En más de 30 años que Francisca vivió con su esposo, observó una conducta verdaderamente edificante. Tuvo tres hijos a los cuales se esmeró por educar muy religiosamente. Dos de ellos murieron muy jóvenes
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Francisca
nació en Roma en el año 1384. Y en cada año, el 9 de marzo, llegan cantidades
de peregrinos a visitar su tumba en el Templo que a ella se le ha consagrado en
Roma y a visitar el convento que ella fundó allí mismo y que se llama
"Torre de los Espejos".
Sus
padres eran sumamente ricos y muy creyentes (quedarán después en la miseria en
una guerra por defender al Sumo Pontífice) y la niña creció en medio de todas
las comodidades, pero muy bien instruida en la religión. Desde muy pequeñita su
mayor deseo fue ser religiosa, pero los papás no aceptaron esa vocación sino
que le consiguieron un novio de una familia muy rica y con él la hicieron
casar.
Francisca,
aunque amaba inmensamente a su esposo, sentía la nostalgia de no poder dedicar
su vida a la oración y a la contemplación, en la vida religiosa. Un día su
cuñada, llamada Vannossa, la vio llorando y le preguntó la razón de su
tristeza. Francisca le contó que ella sentía una inmensa inclinación hacia la
vida religiosa pero que sus padres la habían obligado a formar un hogar.
Entonces
la cuñada le dijo que a ella le sucedía lo mismo, y le propuso que se dedicaran
a las dos vocaciones: ser unas excelentes madres de familia, y a la vez,
dedicar todos los ratos libres a ayudar a los pobre y enfermos, como si fueran
dos religiosas. Y así lo hicieron. Con el consentimiento de sus esposos,
Francisca y Vannossa se dedicaron a visitar hospitales y a instruir gente
ignorante y a socorrer pobres.
La
suegra quería oponerse a todo esto, pero los dos maridos al ver que ellas en el
hogar eran tan cuidadosas y tan cariñosas, les permitieron seguir en esta
caritativa acción. Pronto Francisca empezó a ganarse la simpatía de las gentes
de Roma por su gran caridad para con los enfermos y los pobres. Ella tuvo
siempre la cualidad especialísima de hacerse querer por la gente. Fue un don
que le concedió el Espíritu Santo.
En
más de 30 años que Francisca vivió con su esposo, observó una conducta
verdaderamente edificante. Tuvo tres hijos a los cuales se esmeró por educar
muy religiosamente. Dos de ellos murieron muy jóvenes, y al tercero lo guió
siempre, aun después de que él se casó, por el camino de todas las virtudes.
A
Francisca le agradaba mucho dedicarse a la oración, pero le sucedió muchas
veces que estando orando la llamó su marido para que la ayudara en algún
oficio, y ella suspendía inmediatamente su oración y se iba a colaborar en lo
que era necesario. Veces hubo que tuvo que suspender cinco veces seguidas una
oración, y lo hizo prontamente. Ella repetía: "Muy buena es la oración,
pero la mujer casada tiene que concederles enorme importancia a sus deberes
caseros".
Dios
permitió que a esta santa mujer le llegaran las más desesperantes tentaciones.
Y a todas resistió dedicándose a la oración y a la mortificación y a las buenas
lecturas, y a estar siempre muy ocupada. Su familia, que había sido sumamente
rica, se vio despojada su sus bienes en una terrible guerra civil. Como su
esposo era partidario y defensor del Sumo Pontífice, y en la guerra ganaron los
enemigos del Papa, su familia fue despojada de sus fincas y palacios. Francisca
tuvo que irse a vivir a una casona vieja, y dedicarse a pedir limosna de puerta
en puerta para ayudar a los enfermos de su hospital. Y además de todo esto le
llegaron muy dolorosas enfermedades que le hicieron padecer por años y años.
Ella sabía muy bien que estaba cosechando premios para el cielo.
Su
hijo se casó con una muchacha muy bonita pero terriblemente malgeniada y
criticona. Esta mujer se dedicó a atormentarle la vida a Francisca y a burlarse
de todo lo que la santa hacía y decía. Ella soportaba todo en silencio y con
gran paciencia. Pero de pronto la nuera cayó gravemente enferma y entonces
Francisca se dedicó a asistirla con una caridad impresionantemente exquisita.
