Fueron tantos sus milagros y tan grande su fama, que el Papa lo declaró santo a los 36 años de haber muerto, en 1455
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Así
lo fueron haciendo amar el dar ayudas a los necesitados. Lo enseñaron a hacer
una mortificación cada viernes en recuerdo de la Pasión de Cristo, y cada
sábado en honor de la Virgen Santísima. Estas costumbres las ejercitó durante
toda su vida.
Se
hizo religioso en la Comunidad de los Padres Dominicos y, por su gran
inteligencia, a los 21 años ya era profesor de filosofía en la universidad.
Durante
su juventud el demonio lo asaltó con violentas tentaciones y, además, como era
extraordinariamente bien parecido, varias mujeres de dudosa conducta se
enamoraron de él y como no les hizo caso a sus zalamerías, le inventaron
terribles calumnias contra su buena fama. Todo esto lo fue haciendo fuerte para
soportar las pruebas que le iban a llegar después.
Siendo
un simple diácono lo enviaron a predicar a Barcelona. La ciudad estaba pasando
por un período de hambre y los barcos portadores de alimentos no llegaban.
Entonces Vicente en un sermón anunció una tarde que esa misma noche llegarían
los barcos con los alimentos tan deseados. Al volver a su convento, el superior
lo regañó por dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía estar seguro
de que iban a suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y al día siguiente
el pueblo se dirigió hacia el convento a aclamar a Vicente, el predicador. Los
superiores tuvieron que trasladarlo a otra ciudad para evitar desórdenes.
Vicente
estaba muy angustiado porque la Iglesia Católica estaba dividida entre dos
Papas y había muchísima desunión. De tanto afán se enfermó y estuvo a punto de
morir. Pero una noche se le apareció Nuestro Señor Jesucristo, acompañado de
San Francisco y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de dedicarse a
predicar por ciudades, pueblos, campos y países. Y Vicente recuperó
inmediatamente su salud
En
adelante por 30 años, Vicente recorre el norte de España, y el sur de Francia,
el norte de Italia, y el país de Suiza, predicando incansablemente, con enormes
frutos espirituales.
Los
primeros convertidos fueron judíos y moros. Dicen que convirtió más de 10,000
judíos y otros tantos musulmanes o moros en España. Y esto es admirable porque
no hay gente más difícil de convertirse al catolicismo que un judío o un
musulmán.
Las
multitudes se apiñaban para escucharle, donde quiera que él llegaba. Tenía que
predicar en campos abiertos porque las gentes no cabían en los templos. Su voz
sonora, poderosa y llena de agradables matices y modulaciones y su
pronunciación sumamente cuidadosa, permitían oírle y entenderle a más de una
cuadra de distancia.
Sus
sermones duraban casi siempre más de dos horas (un sermón suyo de las Siete
Palabras en un Viernes Santo duró seis horas), pero los oyentes no se cansaban
ni se aburrían porque sabía hablar con tal emoción y de temas tan propios para
esas gentes, y con frases tan propias de la S. Biblia, que a cada uno le
parecía que el sermón había sido compuesto para él mismo en persona.
Antes
de predicar rezaba por cinco o más horas para pedir a Dios la eficacia de la
palabra, y conseguir que sus oyentes se transformaran al oírle. Dormía en el
puro suelo, ayunaba frecuentemente y se trasladaba a pie de una ciudad a otra
(los últimos años se enfermó de una pierna y se trasladaba cabalgando en un
burrito).
En
aquel tiempo había predicadores que lo que buscaban era agradar a los oídos y
componían sermones rimbombantes que no convertían a nadie. En cambio a San
Vicente lo que le interesaba no era lucirse sino convertir a los pecadores. Y
su predicación conmovía hasta a los más fríos e indiferentes. Su poderosa voz
llegaba hasta lo más profundo del alma.
En pleno sermón se oían gritos de
pecadores pidiendo perdón a Dios, y a cada rato caían personas desmayadas de
tanta emoción. gentes que siempre habían odiado, hacían las paces y se
abrazaban. Pecadores endurecidos en sus vicios pedían confesores. El santo
tenía que llevar consigo una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a
los penitentes arrepentidos. Hasta 15,000 personas se reunían en los campos
abiertos, para oírle.
Después
de sus predicaciones lo seguían dos grandes procesiones: una de hombres
convertidos, rezando y llorando, alrededor de una imagen de Cristo Crucificado;
y otra de mujeres alabando a Dios, alrededor de una imagen de la Santísima
Virgen. Estos dos grupos lo acompañaban hasta el próximo pueblo a donde el
santo iba a predicar, y allí le ayudaban a organizar aquella misión y con su
buen ejemplo conmovían a los demás.
