El
Espíritu de Jesús se nos entrega en el bautismo: ser en Cristo hijos de Dios
Dominio público |
Vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor».
«El Espíritu
del Señor está sobre mí», dirá Jesús, haciendo suyo este texto
mesiánico de Isaías. Es el Espíritu del Amor que hizo del Mesías el «ungido para llevar la buena nueva a los pobres»,
y que también “reposa” encima nuestro y nos conduce hacia el amor perfecto:
como dice el Concilio Vaticano II, «todos los fieles, de cualquier estado o
condición, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de
la caridad». El Espíritu Santo nos transformará como hizo con los Apóstoles,
para que podamos actuar bajo su moción, otorgándonos sus frutos y, así,
llevarlos a todos los corazones: «El fruto del
Espíritu es: caridad, paz, alegría, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre, templanza» (Gal 5,22-23).
La
liturgia nos ha llevado estos días de Navidad por caminos de esperanza y de
alegría, de apertura al portador de la luz, Jesús, que hoy vemos anunciando al
Espíritu Santo en su pueblo. María es modelo de este dejar actuar al Espíritu
divino, en su escucha orante:
a)
Dios «miró la pequeñez de su esclava»; pero
es que ella estaba atenta, a la escucha con fidelidad y entrega: si siempre
había estado pendiente del Señor, después de la embajada esa entrega creció
sobremanera. De esa apertura a la esperanza por la que recibe el Espíritu y a
Jesús, ella está llena de gracia, y de ahí viene su alegría.
b)
En la Visitación a su pariente: oye «bendita tú
entre las mujeres». ¿Por qué?: «porque has
creído». Ante la presencia de la Virgen, Isabel también se
llena del Espíritu Santo; el niño de sus entrañas, salta de gozo. Y llena del
Espíritu Santo, que le ha cubierto con su sombra, entona María el Magnificat,
ese cántico de alabanza al Señor, agradeciendo su infinita misericordia: «Proclama mi alma la grandeza del Señor y mi
espíritu se regocija en Dios mi salvador». Ambas, llenas de una
gran esperanza, aguardan los nacimientos del Precursor y de Jesús.
Ahora, al ver a Jesús ya hecho un hombre, oírle decir que
el Espíritu le lleva, nos va la imaginación a Belén, donde hemos celebrado que
nació la noche de Navidad. Los santos proclaman: “¡buscaré,
Señor, tu rostro!”: ¡tengo deseos ardientes de verte cara a
cara, Señor! Los pastores después de recibir aquel anuncio exultante de los
ángeles se dicen lo mismo: vayamos y
veamos. Hoy queremos ver, contemplar, conocer el modo divino de
salvarnos y vemos un Niño. «Puer natus est
nobis, Puer datus est nobis» (el Niño ha nacido para nosotros,
el Niño nos ha sido dado para nosotros), repite la liturgia. El amor busca ver,
contemplar… al ungido por el Espíritu, al que se llamará maravilloso consejero,
Dios fuerte, Príncipe de la paz, Padre sempiterno (Isaías 9,6-7).
Como
dijo el Ángel a José, será Emmanuel, “Dios con
nosotros”, y a la Virgen: Hijo del Altísimo y se le dará el
trono de David, Jesús: “Dios salva”.
En Belén ha comenzado una nueva lógica entre los hombres: la lógica divina, que
es lógica de amor y de humildad, y hoy la vemos proclamada por Jesús en el
comienzo de su enseñanza. El Dios de majestad y poder, prefiere manifestarse en
debilidad, porque el todopoderoso Dios es sobretodo Amor.
“El Espíritu
sobre mí…” Nosotros también lo pedimos: “que caiga tu luz sobre
mí, Señor, que venga tu Espíritu”. Estos días de la Epifanía queremos verle en
la “grandeza de un Niño que es Dios: su Padre es el Dios que ha hecho el
cielo y la tierra, y El está ahí, en un pesebre (...) porque no había otro
sitio en la tierra para el dueño de todo lo creado. No me aparto de la verdad
más rigurosa, si os digo que Jesús sigue buscando ahora posada en nuestro
corazón...Hemos de pedirle la gracia de no cerrarle nunca más la puerta de
nuestra alma” (S. Josemaría Escrivá). Se lo pedimos a Dios por la intercesión
de la Santísima Virgen, que nos muestra el Niño, y nos anima a atrevernos.
La Navidad es la gran fiesta de la filiación divina, y por
eso de la alegría, pues Dios nos ama siempre, hagamos lo que hagamos. Hemos de
desterrar todo temor y toda intranquilidad, pues a partir de que Dios se hace
Hombre, no hay nada que pueda intranquilizar a los hombres, pues no hay nada
que pueda quitarnos la paz, pues la falta de amor, el pecado, puede siempre
arreglarse, correspondiendo al amor de Dios que siempre se nos ofrece, tan
manifiesto, tan patente en Navidad.
Los pastores "tuvieron gran
temor" ante la claridad de Dios que les cercó de
resplandor, pero oyen del ángel: "No
temáis....os anuncio un gran gozo", lección de paz y de
alegría, que pide de inmediato una respuesta: y Él no desea meros ritos, sino
el corazón: Él, ofreciéndose a cumplir la voluntad de Dios con plena
disponibilidad: "Sacrificios y
ofrendas y holocaustos por el pecado no quisiste... entonces dije: Heme aquí
que vengo, para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Heb 10,5),
nos pide lo mismo. Dios no se satisface con sacrificios de cosas, pues nos pide
amor por amor, quiere nuestra propia persona, nuestra libertad, que le amemos y
así seamos felices.
Pero los hombres no eran capaces de comprender que esa era
su felicidad, y andaban extraviados. Hoy, una buena parte de la humanidad,
sigue extraviada, sin saber ni llegar a comprender la verdadera felicidad que
nos trae Jesús en la Navidad. Y Dios, que se compadece de todos, en su
misericordia busca a todos, se humilla, para levantarnos a nosotros.
Nuestra respuesta al Espíritu ha de ser generosa, es
decir: con humildad a toda prueba que nos debe hacer olvidarnos de nosotros
mismos para sentirnos y actuar como servidores de Dios y de los demás.
Con fe firme en que el Señor vendrá y nos salvará. Está
junto a nosotros siempre que le llamemos, y nos llama de continuo, ese es el
mensaje de su Nacimiento.
Con disponibilidad a la Voluntad de Dios, con aquella
obediencia con que la Virgen fue dócil.
Con desprendimiento de los bienes materiales, pues Cristo
viene al mundo prescindiendo de ellos.
Entrando en estas lecciones de la Navidad podremos
participar de la Pascua, de la Eucaristía donde se condensa toda la vida de
Jesús, y hacerla nuestra. Son lecciones muy marianas, y por eso acudimos a la
intercesión de nuestra Madre: “Salve, por ti resplandece la dicha; / Salve, por
ti se eclipsa la pena. / Salve, por ti la creación se renueva; / Salve,
por ti el Creador nace niño”. Ella nos llevará a esa humildad y pobreza,
obediencia y templanza, servicio y alegría, justicia y piedad, a ese amor hecho
vida con el que engendró a Jesús.
Llucià Pou Sabaté
Fuente: Almudi.org