VETE Y NO PEQUES MÁS
III. Gratitud por la absolución: el apostolado de la Confesión.
III. Necesidad de la satisfacción que impone el confesor. Ser
generosos en la reparación.
“En aquel tiempo, Jesús
se fue al monte de los Olivos. Pero de madrugada se presentó otra vez en el
Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles.
Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen
en medio y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante
adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué
dices?». Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús,
inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos
insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de vosotros que esté
sin pecado, que le arroje la primera piedra». E inclinándose de nuevo, escribía
en la tierra.
Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». Ella respondió: «Nadie, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8,1-11).
I. Mujer, ¿ninguno te ha
condenado? –Ninguno, Señor.- Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no
peques más (Juan 8, 10-11) Podemos imaginar la enorme alegría de aquella mujer
pecadora, sus deseos de comenzar de nuevo, su profundo amor a Cristo después de
recibir Su perdón. En el alma de esta mujer, manchada por el pecado y por su
pública vergüenza, se ha realizado un cambio tan profundo, que sólo podemos
entreverlo a la luz de la fe.
Cada
día, en todos los rincones del mundo, Jesús a través de sus ministros los
sacerdotes, sigue diciendo: “Yo te absuelvo de tus pecados...” Es el mismo
Cristo que perdona. San Agustín afirma que el prodigio que obran estas palabras
supera a la misma creación del mundo (Comentario sobre el Evangelio de San
Lucas). En nuestra oración de hoy podemos mostrar nuestra gratitud al Señor por
el don tan grande del sacramento de la Confesión.
II. Por la absolución, el
hombre se une a Cristo redentor, que quiso cargar con nuestros pecados. Por
esta unión, el pecador participa de nuevo de esa fuente de gracia que mana sin
cesar del costado abierto de Jesús. En el momento de la absolución
intensificaremos el dolor de nuestros pecados, renovaremos el propósito de
enmienda, y escucharemos con atención las palabras del sacerdote que nos
conceden el perdón de Dios.
Después
de cada confesión debemos dar gracias a Dios por la misericordia que ha tenido
con nosotros y concretaremos cómo poner en práctica los consejos recibidos. Una
manifestación de nuestra gratitud es procurar que nuestros amigos acudan a esa
fuente de gracias, acercarlos a Cristo, ¡Difícilmente encontraremos una obra de
caridad mayor!
III. Nuestros pecados, aun
después de ser perdonados, merecen una pena temporal que se ha de satisfacer en
esta vida o en el purgatorio. Debemos poner mucho amor en el cumplimiento de la
penitencia que el sacerdote nos impone antes de impartir la absolución. Si
consideramos la desproporción de nuestros pecados con la satisfacción,
aumentaremos nuestro espíritu de penitencia en este tiempo de Cuaresma, en el
que la Iglesia nos invita de una manera particular. Al terminar nuestra
oración, invocamos a Santa María, Refugio de los pecadores, con ánimo y
decisión de unirnos a su dolor, en reparación por nuestros pecados y por los de
los hombres de todos los tiempos.
Textos
basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente:
Almudi