La joven se curó de la enfermedad del cuerpo y quedó curada también de la
antipatía que sentía hacia su suegra. En adelante fue su gran amiga y
admiradora.
Francisca
obtenía admirables milagros de Dios con sus oraciones. Curaba enfermos, alejaba
malos espíritus, pero sobre todo conseguía poner paz entre gentes que estaban
peleadas y lograba que muchos que antes se odiaban, empezaran a amarse como
buenos amigos. Por toda Roma se hablaba de los admirables efectos que esta
santa mujer conseguía con sus palabras y oraciones. Muchísimas veces veía a su
ángel de la guarda y dialogaba con él.
Francisca
fundó una comunidad de religiosas seglares dedicadas a atender a los más
necesitados. Les puso por nombre "Oblatas de María", y su casa
principal, que existe todavía en Roma, fue un edificio que se llamaba
"Torre de los Espejos". Sus religiosas vestían como señoras
respetables. No tenían hábito especial.
Nombró
como superiora a una mujer de toda su confianza, pero cuando Francisca quedó
viuda entró también ella de religiosa, y por unanimidad las religiosas la
eligieron superiora general. En la comunidad tomó por nombre "Francisca
Romana".
Había
recibido de Dios la eficacia de la palabra y por eso acudían a ella numerosas
personas para pedirle que les ayudara a solucionar los problemas de sus
familias. El Espíritu Santo le concedió el don de consejo, por el cual sus
palabras guiaban fácilmente a las personas a conseguir la solución de sus
dificultades.
Cuando
llegaban las epidemias, ella misma llevaba a los enfermos al hospital, lo
atendía, les lavaba la ropa y la remendaba, y como en tiempo de contagio era
muy difícil conseguir confesores, ella pagaba un sueldo especial a varios
sacerdotes para que se dedicaran a atender espiritualmente a los enfermos.
Francisca
ayunaba a pan y agua muchos días. Dedicaba horas y horas a la oración y a la
meditación, y Dios empezó a concederle éxtasis y visiones. Consultaba todas las
dudas de su alma con un director espiritual, y llegó a tal grado de amabilidad
en su trato, que bastaba tratar con ella una sola vez para quedar ya amigos
para siempre. A las personas que sabía que hablaban mal de ella, les prodigaba
mayor amabilidad.
Estaba
gravemente enferma, y el 9 de marzo de 1440 su rostro empezó a brillar con una
luz admirable. Entonces pronunció sus últimas palabras: "El ángel del
Señor me manda que lo siga hacia las alturas". Luego quedó muerta, pero
parecía alegremente dormida.
Tan
pronto se supo la noticia de su muerte, corrió hacia el convento una inmensa
multitud. Muchísimos pobres iban a demostrar su agradecimiento por los
innumerables favores que les había hecho. Muchos llevaban enfermos para que les
permitieran acercarlos al cadáver de la santa, y así pedir la curación por su
intercesión. Los historiadores dicen que "toda la ciudad de Roma se
movilizó", para asistir a los funerales de Francisca.
Fue
sepultada en la iglesia parroquial, y al conocerse la noticia de que junto a su
cadáver se estaban obrando milagros, aumentó mucho más la concurrencia a sus
funerales. Luego su tumba se volvió tan famosa que aquel templo empezó a
llamarse y se le llama aún ahora: La Iglesia de Santa Francisca Romana.
Cada
9 de marzo llegan numerosos peregrinos a pedirle a Santa Francisca unas gracias
que nosotros también nos conviene pedir siempre: que nos dediquemos con todas
nuestras fuerzas a cumplir cada día los deberes que tenemos en nuestro hogar, y
que nos consagremos con toda la generosidad posible a ayudar a los pobres y
necesitados y a ser extraordinariamente amables con todos. Santa Francisca:
ruégale al buen Dios que así sea.
He
aquí la descripción de una mujer admirable. "Que las gentes comenten sus
muchas buenas obras" (S. Biblia. Proverbios 31).
Fuente: Almudi.org