El bailarín que llegó a
la santidad
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Dominio público |
A
los 4 años quedó huérfano de madre. El papá, que era un excelente católico, se
preocupó por darle una educación esmerada, mediante la cual logró ir dominando
su carácter fuerte que era muy propenso a estallar en arranques de ira y de mal
genio.
Tuvo
la suerte de educarse con dos comunidades de excelentes educadores: los
Hermanos Cristianos y los Padres Jesuitas; y las enseñanzas recibidas en el
colegio le ayudaron mucho para resistir los ataques de sus pasiones y de la
mundanalidad.
El
joven era sumamente esmerado en vestirse a la última moda. Y sus facciones
elegantes y su fino trato, a la vez que su rebosante alegría y la gran agilidad
para bailar, lo hacían el preferido de las muchachas en las fiestas. Su lectura
favorita eran las novelas, pero le sucedía como en otro tiempo a San Ignacio,
que al leer novelas, en el momento sentía emoción y agrado, pero después le
quedaba en el alma una profunda tristeza y un mortal hastío y abatimiento. Sus
amigos lo llamaban "el enamoradizo". Pero los amores mundanos eran
como un puñal forrado con miel". Dulces por fuera y dolorosos en el alma.
En
una de las 40 cartas que de él se conservan, le escribe a un antiguo amigo,
cuando ya se ha entrado de religioso: "Mi buen colega; si quieres mantener
tu alma libre de pecado y sin la esclavitud de las pasiones y de las malas
costumbres tienes que huir siempre de la lectura de novelas y del asistir a
teatros donde se dan representaciones mundanas. Mucho cuidado con las reuniones
donde hay licor y con las fiestas donde hay sensualidad y huye siempre de toda
lectura que pueda hacer daño a tu alma. Yo creo que si yo hubiera permanecido
en el mundo no habría conseguido la salvación de mi alma. ¿Dirás que me divertí
bastante? Pues de todo ello no me queda sino amargura, remordimiento y temor y
hastío. Perdóname si te di algún mal ejemplo y pídele a Dios que me perdone
también a mí".
Al
terminar su bachillerato, y cuando ya iba a empezar sus estudios
universitarios, Dios lo llamó a la conversión por medio de una grave
enfermedad. Lleno de susto prometió que si se curaba de aquel mal, se iría de
religioso. Pero apenas estuvo bien de salud, olvidó su promesa y siguió gozando
del mundo.
Un
año después enferma mucho más gravemente. Una laringitis que trata de ahogarlo
y que casi lo lleva al sepulcro. Lleno de fe invoca la intercesión de un santo
jesuita martirizado en las misiones y promete irse de religioso, y al colocarse
una reliquia de aquel mártir sobre su pecho, se queda dormido y cuando
despierta está curado milagrosamente. Pero apenas se repone de su enfermedad
empieza otras vez el atractivo de las fiestas y de los enamoramientos, y olvida
su promesa. Es verdad que pide ser admitido como jesuita y es aceptado, pero él
cree que para su vida de hombre tan mundano lo que está necesitando es una
comunidad rigurosa, y deja para más tarde el entrar a una congregación de
religiosos.
Estalla
la peste del cólera en Italia. Miles y miles de personas van muriendo día por
día. Y el día menos pensado muere la hermana que él más quiere. Considera que
esto es un llamado muy serio de Dios para que se vaya de religioso. Habla con
su padre, pero a éste le parece que un joven tan amigo de las fiestas mundanas
se va a aburrir demasiado en un convento y que la vocación no le va a durar
quizá ni siquiera unos meses.
Pero
un día asiste a una procesión con la imagen de la Virgen Santísima. Nuestro
joven siempre le ha tenido una gran devoción a la Madre de Dios (y
probablemente esta devoción fue la que logró librarlo de las trampas del mundo)
y en plena procesión levanta sus ojos hacia la imagen de la Virgen y ve que
Ella lo mira fijamente con una mirada que jamás había sentido en su vida. Ante
esto ya no puede resistir más. Se va a donde su padre a rogarle que lo deje
irse de religioso. El buen hombre le pide el parecer al confesor de su hijo, y
recibida la aprobación de este santo sacerdote, le concede el permiso de entrar
a una comunidad bien rígida y rigurosa, los Padres Pasionistas.
Al
entrar de religioso se cambia el nombre y en adelante se llamará Gabriel de la
Dolorosa. Gabriel, que significa: el que lleva mensajes de Dios. Y de la
Dolorosa, porque su devoción mariana más querida consiste en recordar los siete
dolores o penas que sufrió la Virgen María. Desde entonces será un hombre
totalmente transformado.
