Cuando decimos que la
resurrección de Cristo inaugura la nueva creación, afirmamos no sólo la vida
más allá de la muerte, sino la transformación de este mundo creado que un día
alcanzará toda su belleza y plenitud cuando los muertos resuciten
La Pascua de resurrección no es
una fiesta más en el calendario litúrgico. Es la fiesta por excelencia. Sin la
resurrección de Cristo no hay cristianismo. Sin la resurrección de nuestro
cuerpo la fe cristiana se desvirtúa por completo.
Cuando asistimos a las
exequias de un cristiano, percibimos enseguida que la Iglesia proclama que los
restos mortales del difunto resucitarán en el día final. Esta convicción la ha
recibido de la Tradición que se remonta a Jesús y a los apóstoles.
Nuestro cuerpo no es un apéndice
del que se puede prescindir. Es parte sustantiva de nuestro ser. Por eso, en
las exequias se honra al cadáver con el incienso porque recibirá la gloria de
la resurrección, a semejanza del cuerpo resucitado de Cristo.
Al morir, el alma separada del cuerpo vive en la inmortalidad. Creada por Dios, vuelve a Dios y se somete a su juicio. El cuerpo —o, mejor dicho, el cadáver— espera la resurrección en que se unirá al alma para vivir su mismo destino. Este tiempo de separación, que la teología llama escatología intermedia, es un misterio que no llegamos a comprender porque la vida humana se sustenta en la unidad de cuerpo y alma, y no tenemos experiencia de cómo el alma puede vivir separada del cuerpo.
Este misterio también se dio en
Cristo, paradigma de lo que sucede al hombre. Su alma, separada del cuerpo,
descendió al lugar de los justos para proclamar la salvación realizada en su
muerte. Su cuerpo permaneció en el sepulcro, unido como el alma a su divinidad,
esperando el momento de la unión en la resurrección.
En la resurrección de Cristo, su cuerpo resucita del sepulcro, venciendo así a la muerte. La fe cristiana es clara a este respecto: se trata de la resurrección de la carne realizada ya en Jesús. En él los muertos resucitarán. La Pascua de resurrección es, para entendernos, la nueva creación en la que Dios renueva todas las cosas, empezando con nuestra propia carne. El Cristo que sale del sepulcro es el mismo que tomó carne en el seno de María, el mismo que padeció la muerte y recibió sepultura.
Ese Cristo volvió al Padre y se
sentó a su derecha, es decir, recibió la misma gloria de Dios, la que tenía
junto a él desde la eternidad, pero ahora compartida con nuestra carne. Por
eso, puede decir san Pablo que Cristo «nos ha sentado en el cielo con él» (Ef 2,6).
Esta frase tan atrevida no se explicaría si nuestra carne no estuviera llamada
a la misma gloria del resucitado.
Cuando decimos que la resurrección
de Cristo inaugura la nueva creación, afirmamos no sólo la vida más allá de la
muerte, sino la transformación de este mundo creado que un día alcanzará toda
su belleza y plenitud cuando los muertos resuciten. Negar la resurrección de la
carne es el mayor desprecio que podemos infligir a nuestro cuerpo, creado para
la gloria, y, en definitiva, supone negar la resurrección de Cristo, porque «si
los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y, si Cristo no ha
resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados» (1
Cor 15,16-17).
Vivamos, pues, la Pascua de
resurrección con alegría desbordante. No hay mejor noticia que ésta. Un notable
académico de la lengua dice a los cristianos: «Católicos, no os dejéis
arrebatar la Gloria de la carne […] Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la
mayor esperanza que se pueda concebir y sólo cabe en una religión cuyo Dios se
dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna
de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los
hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más,
porque también sufre más el dolor».
+ César Franco
Obispo de Segovia.