La Cuaresma es un
tiempo oportuno para encontrarnos con Dios cara a cara. Así se encontró la
samaritana con Cristo
Este pasaje del cuarto evangelio es un magnífico relato
de lo que significa la sed de Dios que hay en el hombre, quiera éste o no
quiera. Somos sedientos de Dios. Basta un momento para que esa sed estalle como
torrente de agua viva en el interior del hombre.
Es sabido la
importancia que la filosofía moderna da al deseo que habita en el hombre y le
impulsa a buscar la felicidad plena. Sin saberlo, la samaritana buscaba ser
feliz, es decir, buscaba la verdad.
Jesús le pide agua porque estaba cansado del camino y, seguramente, sediento. La mujer se sorprende, dada la enemistad entre judíos y samaritanos y comienza un diálogo con Jesús sobre el agua: la del pozo y la que sólo puede dar Jesús. Aparece aquí lo que llaman los estudiosos el malentendido joánico, que establece dos planos de comprensión sobre una misma palabra: el agua.
Agua física y agua
del Espíritu. Jesús se las apaña para llevar a la samaritana a su terreno: el
del deseo de Dios. Y, poco a poco, le descubre que el agua verdadera es la que
quita la sed para siempre —el deseo colmado— y que a Dios sólo se le rinde
culto en el Espíritu y la Verdad, dos términos que se refieren a Jesús en el
cuarto evangelio. Sólo Jesús da el Espíritu; sólo Jesús es la Verdad.
La samaritana ha entrado en el terreno de Jesús, se deja llevar por él, reconoce que su vida no es auténtica, que ha tenido cinco maridos y el de ahora no es suyo. En una palabra, se ha dejado iluminar por la Verdad. Y Jesús se la revela de modo inefable: cuando ella le pregunta sobre el mesías, Jesús dice: «Yo soy, el que habla contigo».
Jesús no sólo le
dice que es el mesías, sino que, al utilizar la expresión «Yo soy», se está
refiriendo al nombre de Dios y es como si dijera: El Dios que es está aquí. Así
lo explica Le Guillou. Jesús revela por primera vez su identidad a una mujer,
que es no sólo un habitante de Samaría, sino el símbolo de la humanidad y del
mundo. Y, revelándose, despierta en la mujer el deseo de Dios, manantial de
agua viva. Por eso, se olvida del cántaro y corre presurosa a contar a sus
vecinos lo sucedido.
Mientras tanto, han venido los discípulos. Extrañados de que hable con una mujer a solas, no se atreven a preguntar sobre la conversación que se traían. Y, como Jesús no había comido, le ofrecen lo que han comprado en el pueblo. Jesús rechaza el alimento y, jugando de nuevo con el simbolismo de las palabras, dice que él tiene un alimento que ellos no conocen. El hambre de Jesús se ha saciado con el agua que ha dado de beber a la samaritana.
¡Qué atractivo es
este Jesús sediento y hambriento del deseo de los hombres! Los discípulos se
preguntan si alguien le ha traído de comer. Y Jesús da la clave de lo sucedido:
«Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra»
(Jn 4,34). E invita a sus discípulos a levantar los ojos y a contemplar los
campos que están dorados para la siega. Esos campos dorados son los samaritanos
que acogerán a Jesús por el testimonio de la mujer, escucharán su palabra, lo
verán cara a cara y creerán en él como el Salvador del mundo.
Jesús se ha servido
de la samaritana para anunciar en el pueblo que él es la Verdad, la que ansía
conocer el hombre en lo más profundo de su ser. Él es el agua viva que hace
brotar en el interior del creyente una fuente que salta hasta la vida eterna.
Es el Salvador que nos introduce en el ámbito de Dios para darle verdadero
culto y adorar con una vida nueva al mismo que nos hizo para él. El Jesús
sediento y hambriento nos ha despertado a la sed y al hambre de Dios
diciéndonos quién es Él.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia