Estando en este arrobamiento oyó que una voz como de mujer, dulce y delicada, le llamaba, le decía por su nombre, de manera muy cariñosa: "Juanito, Juan Dieguito"
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Cuando nació recibió el nombre de
Cuauhtlatoatzin, que quiere decir "el que habla como águila" o
"águila que habla".
Juan Diego perteneció a la más numerosa y baja clase del Imperio
Azteca; según el Nican Mopohua, era un "macehualli", o "pobre
indio", es decir uno que no pertenecía a ninguna de las categorías
sociales del Imperio, como funcionarios, sacerdotes, guerreros, mercaderes,
etc., ni tampoco formaba parte de la clase de los esclavos. Hablándole a
Nuestra Señora él se describe como "un hombrecillo" o un don nadie, y
atribuye a esto su falta de credibilidad ante el Obispo.
Se dedicó a trabajar la tierra y fabricar matas las que luego
vendía. Poseía un terreno en el que construyó una pequeña vivienda. Más
adelante, contrajo matrimonio con una nativa sin llegar a tener hijos.
Opción por Jesucristo Juan Diego antes de su conversión era un
hombre muy devoto y religioso, -como lo testifica las Informaciones
Guadalupanas de 1666-, esto lo ayudó a poder estar mejor preparado para que,
entre los años de 1524 y 1525, realice una opción total por el Señor Jesús,
bautizándose junto a su esposa; él recibió el nombre de Juan Diego y ella el de
María Lucía.
Fueron bautizados por el misionero franciscano Fray Toribio de
Benavente, llamado por los indios "Motolinia" o " el pobre",
por su extrema gentileza y piedad y las ropas raídas que vestía. De acuerdo a
la primera investigación formal realizada por la Iglesia sobre los sucesos -las
Informaciones Guadalupanas de 1666-, Juan Diego parece haber sido un hombre muy
devoto y religioso, aún antes de su conversión.
Hombre de Dios
Desde el siglo XVI, existen documentos en donde se sabe de la vida
y fama de santidad de Juan Diego, uno de los más importantes fue, sin lugar a
dudas, las llamadas Informaciones Jurídicas de 1666, importante Proceso Canónico,
aprobado después por la Santa Sede y constituido como Proceso Apostólico,
cuando se pidió la aprobación para celebrar la Fiesta de la Virgen de Guadalupe
los días 12 de Diciembre. Estas Informaciones están constituidas por
testimonios de ancianos vecinos de Cuauhtitlán (alguno de ellos de más de cien
años de edad); quienes testificaron y confirmaron la vida ejemplar de Juan
Diego.
Gracias a muchas personas que lo conocieron, sabemos cómo era el
joven modélico. Uno de estos testigos, Marcos Pacheco, sintetizó la
personalidad y la fama de santidad de Juan Diego: "Era un indio que vivía
honesta y recogidamente y que era muy buen cristiano y temeroso de Dios y de su
conciencia, de muy buenas costumbres y modo de proceder"; en tanta manera
que, en muchas ocasiones, le decía a este testigo su Tía: "Dios os haga
como Juan Diego y su Tío", porque los tenía por muy buenos indios y muy
buenos cristianos"; otro testimonio es el de Andrés Juan quien decía que
Juan Diego era un "Varón Santo"; en estos conceptos concuerdan,
unánimes, los otros testigos en estas Informaciones Jurídicas, como por
ejemplo: Gabriel Xuárez, doña Juana de la Concepción, don Pablo Xuárez, don
Martín de San Luis, don Juan Xuárez, Catarina Mónica, etc.
Juan Diego, efectivamente, era para el pueblo "un indio bueno
y cristiano", o un "varón santo"; ya sólo estos títulos
bastarían para entender la fortaleza de su fama; pues los indios eran muy
exigentes para atribuir a alguno de ellos el apelativo de "buen
indio" y mucho menos atribuir que era tan "bueno" que llegaba a
considerarse ya "santo" como para pedirle a Dios que a sus propios
hijos o familiares los hiciera igual de buenos y santos como a Juan Diego.
Ardor por la santidad
San Juan Diego era muy reservado y de un místico carácter, le
gustaba el silencio y realizaba frecuentes penitencias, solía caminar desde su
poblado hasta Tenochtitlán, a 20 kilómetros de distancia, para recibir
instrucción religiosa. Tras la muerte de su esposa María Lucía en 1529, Juan
Diego se fue a vivir con su tío Juan Bernardino en Tolpetlac, a sólo 14
kilómetros de la iglesia de Tlatilolco, Tenochtitlán.
