LA SAL DESVIRTUADA
II. La verdadera piedad, los sentimientos y la
aridez espiritual.
III. Hemos de ser sal de la tierra.
Necesidad de la vida interior.
“Vosotros
sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya
no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres.
Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la
cima de un monte.
Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del
celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la
casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras
buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo
5,13 – 16).
I. El Señor dice a sus discípulos que son la sal de la tierra;
realizan en el mundo lo que la sal en los alimentos: los preserva de la
corrupción y los hace agradables y sabrosos al paladar. Pero la sal se puede
desvirtuar o corromper. Entonces es un estorbo. Es, junto al pecado, lo más
triste que le puede ocurrir a un cristiano: estar para dar luz a muchos y ser
oscuridad; ser un indicador del camino y estar tirado en el suelo; estar puesto
para ser fortaleza de muchos y no tener sino debilidad
.
La
tibieza es una enfermedad del alma que afecta a la inteligencia y a la
voluntad, y deja al cristiano sin fuerza apostólica y con una interioridad
triste y empobrecida. Comienza esta enfermedad por una voluntad debilitada, a
causa de frecuentes faltas y dejaciones culpables; entonces la inteligencia no
ve con claridad a Cristo en el horizonte de su vida: queda lejano por tanto
descuido en detalles de amor. La vida interior va sufriendo un cambio profundo:
no tiene ya como centro a Jesucristo; las prácticas de piedad quedan vacías de
contenido, sin alma y sin amor. Se hacen por rutina o costumbre, no por amor.
En este
estado se pierde la prontitud y la alegría en lo que a Dios se refiere, que son
características de un alma enamorada. Un cristiano tibio «está de vuelta», es
un «alma cansada» en el empeño por mejorar; Cristo está desdibujado en el
horizonte de su vida. El alma ve al Señor, en todo caso, como una figura
lejana, inconcreta, de rasgos poco definidos, quizá indiferente; y ya no
realiza las afirmaciones de generosidad de otros tiempos: se conforma con
menos.
Santo
Tomás señala como característico de este estado «una cierta tristeza, por la
que el hombre se vuelve tardo para realizar actos espirituales a causa del
esfuerzo que comportan». Las normas de piedad y de devoción son más una carga
mal soportada que un motor que empuja y ayuda a vencer las dificultades.
Son
muchos los cristianos sumidos en la tibieza, existe mucha sal desvirtuada.
Pensemos hoy en la oración si caminamos nosotros con la firmeza que Jesús nos
pide, si cuidamos la oración como el tesoro que permite que la vida interior no
se pare, si alimentamos nuestro amor. Pensemos si, ante las flaquezas y faltas
de correspondencia a la gracia, nacen con prontitud los actos de contrición que
reparan la brecha que había abierto el enemigo.
II. No se puede confundir el estado del alma tibia con la
aridez en los actos de piedad producida a veces por el cansancio o la
enfermedad, o por la pérdida del entusiasmo sensible. En estos casos, a pesar
de la sequedad, la voluntad está firme en el bien. El alma sabe que se encamina
directamente a Cristo, aunque esté pasando por un pedregal en el que no
encuentra una sola fuente y las piedras dañan sus piernas. Pero sabe dónde está
la cima, y se dirige derechamente allí, a pesar del cansancio y de la sed y del
mal terreno que pisa.
En la
aridez, aunque el alma no tenga ningún sentimiento y parezca trabajoso el trato
con Dios, permanece la verdadera devoción, que Santo Tomás de Aquino define
como la «voluntad decidida para entregarse a todo lo que pertenece al servicio
de Dios». Esta «voluntad decidida» se vuelve débil en el estado de tibieza:
tengo contra ti -dice el Señor- que has perdido el fervor de la primera
caridad, que has aflojado, que ya no me quieres como antes. La persona que
mantiene con empeño la oración aun en época de aridez, de falta de
sentimientos, se encuentra aquí como quien saca agua de un pozo, cubo a cubo:
una jaculatoria y otra, un acto de desagravio...
Es trabajoso y cuesta
esfuerzo, pero saca agua. En la tibieza, por el contrario, la imaginación anda
suelta, no se rechazan con empeño las distracciones voluntarias y prácticamente
se abandona la oración con la excusa de que no se saca fruto de ella. Sin
embargo, el verdadero trato con Dios, aun con aridez, si así el Señor lo
permite, siempre está lleno de frutos, en cualquier circunstancia, si existe
una voluntad recta y decidida de estar con Él.
Hemos
de recordar ahora, en la presencia de Dios, que la verdadera piedad no es
cuestión de sentimiento, aunque los afectos sensibles son buenos y pueden ser
de gran ayuda en la oración, y en toda la vida interior, porque son parte
importante de la naturaleza humana, tal como Dios la creó. Pero no deben ocupar
el primer lugar en la piedad; no son la parte principal de nuestras relaciones
con el Señor. El sentimiento es ayuda y nada más, porque la esencia de la
piedad no es el sentimiento, sino la voluntad decidida de servir a Dios, con
independencia de los estados del ánimo, ¡tan cambiante!, y de cualquier otra
circunstancia. En la piedad no debemos dejarnos llevar por el sentimiento sino
por la inteligencia, iluminada y ayudada por la fe. «Guiarme por el sentimiento
es dar la dirección de la casa al criado y hacer abdicar al dueño. No es malo
el sentimiento, sino la importancia que se le señala...».
La
tibieza es estéril, la sal desvirtuada no vale sino para tirarla fuera y que la
pisotee la gente. Por el contrario, la aridez puede ser señal positiva de que
el Señor desea purificar a ese alma.
III. Los hombres podemos ser causa de alegría o de tristeza, luz
u oscuridad, fuente de paz o de inquietud, fermento que esponja o peso muerto
que retrasa el camino de otros. Nuestro paso por la tierra no es indiferente:
ayudamos a otros a encontrar a Cristo o los separamos de Él; enriquecemos o
empobrecemos. Y nos encontramos a tantos amigos, compañeros de profesión,
familiares, vecinos..., que parecen ir como ciegos detrás de los bienes
materiales, que los alejan del verdadero Bien, Jesucristo.
Van
como perdidos. Y para que el guía de ciegos no sea también ciego no basta saber
de oídas, por referencias; para ayudar a quienes tratamos no basta un vago y
superficial conocimiento del camino. Es necesario andarlo, conocer los
obstáculos... Es preciso tener vida interior, trato personal diario con Jesús,
ir conociendo cada vez con más profundidad su doctrina, luchar con empeño por
superar los propios defectos. El apostolado nace de un gran amor a Cristo.
Los
primeros cristianos fueron verdadera sal de la tierra, y preservaron de la
corrupción a personas e instituciones, a la sociedad entera. ¿Qué ha ocurrido
en muchas naciones para que los cristianos den esa triste impresión de
incapacidad para frenar la ola de corrupción que irrumpe contra la familia, la
escuela, las instituciones...? Porque la fe sigue siendo la misma. Y Cristo
vive entre nosotros como antes, y su poder sigue siendo infinito, divino. «Sólo
la tibieza de tantos miles, millones de cristianos, explica que podamos ofrecer
al mundo el espectáculo de una cristiandad que consiente en su propio seno que
se propale todo tipo de herejías y barbaridades.
La
tibieza quita la fuerza y la fortaleza de la fe y es amiga, en lo personal y lo
colectivo, de las componendas y de los caminos cómodos». Existen muchas
realidades, en el terreno personal y en el público, que se hacen difíciles de
explicar si no tenemos en cuenta que la fe se ha dormido en muchos que tenían
que estar bien despiertos, vigilantes y atentos; y el amor se ha apagado en
tantos y tantos. En muchos ambientes, lo «normal cristiano» es lo tibio y
mediocre. En los primeros cristianos lo «normal» era lo «heroico de cada día»
y, cuando se presentaba, el martirio: la entrega de la propia vida en defensa
de su fe.
Cuando
el amor se enfría y la fe se adormece, la sal se desvirtúa y ya no sirve para
nada, es un verdadero estorbo, ¡Qué pena si un cristiano fuera un estorbo! La
tibieza es con frecuencia la causa de la ineficacia apostólica, pues entonces
lo poco que se realiza se convierte en una tarea sin garbo humano ni sobrenatural,
sin espíritu de sacrificio. Una fe apagada y con poco amor ni convence ni
encuentra la palabra oportuna que arrastra a los demás a un trato más profundo
e íntimo con Cristo.
Pidamos
fervientemente al Señor esa fuerza para reaccionar. Seremos sal de la tierra si
mantenemos diariamente un trato personal con el Señor, si nos acercamos cada
vez con más fe y amor a la Sagrada Eucaristía. El amor ha sido, y es, el motor
de la vida de los santos. Es la razón de ser de toda vida entregada a Dios. El
amor da alas para superar cualquier obstáculo personal o del ambiente. El amor
nos hace inconmovibles ante las contrariedades.
La
tibieza se detiene ante la más pequeña dificultad (una carta que debemos
escribir, una llamada, una visita, una conversación, la carencia de algunos
medios...): hace una montaña de un grano de arena. El amor de Dios, por el
contrario, hace un grano de arena de una montaña, transforma el alma, le da
nuevas luces y le abre horizontes nuevos, la hace capaz de más altos empeños y
de capacidades desconocidas. El amor no regatea esfuerzos, ni le falta la
alegría al llevarlos a cabo.
Al
terminar nuestra meditación, acudamos confiadamente a la Santísima Virgen,
modelo perfecto de la correspondencia amorosa a la vocación cristiana, para que
aparte eficazmente de nuestra alma toda sombra de tibieza. Y le pedimos también
a los Angeles Custodios que nos hagan ser diligentes en el servicio de Dios.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org