceptaremos con alegría la contradicción que purifica y quedaremos más unidos a
Él. No olvidemos tampoco en esas circunstancias que el Señor ha puesto un Angel
a nuestro lado para que nos custodie, nos ayude y lleve nuestras oraciones con
más facilidad hasta Dios. «Cuando tengas alguna necesidad, alguna contradicción
-pequeña o grande-, invoca a tu Angel de la Guarda, para que la resuelva con
Jesús o te haga el servicio de que se trate en cada caso».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org
