El Espíritu es el amor de
Dios derramado en nuestros corazones para que la Iglesia sea como un sacramento
de unidad entre Dios y los hombres
La
fiesta de Pentecostés era la segunda fiesta de peregrinación del pueblo judío.
Se la denominaba «la fiesta de las semanas», porque se celebraba siete semanas
después de la Pascua. Se llevaba como ofrenda dos panes fermentados y ramos de
espigas, frutos de la cosecha, en recuerdo de sus orígenes como fiesta de la
siega.
La venida del Espíritu tiene mucho de Pascua y de cosecha. De
Pascua, porque el Espíritu nos viene de Cristo muerto y resucitado. Cuando
Jesús muere, Marcos dice escuetamente que «expiró»; Juan matiza: «entregó el
espíritu». El agua que brota del costado abierto de Cristo es el símbolo del
Espíritu, el agua viva que promete a la samaritana, y que podrán beber todos
los que tengan sed y deseen creer en él.
Cuando
Jesús resucitado se aparece a los apóstoles —como dice hoy el evangelio— les
muestra las llagas de su pasión y les otorga la paz. Después realiza un gesto
que recuerda lo que hizo Dios en la creación: sopló sobre ellos —Dios sopló
sobre el barro de Adán— y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les
perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les
quedan retenidos».
Sin el perdón de los pecados es imposible la paz. Por eso,
Jesús, inicia la nueva creación con su muerte y resurrección y con el don del
Espíritu Santo. Esta es la cosecha de la Pascua, la gracia del perdón.
Esta acción de Jesús en el cenáculo con los apóstoles se hace
visible a todos los pueblos en Pentecostés. La presencia del Espíritu se
manifiesta con fuerza en el viento impetuoso que llena la casa donde estaban y
en las llamaradas de fuego que se repartían, en forma de lenguas, sobre sus
cabezas. El viento y el fuego son figura del Espíritu. Viento y espíritu se
dicen con la misma palabra hebrea. En cuanto al fuego, baste recordar lo que
dice Juan Bautista de Jesús: «Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Mt
3,11). Esto sucede en Pentecostés
.
Jesús consuma su tarea bautizando, desde el Padre, a quienes son llamados a
expandir su fuego por toda la tierra para que arda en el amor de Dios; los
llamados a comunicar en todas las lenguas el Evangelio de la gracia; los
enviados a transmitir, gracias al Soplo de Cristo, el perdón que reconcilia y
une a todos los hombres en una humanidad recreada. Pentecostés, como bien se ha
dicho, es el acontecimiento definitivo de la gracia. Si en la cruz Jesús
entrega su espíritu, y en la Pascua insufla aliento de vida en los apóstoles,
en Pentecostés congrega a todas las naciones para que participen en los frutos
de su entrega al Padre y a los hombres.
Es hermoso imaginar que todos los pueblos conocidos entonces se
dan cita en Jerusalén, lugar de la universalidad, donde nace la «Católica», la
que no deja a nadie fuera de su salvación. En Pentecostés el pueblo judío venía
a Jerusalén peregrinando. Ahora vienen todos los pueblos que representan el
mundo conocido, escuchan todos las maravillas de Dios en su propia lengua, y se
convierten en una humanidad unida sin perder sus diferencias. Pentecostés es el
contra-Babel. Lo opuesto a la confusión y disgregación que produce el pecado
del hombre.
Es
la unidad consumada por el Espíritu que hace de quienes lo reciben o beben de
él, como agua viva, un solo cuerpo de Cristo donde no existen divisiones. Por
eso los pecados contra la unidad de la Iglesia, las divisiones y cismas, son
pecados contra el Espíritu de la unidad que nos permite aportar cada uno
nuestro propio don o carisma al conjunto del Cuerpo de Cristo. Dicho de otra
manera: El Espíritu es el amor de Dios derramado en nuestros corazones para que
la Iglesia sea como un sacramento de unidad entre Dios y los hombres.
+ César Franco
Obispo de Segovia.