Por Cristo, incluso muerto y crucificado, accedemos al rostro del Padre, el rostro de la misericordia infinita
Cristo de Velázquez. Dominio público |
Los misterios
de nuestra fe y la sensibilidad personal
de tantos creyentes han permitido mostrar de manera acentuada diversos ángulos
del misterio de Dios. Tal es el caso del famoso cuadro conocido como el Cristo de
Velázquez. Aunque el pintor haya hecho solo seis obras de
temática religiosa, es sorprendente la profundidad y la piedad que alcanza en
esta obra.
Dejémonos cautivar por esta
representación y permitamos que nos toque el corazón para vivir la Cuaresma.
Tal vez un breve análisis de sus características principales basten para eso,
pero será mejor aún si para ello nos servimos de algunos versos de aquel
famoso poema de Miguel de Unamuno titulado: «Sobre el Cristo de Velázquez».
Se sabe que el
cuadro fue pintado en 1632 por el sevillano Diego Velázquez. Hoy se encuentra
en el Museo del Prado. Quien lo ve queda inmediatamente cautivado por la
intensidad de la imagen. Influenciado por el tenebrismo de Caravaggio, el
pintor se concentra en resaltar la luminosidad del cuerpo de Cristo en fuerte contraste
con el fondo oscuro.
La luminosidad
de la entrega y del amor hasta el extremo aparece triunfante sobre la oscuridad
de la muerte. Encandilado por la luminosidad dice Unamuno
en su poema: «Blanco tu cuerpo está como el espejo del padre de la luz». Por
Cristo, incluso muerto y crucificado, accedemos al rostro del Padre, el rostro
de la misericordia infinita.
Cristo aparece
ya muerto, pues tiene la herida de la lanza que fue clavada en su costado. El
cuerpo se muestra absolutamente rendido. Los ojos están cerrados como dando su
perdón. Unamuno se atrevió a decirle al Señor: «Miras dentro de Ti, donde está
el reino de Dios; dentro de Ti, donde alborea el sol eterno de las almas
vivas».
Sus ojos
cerrados y su silencio pueden convertirse en una invitación a trascender
nuestra mirada superficial y contemplar el misterio de su corazón. Un corazón
que tiene sed de almas y que es representado solitario, incluso sin las
personas que lo acompañaron en ese momento. Resulta
difícil ver su soledad y no sentirse movido a acompañarlo.
La cabeza está tendida
hacia adelante como descolgada, pero en ese gesto de incapacidad se esconde la
posibilidad de una mayor cercanía con el creyente, es decir, la condescendencia
y el abajamiento por amor se representa incluso físicamente. El misterio de la
encarnación del Verbo es llevado hasta sus últimas consecuencias y se hace
patente la radicalidad de ese misterio.
Con mucha agudeza sobre ese
punto afirma Unamuno que en la cruz «vela el hombre que dio toda su sangre por
que las gentes sepan que son hombres». El poeta fue capaz de gozar esa certeza
que más adelante predicó Juan Pablo II cuando afirmaba que vale la pena ser
hombre porque Dios se había hecho hombre.
Finalmente resulta
provechoso meditar en torno a la lumbre que rodea la cabeza del crucificado. En
una luz que remite a la transfiguración se revela el misterio de la esperanza
humana. La vida definitiva está incubada en el gesto más grande de amor. Conmovido por esto,
Unamuno dijo, seguramente emocionado: «Los rayos, Maestro, de tu suave lumbre
nos guían en la noche de este mundo ungiéndonos con la esperanza recia de un
día eterno».
Que en esta cuaresma podamos
vivir lo esencial de la vida y de nuestra fe. Que podamos convertirnos, es
decir, volver nuestras vidas hacia Jesús pasando de la muerte a la vida por
medio del amor y que podamos decirle desde lo más profundo con el poeta: «Mis
ojos fijos en tus ojos, Cristo, mi mirada anegada en Ti, Señor!».
Fuente: CatholicLink