El caminaba cada sábado y domingo a la iglesia, partiendo a la
mañana muy temprano, antes que amaneciera, para llegar a tiempo a la Santa Misa
y a las clases de instrucción religiosa. Caminaba descalzo, como la gente de su
clase macehualli, ya que sólo los miembros de las clases superiores de los
aztecas usaban cactlis, o sandalias, confeccionadas con fibras vegetales o de
pieles. En esas frías madrugadas usaba para protegerse del frío una manta,
tilma o ayate, tejida con fibras del maguey, el cactus típico de la región. El
algodón era solo usado por los aztecas más privilegiados.
Milagroso encuentro
El Sábado 9 de Diciembre de 1531, muy de mañana, durante una de
sus caminatas camino a Tenochtitlán, -recorridos que solían tomar unas tres
horas y media a través de montañas y poblados-, Juan Diego se dirigía a la Misa
Sabatina de la Virgen María y al catecismo, a la "doctrina" en
Tlatelolco, atendida por los franciscanos del primer convento que entonces se
había erigido en la Ciudad de México.
Cuando el humilde indio llegó a las faldas del cerro llamado
Tepeyac, -en donde actualmente se le conoce como "Capilla del
Cerrito"-, de repente escuchó cantos preciosos, armoniosos y dulces que
venían de lo alto del cerro, le pareció que eran coros de distintas aves que se
respondían unos a otros en un concierto de extraordinaria belleza, observó una
nube blanca y resplandeciente, y que se alcanzaba a distinguir un maravilloso
arco iris de diversos colores.
Juan Diego quedó absorto y fuera de sí por el asombro y "se
dijo ¿Por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿Quizá nomás lo
estoy soñando? ¿Quizá solamente lo veo como entre sueños? ¿Dónde estoy? ¿Dónde
me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados,
nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra
carne, de nuestro sustento, acaso en la tierra celestial? Hacia allá estaba
viendo, arriba del cerrillo, del lado de donde sale el sol, de donde procedía
el precioso canto celestial."
Estando en este arrobamiento, de pronto, cesó el canto, y oyó que
una voz como de mujer, dulce y delicada, le llamaba, de arriba del cerrillo, le
decía por su nombre, de manera muy cariñosa: "Juanito, Juan
Dieguito". Sin ninguna turbación, el indio decidió ir a donde lo llamaban,
alegre y contento comenzó a subir el cerrillo y cuando llegó a la cumbre se
encontró con una bellísima Doncella que allí lo aguardaba de pie y lo llamó para
que se acercara.
Cuando llegó frente a Ella se dio cuenta, con gran asombro, de la
hermosura de su rostro, su perfecta belleza, "su vestido relucía como el
sol, como que reverberaba, y la piedra, el risco en el que estaba de pie, como
que lanzaba rayos; el resplandor de Ella como preciosas piedras, como ajorca
(todo lo más bello) parecía: la tierra como que relumbraba con los resplandores
del arco iris en la niebla. Y los mezquites y nopales y las demás hierbecillas
que allá se suelen dar, parecían como esmeraldas.
Como turquesa aparecía su follaje. Y su tronco, sus espinas, sus
aguates, relucían como el oro". Todo manifestaba la presencia divina.
Ante Ella, Juan Diego se postró, y escuchó la voz de la dulce y
afable Señora del Cielo, en idioma Mexicano, "le dijo: 'Escucha, hijo mío
el menor, Juanito. ¿A dónde te diriges? ' Y él le contestó: 'Mi Señora, Reina,
Muchachita mía, allá llegaré, a tu casita de México Tlatilolco, a seguir las
cosas de Dios que nos dan, que nos enseñan quienes son las imágenes de Nuestro
Señor, nuestros Sacerdotes'".
Fiel hijo de María
Así se inició el diálogo filial que Juan Diego tuvo con Nuestra
Señora de Guadalupe. A partir de entonces y hasta su muerte, el santo indígena
se encargó de anunciar el milagroso encuentro, viviendo y sirviendo en la
ermita recién construida, según la voluntad de Nuestra Señora de Guadalupe, a
los pies del cerro del Tepeyac, y en donde fue colocada la sagrada Imagen, que
fuera la prueba contundente para Mons. Juan de Jumárraga, Obispo de México en
aquel entonces, creyera en aquel relato por el que infinidad de veces Juan
Diego lo visitaba. Según cuenta la historia, el santo mexicano, insistía
"por orden de un muchacho" que se le reveló como "la siempre
virgen santa María".
El prudente obispo Zumárraga, se manifestó escéptico al relato del
visitante. Pero el 12 de diciembre de 1531 había que creer o reventar. El indio
se apareció nuevamente en el despacho de su Excelencia con su poncho repleto de
rosas. Ya ahí la cosa cambió. Rosas milagrosas en pleno invierno que sellaron
para la eternidad la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe.
Fuente; ACI