Como
la gente se lanzaba hacia él para tocarlo y quitarle pedacitos de su hábito
para llevarlos como reliquias, tenía que pasar por entre las multitudes,
rodeado de un grupo de hombres encerrándolo y protegiéndolo entre maderos y
tablas. El santo pasaba saludando a todos con su sonrisa franca y su mirada
penetrante que llegaba hasta el alma.
Las
gentes se quedaban admiradas al ver que después de sus predicaciones se
disminuían enormemente las borracheras y la costumbre de hablar cosas malas, y
las mujeres dejaban ciertas modas escandalosas o adornos que demostraban
demasiada vanidad y gusto de aparecer. Y hay un dato curioso: siendo tan fuerte
su modo de predicar y atacando tan duramente al pecado y al vicio, sin embargo
las muchedumbres le escuchaban con gusto porque notaban el gran provecho que
obtenían al oírle sus sermones.
Vicente
fustigaba sin miedo las malas costumbres, que son la causa de tantos males.
Invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos de la confesión y de
la comunión. Hablaba de la sublimidad de la Santa Misa. Insistía en la grave
obligación de cumplir el mandamiento de Santificar las fiestas. Insistía en la
gravedad del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del Juicio
de Dios, y del cielo y del infierno que nos esperan. Y lo hacía con tanta
emoción que frecuentemente tenía que suspender por varios minutos su sermón
porque el griterío del pueblo pidiendo perdón a Dios, era inmenso.
Pero
el tema en que más insistía este santo predicador era el Juicio de Dios que
espera a todo pecador. La gente lo llamaba "El ángel del
Apocalipsis", porque continuamente recordaba a las gentes lo que el libro
del Apocalipsis enseña acerca del Juicio Final que nos espera a todos. El
repetía sin cansarse aquel aviso de Jesús: "He aquí que vengo, y traigo
conmigo mi salario. Y le daré a cada uno según hayan sido sus obras"
(Apocalipsis 22,12). Hasta los más empecatados y alejados de la religión se
conmovían al oírle anunciar el Juicio Final, donde "Los que han hecho el
bien, irán a la gloria eterna y los que se decidieron a hacer el mal, irán a la
eterna condenación" (San Juan 5, 29).
Los
milagros acompañaron a San Vicente en toda su predicación. Y uno de ellos era
el hacerse entender en otros idiomas, siendo que él solamente hablaba su lengua
materna y el latín. Y sucedía frecuentemente que las gentes de otros países le
entendían perfectamente como si les estuviera hablando en su propio idioma. Era
como la repetición del milagro que sucedió en Jerusalén el día de Pentecostés,
cuando al llegar el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, las gentes de
18 países escuchaban a los apóstoles cada uno en su propio idioma, siendo que
ellos solamente les hablaban en el idioma de Israel.
San
Vicente se mantuvo humilde a pesar de la enorme fama y de la gran popularidad
que le acompañaban, y de las muchas alabanzas que le daban en todas partes.
Decía que su vida no había sido sino una cadena interminable de pecados.
Repetía: "Mi cuerpo y mi alma no son sino una pura llaga de pecados. Todo
en mí tiene la fetidez de mis culpas". Así son los santos. Grandes ante la
gente de la tierra pero se sienten muy pequeñitos ante la presencia de Dios que
todo lo sabe.
Los
últimos años, ya lleno de enfermedades, lo tenían que ayudar a subir al sitio
donde iba a predicar. Pero apenas empezaba la predicación se transformaba, se
le olvidaban sus enfermedades y predicaba con el fervor y la emoción de sus
primeros años. Era como un milagro. Durante el sermón no parecía viejo ni
enfermo sino lleno de juventud y de entusiasmo. Y su entusiasmo era contagioso.
Murió en plena actividad misionera, el Miércoles de Ceniza, 5 de abril del año
1419. Fueron tantos sus milagros y tan grande su fama, que el Papa lo declaró
santo a los 36 años de haber muerto, en 1455.
El
santo regalaba a las señoras que peleaban mucho con su marido, un frasquito con
agua bendita y les recomendaba: "Cuando su esposo empiece a insultarle,
échese un poco de esta agua a la boca y no se la pase mientras el otro no deje
de ofenderla". Y esta famosa "agua de Fray Vicente" producía
efectos maravillosos porque como la mujer no le podía contestar al marido, no
había peleas. Ojalá que en muchos de nuestros hogares se volviera a esta bella
costumbre de callar mientras el otro ofende. Porque lo que produce la pelea no
es la palabra ofensiva que se oye, si no la palabra ofensiva que se responde.
Fuente: EWTN