EL YUGO DEL SEÑOR ES LLEVADERO
II. Hemos de contar con el peso del dolor, de las contradicciones y de los
obstáculos.
III. Deportividad, reciedumbre y alegría para afrontar todo aquello que nos
es contrario o menos agradable, lo que se opone a nuestros planes o produce
pesar y dolor. Huir del desaliento.
“En aquel tiempo, exclamó Jesús: -«Venid a mi
todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo
y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro
descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mateo 11,28-30).
I. Venid
a Mí todos los fatigados y agobiados -nos dice Jesús en el Evangelio de la
Misa-, y Yo os aliviaré. Se dirige a las multitudes que le siguen, maltratadas
y abatidas como ovejas que no tienen pastor, y las libera de los pesos que las
agobian. Los fariseos las sobrecargaban de minuciosas prácticas insoportables,
y a cambio no les daban la paz en sus corazones.
Las
cargas más pesadas de los hombres -enseña San Agustín- son los pecados. «Dice
Jesús a los hombres que llevan cargas tan pesadas y detestables y que sudan en
vano bajo ellas: Venid a Mí... y Yo os aliviaré. ¿Cómo alivia a los cargados
con los pecados, sino mediante el perdón de los mismos?». Cada Confesión es
liberadora, porque los pecados -aun los veniales- abruman y oprimen.
De
este sacramento salimos restaurados, dispuestos de nuevo para luchar, llenos de
paz. «Como si dijera: todos los que andáis atormentados, afligidos y cargados
con la carga de vuestros cuidados y deseos, salid de ellos, viniendo a Mí, y Yo
os recrearé, y hallaréis para vuestras almas el descanso que os quitan vuestras
pasiones».
El
Señor, a cambio de estas cargas del pecado, de la soberbia, de la falta de
generosidad..., nos invita a compartir su propio yugo: Tomad mi yugo sobre
vosotros y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis
descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera... Y
comenta San Agustín: «Esta carga no es un peso para quien la lleva, sino alas
para quien va a volar». Son un dulce peso los compromisos propios de nuestra
vocación cristiana y aquella parte de la Cruz que a cada uno toca llevar; y
esta amable carga nos permite remontarnos hasta Dios mismo.
Junto
a Cristo, además, las dificultades y los obstáculos normales que se encuentran
en la vida de todo hombre adquieren un sentido bien diferente. En vez de ser
«nuestra cruz» se convierten en la Cruz de Cristo, con quien corredimimos, se
purifican nuestras faltas y crecen las virtudes. Y, sin embargo, tantas veces,
a nuestro alrededor se alza la voz de gente buena, pero sin fe viva, inmersa en
la comodidad, que no entiende el sacrificio. «Ese camino es muy difícil, te ha
dicho. Y, al oírlo, has asentido ufano, recordando aquello de que la Cruz es la
señal cierta del camino verdadero... Pero tu amigo se ha fijado sólo en la
parte áspera del sendero, sin tener en cuenta la promesa de Jesús: "mi
yugo es suave".
»Recuérdaselo,
porque -quizá cuando lo sepa- se entregará», comprenderá mejor que él también
ha sido llamado a la santidad.
Debemos
proclamar a los cuatro vientos que el camino que sigue de cerca las pisadas de
Cristo es un camino lleno de alegría, de optimismo y de paz, aunque estemos
siempre cerca de la Cruz. Y precisamente de esas tribulaciones, llevadas por
Dios, sacaremos los mayores frutos. «Acuérdate -nos aconseja San Francisco de
Sales- que las abejas en el tiempo que hacen la miel comen y se sustentan de un
mantenimiento muy amargo; y que así nosotros no podemos hacer actos de mayor
mansedumbre y paciencia, ni componer la miel de las mejores virtudes, sino
mientras comemos el pan de la amargura y vivimos en medio de las aflicciones».
II. Es difícil, quizá
imposible, encontrar a una persona que no tenga dolor, enfermedad,
preocupaciones de un sentido o de otro. Al cristiano no le debe ocurrir lo que
comenta San Gregorio Magno: «hay algunos que quieren ser humildes, pero sin ser
despreciados; quieren contentarse con lo que tienen, pero sin padecer
necesidad; ser castos, pero sin mortificar su cuerpo; ser pacientes, pero sin
que nadie los ultraje. Cuando tratan de adquirir virtudes, y a la vez rehúyen
los sacrificios que las virtudes llevan consigo, se parecen a quienes, huyendo
del campo de batalla, quisieran ganar la guerra viviendo cómodamente en la
ciudad». Sin dolor y sin esfuerzo no hay virtudes.
Hemos
de contar con dificultades, con preocupaciones y con penas; en unas épocas se
manifestarán de una forma más costosa, y en otras más liviana; pero junto a
Cristo serán siempre llevaderas. Estas contradicciones -grandes o pequeñas-, aceptadas
y ofrecidas a Dios, no oprimen; por el contrario, disponen al alma para la
oración y para ver a Dios en los pequeños sucesos de la vida. El Señor no
permitirá que nos llegue un dolor, ningún apuro, que no podamos sobrellevar
acudiendo a Él en demanda de ayuda. Si alguna vez tropezamos con una
contrariedad más grande, también el Señor nos dará una gracia mayor: «Si Dios
te da la carga, Dios te dará la fuerza».
