Firmes en la fe
“En aquel
tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Pero quien los cumpla y enseñe, será
grande en el Reino de los Cielos. Os lo aseguro: si no sois mejores que los
letrados y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: todo el que esté peleado con su hermano será procesado.
Habéis oído el mandamiento «no cometerás adulterio». Pues yo os digo: el que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior.
Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás, y el que mate será procesado. Pero yo os digo: todo el que esté peleado con su hermano será procesado.
Habéis oído el mandamiento «no cometerás adulterio». Pues yo os digo: el que mira a una mujer casada deseándola, ya ha sido adúltero con ella en su interior.
I. Nos dice el
Señor en el Evangelio de la Misa que Él no viene a destruir la Antigua Ley,
sino a darle su plenitud; restaura, perfecciona y eleva a un orden más alto los
preceptos del Antiguo Testamento. La doctrina de Jesús tiene un valor perenne
para los hombres de todos los tiempos y es «fuente de toda verdad salvadora y
de toda norma de conducta».
Es un tesoro que cada generación recibe de manos de la Iglesia, quien lo
guarda fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con
autoridad. «Al adherirnos a la fe que la Iglesia nos propone, nos ponemos en
comunicación directa con los Apóstoles (...); y mediante ellos, con Jesucristo,
nuestro primer y único Maestro; acudimos a su escuela, anulamos la distancia de
los siglos que nos separan de ellos».
Gracias a este Magisterio vivo, podemos decir -en cierto modo- que el
mundo entero ha recibido su doctrina y se ha convertido en Galilea: toda la
tierra es Jericó y Cafarnaún, la humanidad está a la orilla del lago de Genesaret.
La guarda fiel de las verdades de la fe es requisito para la salvación de los
hombres. ¿Qué otra verdad puede salvar si no es la verdad de Cristo? ¿Qué
«nueva verdad» puede tener interés -aunque fuera la del más sabio de los
hombres- si se aleja de la enseñanza del Maestro? ¿Quién se atreverá a
interpretar a su gusto, cambiar o acomodar la Palabra divina? Por eso, el Señor
nos advierte hoy: el que quebrante uno solo de estos mandamientos, incluso de
los más pequeños, y enseñe a los hombres a hacer lo mismo, será el más pequeño
en el reino de los Cielos.
San Pablo exhortaba de esta manera a Timoteo: Guarda el depósito a ti
confiado, evitando las vanidades impías y las contradicciones de la falsa
ciencia que algunos profesan, extraviándose de la fe. Con esta expresión
-depósito- la Iglesia sigue designando al conjunto de verdades que recibió del
mismo Cristo y que ha de conservar hasta el final de los tiempos.
La
verdad de la fe «no cambia con el tiempo, no se desgasta a través de la
historia; podrá admitir, y aun exigir, una vitalidad pedagógica y pastoral
propia del lenguaje, y describir así una línea de desarrollo, con tal que,
según la conocidísima sentencia tradicional de San Vicente de Lérins (...):
quod ubique, quod semper, quod ab omnibus: "lo que en todas partes, lo que
siempre, lo que por todos" se ha creído, eso debe mantenerse como formando
parte del depósito de la fe (...). Esta fijeza dogmática defiende el patrimonio
auténtico de la religión católica. El Credo no cambia, no envejece, no se deshace».
Es la columna firme en la que no podemos ceder, ni siquiera en lo pequeño,
aunque por temperamento estemos inclinados a transigir: «Te molesta herir,
crear divisiones, demostrar intolerancias..., y vas transigiendo en posturas y
puntos -¡no son graves, me aseguras!-, que traen consecuencias nefastas para
tantos.
»Perdona
mi sinceridad: con ese modo de actuar, caes en la intolerancia -que tanto te
molesta- más necia y perjudicial: la de impedir que la verdad sea proclamada».
Y anunciar la verdad es frecuentemente el mayor bien que podemos hacer a
quienes nos rodean.
II. El cristiano, liberado de toda tiranía del pecado,
se siente impulsado por la Nueva Ley de Cristo a comportarse ante su Padre Dios
como un hijo suyo. Las normas morales no son entonces meras señales indicadoras
de los límites de lo permitido o prohibido, sino manifestaciones del camino que
conduce a Dios; manifestaciones de amor.
Debemos
conocer bien este conjunto de verdades y de preceptos que constituyen el
depósito de la fe, pues es el tesoro que el Señor, a través de la Iglesia, nos
entrega para que podamos alcanzar la salvación. Esta riqueza de verdades se
protege especialmente con la piedad (oración y sacramentos), con una seria
formación doctrinal, adecuada a las personas, y también ejercitando la
prudencia en las lecturas.
