¿POR QUÉ LA CRUZ?
![]() |
Foto: Pexels / Cottonbro Studio. Dominio público |
Pero
¿cómo hacer comprender esta palabra a una sociedad, como la nuestra, que opone
el placer? Partamos de una constatación. En esta vida, placer y dolor se suceden con la misma regularidad con la que a la
elevación de una ola en el mar le sigue una depresión y un vacío capaz de
succionar a quien intenta alcanzar la orilla.
El hombre
busca desesperadamente separar a esta especie de hermanos siameses, de aislar
el placer del dolor. A veces se hace ilusiones de haberlo logrado, pero por
poco tiempo. El dolor está ahí, como una bebida embriagadora que, con el
tiempo, se transforma en veneno.
Es el mismo placer desordenado que se retuerce contra nosotros y se
transforma en sufrimiento. Y esto, o repentina y trágicamente, o un poco cada
vez, en cuanto que no dura mucho y genera hartura y hastío. Es una lección que
nos viene de la crónica diaria, si la sabemos leer, y que el hombre ha
representado en mil formas en su arte y en su literatura. «Un no sé qué de
amargo surge de lo íntimo de cada placer y nos angustia incluso en medio de las
delicias», escribió el poeta pagano Lucrecio.
El placer en sí mismo es engañoso porque promete lo que no puede dar. Antes de ser saboreado, parece ofrecerte el
infinito y la eternidad; pero, una vez que ha pasado, te encuentras con nada en
la mano.
La Iglesia dice tener una respuesta a este que es
el verdadero drama de la existencia humana. Ha habido, desde el inicio, una
elección del hombre, hecha posible por su libertad, que le ha llevado a
orientar exclusivamente hacia las cosas visibles ese deseo y esa capacidad de
gozo de la que había sido dotado para que aspirara a gozar del bien infinito que es Dios. Al placer, elegido contra la ley de Dios y simbolizado por Adán y Eva que prueban del fruto prohibido, Dios ha permitido que
le siguieran el dolor y la muerte, más como remedio que como castigo.
Para que
no ocurriera que, siguiendo a rienda suelta su egoísmo y su instinto, el hombre
se destruyera del todo a sí mismo y a su prójimo. (¡Hoy, con la droga y las
consecuencias de ciertos desórdenes sexuales, vemos cómo es posible destruir la
propia vida por el placer de un instante!). Así al placer vemos que se le adhiere, como su sombra, el sufrimiento.
Cristo por fin ha roto esta cadena. Él, «en lugar
del gozo que se le proponía, soportó la cruz» (Hb 12, 2). Hizo, en resumen, lo
contrario de lo que hizo Adán y de lo que hace cada hombre. Resurgiendo de la
muerte, Él inauguró un nuevo tipo de placer: el que no precede al dolor, como su causa, sino que le sigue como su
fruto; el que halla en la cruz su fuente y su esperanza de no
acabar ni siquiera con la muerte.
Y no sólo el placer puramente espiritual, sino todo placer honesto, también el que el hombre y la mujer experimentan
en el don recíproco, en la generación de la vida y al ver crecer a los propios
hijos o nietos, el placer del arte y de la creatividad, de la belleza, de la
amistad, del trabajo felizmente llevado a término. Todo gozo. La diferencia
esencial es que es el placer en este caso, no el sufrimiento, el que tiene la
última palabra.
¿Qué hacer entonces? No se trata de ir en busca del sufrimiento, sino de acoger
con ánimo nuevo el que hay en la vida. Podemos comportarnos con la cruz como la vela
con el viento. Si lo toma por el lado adecuado, el viento la hincha e impulsa
la barca por las olas; si en cambio la vela se atraviesa, el viento parte el
mástil y vuelca todo. Bien tomada, la cruz nos
conduce; mal tomada, nos aplasta.
Por
Raniero Cantalamessa
Fuente :
Homilética