Gabriel
había gozado siempre de muchas comodidades en la vida y le había dado gusto a
sus sentidos y ahora entra a una comunidad donde se ayuna y donde la alimentación
es tosca y nada variada. Los primeros meses sufre un verdadero martirio con
este cambio tan brusco, pero nadie le oye jamás una queja, ni lo ve triste o
disgustado.
Gabriel
lo que hacía, lo hacía con toda el alma. En el mundo se había dedicado con
todas sus fuerzas a las fiestas mundanas, pero ahora, entrado de religioso, se
dedicó con todas las fuerzas de su personalidad a cumplir exactamente los
Reglamentos de su Comunidad. Los religiosos se quedaban admirados de su gran
amabilidad, de la exactitud total con la que cumplía todo lo que se le mandaba,
y del fervor impresionante con el que cumplía sus prácticas de piedad.
Su
vida religiosa fue breve. Apenas unos seis años. Pero en él se cumple lo que
dice el Libro de la Sabiduría: "Terminó sus días en breve tiempo, pero
ganó tanto premio como si hubiera vivido muchos años".
Su
naturaleza protestaba porque la vida religiosa era austera y rígida, pero nadie
se daba cuenta en lo exterior de las repugnancias casi invencibles que su
cuerpo sentí ante las austeridades y penitencias. Su director espiritual sí lo
sabía muy bien.
Al
empezar los estudios en el seminario mayor para prepararse al sacerdocio, leyó
unas palabras que le sirvieron como de lema para todos sus estudios, y fueron
escritas por un sabio de su comunidad, San Vicente María Strambi. Son las
siguientes: "Los que se preparan para ser predicadores o catequistas,
piensen mientras estudian, que una inmensa cantidad de pobres pecadores les
suplica diciendo: por favor: prepárense bien, para que logren llevarnos a
nosotros a la eterna salvación". Este consejo tan provechoso lo incitó a
dedicarse a los estudios religiosos con todo el entusiasmo de su espíritu.
Cuando
ya Gabriel está bastante cerca de llegar al sacerdocio le llega la terrible
enfermedad de la tuberculosis. Tiene que recluirse en la enfermería, y allí
acepta con toda alegría y gran paciencia lo que Dios ha permitido que le
suceda. De vómito de sangre en vómito de sangre, de ahogo en ahogo, vive todo
un año repitiendo de vez en cuando lo que Jesús decía en el Huerto de los
Olivos: "Padre, si no es posible que pase de mí este cáliz de amargura,
que se cumpla en mí tu santa voluntad".
La
Comunidad de los Pasionistas tiene como principal devoción el meditar en la
Santísima Pasión de Jesús. Y al pensar y repensar en lo que Cristo sufrió en la
Agonía del Huerto, y en la Flagelación y coronación de espinas, y en la Subida
al Calvario con la cruz a cuestas y en las horas de mortal agonía que el Señor
padeció en la Cruz, sentía Gabriel tan grande aprecio por los sufrimientos que
nos vuelven muy semejantes a Jesús sufriente, que lo soportaba todo con un
valor y una tranquilidad impresionantes.
Pero
había otra gran ayuda que lo llenaba de valor y esperanza, y era su fervorosa
devoción a la Madre de Dios. Su libro mariano preferido era "Las Glorias
de María", escrito por San Alfonso, un libro que consuela mucho a los
pecadores y débiles, y que aunque lo leamos diez veces, todas las veces nos
parece nuevo e impresionante. La devoción a la Sma. Virgen llevó a Gabriel a
grados altísimos de santidad.
A
un religioso le aconsejaba: "No hay que fijar la mirada en rostros
hermosos, porque esto enciende mucho las pasiones". A otro le decía:
"Lo que más me ayuda a vivir con el alma en paz es pensar en la presencia
de Dios, el recordar que los ojos de Dios siempre me están mirando y sus oídos
me están oyendo a toda hora y que el Señor pagará todo lo que se hace por él,
aunque sea regalar a otro un vaso de agua".
Y
el 27 de febrero de 1862, después de recibir los santos sacramentos y de haber
pedido perdón a todos por cualquier mal ejemplo que les hubiera podido dar,
cruzó sus manos sobre el pecho y quedó como si estuviera plácidamente dormido.
Su alma había volado a la eternidad a recibir de Dios el premio de sus buenas
obras y de sus sacrificios. Apenas iba a cumplir los 25 años.
Poco
después empezaron a conseguirse milagros por su intercesión y en 1926 el Sumo
Pontífice lo declaró santo, y lo nombró Patrono de los Jóvenes laicos que se
dedican al apostolado.
Fuente:
ACI