Quien gasta y desgasta su vida por amor de Dios y de
los demás alcanza una plenitud indescriptible, la plenitud del amor gratuito
En el
evangelio de este domingo, Jesús se presenta con la exigencia radical de ser amado
por encima de todo: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es
digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de
mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que
encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará»
(M7 10,37-39).
El amor a Jesús debe estar por encima de cualquier otro amor,
hasta el punto de llegar a dar la vida por él.
Si lo
pensamos bien, esta radicalidad del amor que pide Jesús para sí, es semejante a
la que el hombre solicita. No nos contentamos con ser amados a medias, ni
toleramos un amor que se reserve zonas privadas. Queremos la entrega total, la
sinceridad de la donación, la exclusividad de ser amados como únicos. Incluso
cuando la familia interfiere en las relaciones conyugales o de simple amistad,
nos sentimos amenazados es la totalidad que deseamos. Quiere decir que el amor
es una pasión radical, que exige la total entrega.
Las
pretensiones de Jesús tienen, pues, en común con las nuestras muchos aspectos.
Sin embargo, alcanzan una cima que el hombre no puede exigir, por la sencilla
razón de que no puede corresponder sin la ayuda de la gracia. La exigencias de
Jesús tienen un estribillo que dan la clave de su singularidad. Si no amamos
como él pide, no somos «dignos de él». ¿A qué se refiere con esta expresión? En
una relación entre iguales, esta afirmación parecería una autovaloración
inaceptable. En el plano de la dignidad todos somos iguales, a no ser que
valoremos a la persona por su valía social, económica, intelectual o de simple
prestigio.
Cuando Jesús
habla de ser «digno de él» se sitúa en lo que ha hecho gratuitamente por
nosotros antes incluso de que nosotros demos un paso hacia él. San Juan nos lo
ha dicho muy claramente: «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Y no de cualquier
manera. El apóstol se refiere a la entrega radical que Dios nos ha hecho
dándonos a Cristo, siendo nosotros pecadores, como también dice san Pablo. La
precedencia en el amor consiste en que Dios ha roto la barrera que le separaba
del hombre cuando éste, al pecar, se apartó definitivamente de Dios. La
redención de Cristo es la eliminación de esa barrera: Dios se ha vaciado de sí
para salir al encuentro del hombre, ha tomado nuestra pobre condición y ha
compartido la vida con nosotros hasta la muerte de cruz. Es el amor hasta el
fin, hasta la consumación.
Por eso, para
ser «dignos» de Cristo, debemos colocarlo en la primera escala de nuestros
valores, antes que cualquier otra relación de amor humano, incluso del amor a
nosotros mismos que suele arrastrarnos hacia el egoísmo. Así se explica lo que
dice sobre la cruz: «el que no carga con su cruz y me sigue no es digno de mí».
La cruz ha marcado para siempre el amor de Jesús hacia nosotros. Es el
distintivo de su entrega radical hasta la muerte por amor.
Aquí sí
podemos imitarle acogiendo la cruz de cada día como una forma expresiva del
amor. Y, en este contexto, entendemos sus palabras: «El que encuentre su vida
la perderá, el que pierda su vida por mí la encontrará». Esta especie de
paradoja nos recuerda algo que es ley de vida en el orden humano: cuanto el
hombre más se da a los demás, mas se encuentra a sí mismo y más fecundidad
despliega; por el contrario, cuanto más se reserva para sí mismo y busca
asegurarse su propia vida, más se esteriliza y fracasa en el amor. Termina
amándose sólo a sí mismo.
En el plano
sobrenatural sucede lo mismo: quien gasta y desgasta su vida por amor de Dios y
de los demás alcanza una plenitud indescriptible, la plenitud del amor
gratuito.
+ César Franco
Obispo de Segovia.