INFANCIA ESPIRITUAL
II. Infancia espiritual y filiación divina. Humildad y abandono en Dios.
III. Virtudes propias de este camino de infancia: docilidad y sencillez.
“Hubo en los días de
Herodes, rey de Judea, un sacerdote, llamado Zacarías, del grupo de Abías,
casado con una mujer descendiente de Aarón, que se llamaba Isabel; los dos eran
justos ante Dios, y caminaban sin tacha en todos los mandamientos y preceptos
del Señor. No tenían hijos, porque Isabel era estéril, y los dos de avanzada
edad.
Sucedió que, mientras oficiaba delante de Dios, en el turno de su grupo,
le tocó en suerte, según el uso del servicio sacerdotal, entrar en el Santuario
del Señor para quemar el incienso. Toda la multitud del pueblo estaba fuera en
oración, a la hora del incienso. Se le apareció el Ángel del Señor, de pie, a
la derecha del altar del incienso. Al verle Zacarías, se turbó, y el temor se
apoderó de él. El ángel le dijo: «No temas, Zacarías, porque tu petición ha
sido escuchada; Isabel, tu mujer, te dará a luz un hijo, a quien pondrás por
nombre Juan; será para ti gozo y alegría, y muchos se gozarán en su nacimiento,
porque será grande ante el Señor; no beberá vino ni licor; estará lleno del
Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y a muchos de los hijos de Israel,
les convertirá al Señor su Dios, e irá delante de Él con el espíritu y el poder
de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los
rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien
dispuesto».
Zacarías dijo al ángel: «¿En qué lo conoceré? Porque yo soy viejo y
mi mujer avanzada en edad». El ángel le respondió: «Yo soy Gabriel, el que está
delante de Dios, y he sido enviado para hablarte y anunciarte esta buena nueva.
Mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas
cosas, porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se cumplirán a su
tiempo».
El pueblo estaba esperando a Zacarías y se extrañaban de su demora en el Santuario. Cuando salió, no podía hablarles, y comprendieron que había tenido una visión en el Santuario; les hablaba por señas, y permaneció mudo. Y sucedió que cuando se cumplieron los días de su servicio, se fue a su casa. Días después, concibió su mujer Isabel; y se mantuvo oculta durante cinco meses diciendo: «Esto es lo que ha hecho por mí el Señor en los días en que se dignó quitar mi oprobio entre los hombres»” (Lucas 1,5-25).
El pueblo estaba esperando a Zacarías y se extrañaban de su demora en el Santuario. Cuando salió, no podía hablarles, y comprendieron que había tenido una visión en el Santuario; les hablaba por señas, y permaneció mudo. Y sucedió que cuando se cumplieron los días de su servicio, se fue a su casa. Días después, concibió su mujer Isabel; y se mantuvo oculta durante cinco meses diciendo: «Esto es lo que ha hecho por mí el Señor en los días en que se dignó quitar mi oprobio entre los hombres»” (Lucas 1,5-25).
I. Jesús se enfada con los
discípulos cuando intentan alejarle a los niños que se arremolinan a su
alrededor. Él está a gusto con las criaturas. Nosotros hemos de acercarnos a
Belén con las disposiciones de los niños: con sencillez, sin prejuicios, con el
alma abierta de par en par.
Es
más, es necesario hacerse como niño para entrar al Reino de los Cielos: si no
os convertís como niños no entraréis al Reino de los Cielos (Mateo 18, 3), dirá
el Señor en otra ocasión.
Jesús
no recomienda la puerilidad, sino la inocencia y la sencillez. El niño carece
de todo sentimiento de suficiencia, necesita constantemente de sus padres, y lo
sabe. Así debe ser el cristiano delante de su Padre Dios: un ser que es todo
necesidad. El niño vive con plenitud el presente y nada más; el adulto vive con
excesiva inquietud por el “mañana”, dejando vacío el “hoy”, que es lo que debe
vivir con intensidad por amor a Jesús.
II. A lo largo del
Evangelio encontramos que se escoge lo pequeño para confundir a lo grande. Abre
la boca de los que saben menos, y cierra la de los que parecen sabios.
Nosotros, al reconocer a Jesús en la gruta de Belén como al Mesías prometido,
hemos de hacerlo con el espíritu, la sencillez y la audacia de los pequeños.
Hacerse interiormente como niños, siendo mayores, puede ser tarea costosa:
requiere reciedumbre y fortaleza en la voluntad, y un gran abandono en Dios.
Este
abandono, que lleva consigo una inmensa paz, sólo se consigue cuando quedamos
indefensos ante el Señor. “Se pequeños exige abandonarse como se abandonan los
niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños” (J. ESCRIVