Amor a Dios
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| Dominio público |
Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al que
me ha enviado. Quien recibe a un profeta por ser profeta obtendrá recompensa de
profeta, y quien recibe a un justo por ser justo obtendrá recompensa de justo.
Y todo el que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos
pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa.» (Mateo 10, 37-42)
I. Jesús nos enseña en incontables
ocasiones que Dios ha de ser nuestro principal amor; a las criaturas debemos
amarlas de modo secundario y subordinado. En el Evangelio de la Misa nos
advierte, con palabras que no dejan lugar a dudas: Quien ama a su padre o a su
madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su hijo o a su hija más
que a Mí, no es digno de Mí.
Y aún más: Quien ame su vida, la
perderá; pero quien pierda su vida por Mí, la encontrará. Dios es únicamente
quien merece ser amado de un modo absoluto y sin condiciones; todo lo demás
debe serlo en la medida en que es amado por Dios.
El Señor nos enseña el auténtico amor y
nos pide que amemos a la familia y al prójimo, pero ni aun estos amores debemos
anteponerlos al amor de Dios, que ha de ocupar siempre el primer lugar. Amando
a Dios se enriquecen, crecen y se purifican los demás amores de la tierra, se
ensancha el corazón y se hace verdaderamente capaz de querer, superando las
barreras y reservas del egoísmo, presente siempre en cada criatura. Los amores
limpios de esta vida se elevan y ennoblecen aún más cuando se ama a Dios como
lo primero.
Para querer a Dios como Él pide es
necesario, además, perder la propia vida, la del hombre viejo. Es necesario
morir a las tendencias desordenadas que inclinan al pecado, morir a ese
egoísmo, a veces brutal, que lleva al hombre a buscarse sistemáticamente en
todo lo que hace. Dios quiere que conservemos lo sano y recto que tiene la
naturaleza humana, lo bueno y distinto de todo hombre: nada de lo positivo y
perfecto, de lo verdaderamente humano, se perderá. La vida de la gracia lo penetra
y lo eleva, enriqueciendo así la personalidad del cristiano que ama a Dios. El
hombre, cuanto más muere a su yo egoísta, más humano se vuelve y está más
dispuesto para la vida sobrenatural.
El cristiano que lucha por negarse a sí
mismo encuentra una nueva vida, la de Jesús. Respetando lo propio de cada uno,
la gracia nos transforma para adquirir los mismos sentimientos que Cristo tiene
sobre los hombres y los acontecimientos; vamos imitando sus obras, de tal
manera que nace un nuevo modo de actuar, sencillo y natural, que mueve a las
gentes a ser mejores; nos llenamos de los mismos deseos de Cristo: cumplir la
voluntad del Padre, que es expresión clara del amor. El cristiano se identifica
con Jesús, conservando su propio modo de ser, en la medida en que, con la ayuda
de la gracia, se va despojando de sí mismo: tengo deseos de disolverme para
estar con Cristo, exclamaba San Pablo.
El amor a Dios no puede darse por
supuesto; si no se cuida, muere. Si, por el contrario, nuestra voluntad se
mantiene firme en Él, las mismas dificultades lo encienden y fortalecen. El
amor a Dios se alimenta en la oración y en los sacramentos, en la lucha contra
los defectos, en el esfuerzo por mantener viva su presencia a lo largo del día
mientras trabajamos, en las relaciones con los demás, en el descanso... La
Sagrada Eucaristía debe ser especialmente la fuente donde se sacie y se
fortalezca nuestro amor al Señor. Amar es, en cierto modo, poseer ya el Cielo
aquí en la tierra.
II. Por la elevación al orden de la gracia,
el cristiano ama con el mismo amor de Dios, que se le da como don inefable.
Ésta es la esencia de la caridad, que se recibe en el Bautismo y que el
cristiano puede disponerse a incrementar con la oración, los sacramentos y el
ejercicio de las buenas obras.
Infundido en el alma del cristiano, este
amor «debe ser la regla de todas las acciones. Del mismo modo que los objetos
que construimos se consideran correctos y ultimados si se ajustan al proyecto
trazado previamente, también cualquier acción humana será recta y virtuosa
cuando concuerde con la regla divina del amor; y si se aparta de ella, no será
buena ni perfecta». Para que todas nuestras obras puedan ser pesadas y medidas
por esa regla, el alma en gracia no recibe el amor divino como algo extraño. La
caridad no destruye, sino que ordena, imprimiendo esa unidad del querer tan
propia del amor de Dios. Para esto perfecciona y eleva nuestra voluntad.
La caridad, con la que amamos a Dios y
en Dios al prójimo, fructifica en la medida en que se pone en ejercicio: cuanto
más se ama, más capacidad tenemos para amar. «Y si lo que ama no lo posee
totalmente, tanto sufre cuanto le falta por poseer (...). Mientras esto no
llega, está el alma como en un vaso vacío que espera estar lleno; como el que
tiene hambre y desea la comida; como el enfermo que llora por su salud; y como
el que está colgado en el aire y no tiene dónde apoyarse».