Todo el mundo considera razonable, por ejemplo, en una cátedra de física
o de biología, que se recomienden determinados textos, se desaconseje el
estudio de otros y se declare inútil y aun perjudicial la lectura de una
publicación concreta para quien de verdad está interesado en adquirir una seria
información científica. En cambio, no faltan quienes se asombran de que la
Iglesia reafirme su doctrina sobre la necesidad de evitar aquellas lecturas que
sean dañinas para la fe o la moral, y ejerza su derecho y su deber de examinar,
juzgar y, en casos extremos, reprobar los libros contrarios a la verdad
religiosa.
La raíz de ese asombro infundado podría encontrarse en una cierta
deformación del sentido de la verdad, que admitiría un magisterio sólo en el
campo científico, mientras que considera que en el ámbito de las verdades
religiosas sólo cabe dar opiniones más o menos fundadas.
Al
avivar en nuestra oración la fidelidad al depósito de la revelación, recordamos
al mismo tiempo que incluso la ley natural, que el Señor ha escrito en nuestros
corazones, nos impulsa desde dentro a valorar los dones del Cielo y, en
consecuencia, «obliga a evitar en lo posible todo lo que atenta contra la
virtud de la fe», como nos pide, por ejemplo, que conservemos la vida física;
por ello, «poner voluntariamente en peligro la fe con lecturas perniciosas sin
un motivo que lo justifique, sería un pecado aunque en la actualidad no se
incurra en pena eclesiástica alguna».
Tras
una larga experiencia en convivir y estudiar autores paganos o desconocedores
de la fe, recomendaba San Basilio: «Debéis, pues, seguir al detalle el ejemplo
de las abejas. Porque éstas no se paran en cualquier flor ni se esfuerzan por
llevarse todo de las flores en las que posan su vuelo, sino que una vez que han
tomado lo conveniente para su intento, lo demás lo dejan en paz.
»También
nosotros, si somos prudentes, extrayendo de estos autores lo que nos convenga y
más se parezca a la verdad, dejaremos lo restante. Y de la misma manera que al
coger la flor del rosal esquivamos las espinas, así al pretender sacar el mayor
fruto posible de tales escritos, tendremos cuidado con lo que pueda perjudicar
los intereses del alma».
La
prudencia en las lecturas es manifestación de fidelidad a las enseñanzas de
Jesucristo; la fe es nuestro mayor tesoro, y por nada del mundo nos podemos
exponer a perderlo o a deteriorarlo. Nada vale la pena en comparación de la fe.
Debemos velar por nosotros mismos y por todos, pero de modo particular por aquellos
que de alguna manera el Señor nos ha encomendado: hijos, alumnos, hermanos,
amigos...
III. Dichoso el que con vida intachable camina en la
voluntad del Señor; dichoso el que guardando sus preceptos lo busca de todo
corazón, dice el Salmo responsorial, avivando nuestra disposición de seguir
fielmente a Jesucristo.
Entre
las ocasiones particularmente delicadas que pueden poner en peligro la
integridad de la fe, la Iglesia ha señalado siempre la lectura de libros que
atentan directa o indirectamente contra las verdades religiosas y contra las
buenas costumbres, pues la historia atestigua con evidencia que, aun con todas
las condiciones de piedad y de doctrina, no es raro que el cristiano se deje
seducir por la parte o apariencia de verdad que hay siempre en todos los
errores.
Muéstrame,
Señor, el camino de tus leyes (...). Enséñame a cumplir tu voluntad, le decimos
nosotros a Jesús con palabras del Salmo responsorial. Y Él, a través de una
conciencia formada, nos moverá a ser humildes, a realizar una prudente
selección y a buscar un asesoramiento con garantías si hemos de estudiar
cuestiones científicas, humanísticas, literarias, etc., en las que pueda
inficcionarse nuestro pensamiento. Permaneciendo junto a Cristo, valorando
mucho la fe, andaremos sin falsos complejos, con naturalidad, sin el afán
superficial de «estar al día», como se han comportado siempre muchos
intelectuales cristianos: catedráticos, profesores, investigadores, etc. Si
somos humildes y prudentes, si tenemos «sentido común», no seremos «como los
que toman el veneno mezclado con miel».
Fieles
a la enseñanza del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia, necesitamos una
formación que nos permita apreciar cuanto de válido puede encontrarse en las
diversas manifestaciones de la cultura -pues el cristiano debe estar siempre
abierto a todo lo que es verdaderamente positivo-, a la vez que detectamos lo
que sea contrario a una visión cristiana de la vida. Pidamos a la Santísima
Virgen, Asiento de la Sabiduría, ese discernimiento en el estudio, en las
lecturas y en todo el ámbito de las ideas y de la cultura. Pidámosle también
que nos enseñe a valorar y a amar siempre más el tesoro de nuestra fe.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org