Era su amor a Dios , su fidelidad a los votos y a la religión lo que las hacía merecedoras de la pena capital
Dominio público |
Al día siguiente, las dieciséis hijas de
Santa Teresa, novicia incluida, iban a ser conducidas a la guillotina por el
crimen de ser católicas, “fanáticas” en el lenguaje revolucionario.
Hacía
siglo y medio que las carmelitas descalzas de Amiens habían fundado en
Compiègne, una ciudad de Oise. La fundación data de 1641, cuando hacía 37 años
que había llegado a Francia para iniciar la reforma la Beata Ana de San
Bartolomé con Ana de Jesús y otras cuatro monjas españolas.
Al
estallar la revolución (1789), las monjas rehusaron despojarse de su hábito
carmelita, y cuando los disturbios fueron aumentando, entre junio y septiembre
de 1792, siguiendo una inspiración que tuvo la priora Beata Teresa de San
Agustín, todas se ofrecieron al Señor en holocausto para aplacar la cólera de
Dios y para que la paz divina, traída al mundo por su amado Hijo, fuese
devuelta a la Iglesia y al Estado. El acto de consagración, emitido incluso por
dos religiosas ancianas que al principio se habían asustado ante el solo
pensamiento de la guillotina, se convirtió en ofrecimiento diario hasta el día
del martirio, dos años después.
La
Asamblea Nacional Constituyente había hecho público un decreto por el que se
exigía que los religiosos fueran considerados como funcionarios del Estado.
Deberían prestar juramento a la Constitución y sus bienes serían confiscados.
Era el año 1790. Miembros del Directorio del distrito de Compiègne, cumpliendo
órdenes, se presentaron el 4 de agosto de aquel año en el monasterio a hacer
inventario de las posesiones de la comunidad. Las monjas tuvieron que dejar sus
hábitos y abandonar su casa. Cinco días después, obedeciendo los consejos de
las autoridades, firmaron el juramento de Libertad-Igualdad. Los religiosos que
se negaban a firmarlo eran deportados.
Después
fueron separadas. Hicieron cuatro grupos y vivían en distintos domicilios, pero
continuaron practicando la oración y entregándose a la penitencia como antes.
La
regularidad y el orden de su vida, que reproducía todo lo posible en tales
circunstancias la vida y horario conventuales, fueron notados por los jacobinos
de la ciudad. En ello encontraron motivo suficiente para denunciarlas al Comité
de Salud Pública, cosa que hicieron sin pérdida de tiempo.
El
régimen del terror estaba oficialmente establecido en Francia y había llegado
en aquellos momentos al más alto nivel imaginable. El rey había sido ejecutado
y el Tribunal Revolucionario trabajaba sin descanso enviando cientos de
ciudadanos sospechosos a la muerte.
La
denuncia de las carmelitas decía que, pese a la prohibición, seguían viviendo
en comunidad, que celebraban reuniones sospechosas y mantenían correspondencia
criminal con fanáticos de París.
Convenía
presentar pruebas, y con ese objeto se efectuó un minucioso registro en los
domicilios de los cuatro grupos. El Comité encontró diversos objetos que fueron
considerados de gran interés y altamente comprometedores. A saber: cartas de
sacerdotes en las que se trataba bien de novenas, de escapularios, bien de
dirección espiritual. También se halló un retrato de Luis XVI e imágenes del
Sagrado Corazón. Todo ello era suficiente para demostrar la culpabilidad de las
monjas. El Comité, pues, redactó un informe en el que explicaba cómo,
“considerando que las ciudadanas religiosas, burlando las leyes, vivían en
comunidad”, que su correspondencia era testimonio de que tramaban en secreto el
restablecimiento de la Monarquía y la desaparición de la República, las mandaba
detener y encerrar en prisión.
El
22 de junio de 1794 eran recluidas en el monasterio de la Visitación, que se
había convertido en cárcel. Allí esperaron la decisión final que sobre su
suerte tomaría el Comité de Salud Pública asesorado por el Comité local.
Entonces acordaron retractarse del juramento prestado antes, “prefiriendo
mil veces la muerte mejor que ser culpables de un juramento así”. Esta
resolución las llenó de serenidad. Cada día aumentaba el peligro, pero ellas se
sentían más fuertes. Continuaban dedicadas a orar y, gracias a estar en
prisión, podían hacerlo juntas, como cuando estaban en su convento. Ya no se
veían obligadas a ocultarse y ello les procuraba un gran alivio.
Transcurridos
unos días, justamente el 12 de julio, el Comité de Salud Pública dio órdenes
para que fueran trasladadas a París. El cumplimiento de tales órdenes fue
exigido en términos que no admitían demora. No hubo tiempo para que las
hermanas tomaran su ligera colación ni cambiaran su ropa, que estaba mojada
porque habían estado lavando. Las hicieron montar en dos carretas de paja y les
ataron las manos a la espalda. Escoltadas por un grupo de soldados salieron
para la capital. Su destino era la famosa prisión de la Conserjería, antesala
de la guillotina y abarrotada de sacerdotes y laicos cristianos igualmente
condenados.