Mientras
nos encontremos en la tierra hemos de contar con las dificultades como algo
normal. San Pedro ya lo advertía a los primeros cristianos: carísimos, cuando
Dios os pruebe con el fuego de las tribulaciones, no lo extrañéis como si os
aconteciese una cosa muy extraordinaria. No nos sorprendamos; precisamente por
el camino de la Cruz pasa la senda de la felicidad y de la eficacia. El Señor
permite con frecuencia que venga la contradicción sobre aquellos que más quiere
para que den más fruto aún: todo sarmiento que unido a la vid da fruto, lo poda
para que dé más fruto. Pero nunca nos deja solos; Jesús está siempre junto a
los suyos, especialmente cuando más se hace notar el peso de la vida.
III. Del Señor sólo nos
llegan bienes. Cuando permite el dolor, la contrariedad, problemas económicos o
familiares..., es que desea para nosotros algo mejor.
Frecuentemente,
Dios bendice a quienes más quiere con la Cruz y con su gracia para que sepan
llevarla con garbo humano y sobrenatural. Cuando Santa Teresa, ya casi al final
de su vida, se dirigía a una fundación, se encontró con caminos impracticables y
los ríos desbordados por las inundaciones. Después de pasar la noche, enferma y
fatigada, en una posada tan pobre que no tenía ni camas, decidió proseguir su
viaje, porque el Señor así se lo pedía. Él le había dicho: «No hagas caso de
estos fríos, que Yo soy la verdadera calor. El demonio pone todas sus fuerzas
para impedir esa fundación; ponlas tú de mi parte porque se haga y no dejes de
ir en persona, que se hará gran provecho».
Lo
cierto es que al día siguiente la Santa decidió atravesar el río Arlanzón en
unas condiciones tales que cuando llegó la caravana a la orilla del río, no se
veía más que una inmensa sábana de agua sobre la cual apenas se distinguían los
pontones de madera. Los que estaban en la orilla vieron cómo su carruaje
oscilaba y quedaba suspendido al borde de la corriente. Teresa saltó, con el
agua hasta las rodillas, pero como estaba poco ágil se lastimó. Se dirigió
entonces al Maestro en tono amablemente quejoso: «¡Señor, entre tantos daños y
me viene esto!». Y Jesús le respondió: «Teresa, así trato Yo a mis amigos». Y
la Santa, llena de ingenio y de amor, le contestó: «¡Ah, Señor, por eso tenéis
tan pocos!». Después, todos estaban contentos, «porque en pasando el peligro
era recreación hablar de él».
Quiere
el Señor que llevemos las contradicciones con paz, con reciedumbre, con alegría
y confianza en Él, sabiendo que «nunca falló a sus amigos», especialmente si
éstos sólo pretenden hacer Su voluntad. Junto al Sagrario -mientras le decimos
quizá: Adoro te devote, latens deitas, te adoro con devoción, deidad escondida-
comprobaremos que, aun en los casos más difíciles y apurados, la carga junto a
Cristo se hace ligera y su yugo suave. Él nos ayuda a tener paciencia y a hacer
frente a los obstáculos con espíritu deportivo y siempre que sea posible con
buen humor, como hicieron los santos. Con esta actitud llevamos un gran bien a
nuestra alma y a todos aquellos que viven cerca de nosotros.
Deportividad
y alegría para afrontar todo aquello que nos es contrario o menos agradable, lo
que se opone a nuestros planes o produce pesar y dolor. Y también sencillez y
humildad para no inventarse problemas y dolores que no existen en la realidad,
para dejar a un lado suspicacias, para no complicarse falsamente la vida.
Porque, aunque los obstáculos sean reales y se deba contar con ellos, en
ocasiones se corre el riesgo de desorbitarlos, dándoles excesiva importancia.
Puede ocurrir que alguna vez se piense que nada se hace bien, que todo va de
mal en peor, que se es ineficaz en el apostolado, que el ambiente influye
demasiado para ir contra corriente...
Es
una visión deformada de las cosas, quizá por no contar con la verdadera
realidad: somos hijos de Dios, y jamás nos faltará la gracia para salir
adelante con un mayor bien. Junto a Él, y con la protección de Santa María,
refugium nostrum et virtus, refugio y fortaleza nuestra, sabremos matizar y
definir aquello que va menos bien, pediremos ayuda en la dirección espiritual y
lo que nos parecía tan costoso se hará llevadero. Este espíritu optimista,
alegre y lleno de fortaleza es imprescindible para adelantar en el amor a Dios
y para llevar a cabo toda labor de apostolado. El alma envuelta en dificultades
se enrecia, se hace generosa y paciente. En los obstáculos hemos de ver siempre
la gran ocasión de hacernos fuertes y de amar más.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org