No hay tasa ni medida para amar a Dios.
Él espera ser amado con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente.
Siempre podrá crecer el amor a Dios; Él dice a sus hijos, a cada uno en
particular: Con amor eterno te amé; por eso, compadecido de ti, te atraje a Mí.
Pidamos al Señor que nos persuada de
esta realidad: sólo hay un amor absoluto, que es la fuente de todos los amores
rectos y nobles. Y aquel que ama a Dios, es quien mejor y más ama a sus
criaturas, a todas; a algunas «es fácil amarlas; a otras, es difícil: no son
simpáticas, nos han ofendido o hecho mal; sólo si amo a Dios en serio, llego a
amarlas en cuanto hijas de Dios y porque Él me lo manda. Jesús ha fijado
también cómo amar al prójimo, esto es, no sólo con el sentimiento, sino con los
hechos: (...) tenía hambre en la persona de mis hermanos más pequeños, ¿me
habéis dado de comer? ¿Me habéis visitado cuando estaba enfermo?». ¿Me
ayudasteis a llevar las cargas cuando eran demasiado pesadas para llevarlas Yo
solo?
Amar al prójimo en Dios no es amarlo
mediante un rodeo: el amor a Dios es un atajo para llegar a nuestros hermanos.
Sólo en Dios podemos entender de verdad a los hombres todos, comprenderlos y
quererlos, aun en medio de sus errores y de los nuestros, y de aquello que
humanamente tendería a separarnos de ellos o a pasar a su lado con
indiferencia.
III. Nuestro amor a Dios sólo es respuesta
al suyo, pues Él nos amó primero, y es el amor que Dios pone en nuestra alma
para que podamos amar. Por eso le rogamos: Dame, Señor, el amor con el que
quieres que te ame.
Correspondemos al amor de Dios cuando
queremos a los demás, cuando vemos en ellos la dignidad propia de la persona
humana, hecha a imagen y semejanza de Dios, creada con un alma inmortal y
destinada a dar gloria a Dios por toda la eternidad. Amar es acercarse a ese
hombre herido que cada día está en nuestro mismo camino, vendarle las heridas,
atenderle y cuidar de él en todo; esmerarse de modo particular en acercarle al
Señor, pues la lejanía de Dios es siempre el mayor de los males, el que pide
más atención, el más urgente. El apostolado es una magnífica señal de que
amamos a Dios y camino para amarle más.
El amor se manifiesta en muchas
ocasiones en ser agradecidos. Cuando el Señor, después de haber expuesto la
parábola de los deudores, pregunta a Simón el Fariseo: ¿Cuál de los dos amará
más a quien les prestó el dinero?, utiliza el verbo amar como sinónimo de estar
agradecido, y nos descubre así la esencia del afecto que los hombres deben a su
principal acreedor, Dios. La etimología nos desvela también el hondo sentido de
la Eucaristía, que no es otra cosa que hacimiento de gracias por ese don del
amor que ella misma nos concede.
Correspondemos al amor de Dios cuando
luchamos contra lo que nos aparta de Él. Es necesario pelear cada día, aunque
sea en pequeñas cosas, porque siempre encontraremos barreras que intentarán
separarnos de Dios: defectos de carácter, egoísmos, pereza que impide acabar
bien el trabajo...
Amamos a Dios cuando convertimos la vida
en una incesante búsqueda de Él. Se ha dicho que no sólo no busca Dios a los
hombres, sino que sabe ocultarse para que nosotros le busquemos. Lo encontramos
en el trabajo, en la familia, en las alegrías y en el dolor... Implora nuestro
afecto, y no sólo pone en nuestro corazón el deseo de buscarle, sino que nos
anima constantemente a ello. ¡Si pudiéramos comprender el amor que Dios nos
tiene! Si pudiéramos decir como San Juan: nosotros hemos conocido y creído en
el amor que Dios nos tiene, todo nos resultaría más fácil y sencillo.
En esto hemos de convertir toda nuestra
vida: en una búsqueda constante de Jesús, en las horas buenas y en las que
parecen malas, en el trabajo y en el descanso, en la calle y en medio de la
familia. Esta empresa, la única que da sentido a las demás, no podemos llevarla
a cabo solos. Acudimos a Santa María, y le decimos: «No me dejes, ¡Madre!: haz
que busque a tu Hijo; haz que encuentre a tu Hijo; haz que ame a tu Hijo...
¡con todo mi ser! -Acuérdate, Señora, acuérdate». Enséñame a tenerle como el
primer Amor, Aquel que amo en Sí mismo y de modo absoluto, por encima de los
demás amores.
«¿Qué soy yo para Ti, oh Señor, para que
mandes que te ame, y si no lo hago te enojes conmigo y me amenaces con grandes
miserias? ¿Es acaso pequeña la miseria de no amarte?».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org