Nadie
ayudó a las monjas a descender de los carros al final del viaje. A pesar de sus
ligaduras y de la fatiga causada por el incómodo transporte, fueron bajando
solas. Una de las hermanas, sin embargo, enferma y octogenaria, Carlota de la
Resurrección, impedida por las ataduras y la edad, no sabia cómo llegar al
suelo. Los conductores de las carretas, impacientados, la cogieron y la
arrojaron violentamente sobre el pavimento. Era una de las religiosas que dos
años antes había sentido miedo ante el pensamiento de una muerte en el patíbulo
y había dudado antes de ofrecerse en sacrificio. Pero en este momento era ya
valiente y, levantándose maltrecha, como pudo, dijo a los que la habían
maltratado:
“Créanme,
no les guardo ningún rencor. Al contrario, les agradezco que no me hayan matado
porque, si hubiera muerto, habría perdido la oportunidad de pasar la gloria y
la dicha del martirio”.
Como
si nada hubiese ocurrido, en la Conserjería prosiguieron su vida de oración
prescrita por la regla. No se dejaban perturbar por los acontecimientos.
Testigos dignos de crédito declararon que se las podía oír todos los días, a
las dos de la mañana, recitar sus oficios.
Su
última fiesta fue la del 16 de julio, Nuestra Señora del Carmen. La celebraron
con el mayor entusiasmo, sin que por un instante su comportamiento denotase la
menor preocupación. Por la tarde recibieron un aviso para que compareciesen al
día siguiente ante el Tribunal Revolucionario. La noticia no les impidió
cantar, sobre la música de La Marsellesa, unos versos improvisados en los que
expresaban al mismo tiempo fe en su victoria, temor y confianza, y que se
conservan en el convento de Compiègne.
Ante
el Tribunal escucharon cómo el acusador público, Fouquier-Tinville, las atacaba
durísimamente: “Aunque separadas en diferentes casas, formaban conciliábulos
contrarrevolucionarios en los que intervenían ellas y otras personas. Vivían
bajo la obediencia de una superiora y, en cuanto a sus principios y sus votos,
sus cartas y sus escritos son suficiente testimonio”.
Fueron
sometidas a un interrogatorio muy breve y, sin que se llamara a declarar a un
solo testigo, el Tribunal condenó a muerte a las dieciséis carmelitas,
culpables de organizar reuniones y conciliábulos contrarrevolucionarios, de
sostener correspondencia con fanáticos y de guardar escritos que atentaban
contra la libertad. Una de las monjas, sor Enriqueta de la Providencia,
preguntó al presidente qué entendía por la palabra “fanático” que figuraba en
el texto del juicio, y la respuesta fue:
“Entiendo
por esa palabra su apego a esas creencias pueriles, sus tontas prácticas de
religión”.
Era
su amor a Dios , su fidelidad a los votos y a la religión lo que las hacía
merecedoras de la pena capital.
Una
hora después subían en las carretas que las conducirían a la plaza del Trono
derrocado, hoy plaza de la Nación. En el trayecto la gente las miraba pasar
demostrando diversidad de sentimientos, unos las injuriaban, otros las
admiraban. Ellas iban tranquilas; todo lo que se movía a su alrededor les era
indiferente. Cantaron el Miserere y luego el Salve, Regina. Al pie ya de la
guillotina entonaron el Te Deum, canto de acción de gracias, y, terminado éste,
el Veni Creator. Por último, hicieron renovación de sus promesas del bautismo y
de sus votos de religión.
Una
joven novicia, sor Constanza, se arrodilló delante de la priora, con la
naturalidad con que lo hubiera hecho en el convento y le pidió su bendición y
que le concediera permiso para morir. Luego, cantando el salmo Laudate Dominum
omnes gentes, subió decidida los escalones de la guillotina. Una tras otra,
todas las carmelitas repitieron la escena. Una a una recibieron la bendición de
la madre Teresa de San Agustín antes de ser guillotinadas. Al final, después de
haber visto caer a todas sus hijas, la madre priora entregó, con igual
generosidad que ellas, su vida al Señor, poniendo su cabeza en las manos del
verdugo. Así realizó lo que ella solía decir: “El amor saldrá siempre
victorioso. Cuando se ama todo se puede”.
Era
el día 17 de julio de 1.794 por la tarde.
Prevaleció
un silencio absoluto durante todo el tiempo en que los ejecutores seguían el
procedimiento. Las cabezas y los cuerpos de las mártires fueron enterrados en
un pozo de arena profundo de casi nueve metros cuadrados en el cementerio parisino
de Picpus. Como este pozo de arena fue el receptáculo de los cuerpos de 1298
víctimas de la Revolución, parece no haber muchas esperanzas de recuperar sus
reliquias. Una placa de mármol con el nombre de las mártires y la fecha de su
muerte figura sobre la fosa y en ella hay grabada una frase latina que dice:
Beati qui in Domino moriuntur. Felices los que mueren en el Señor.
Fuente: ACI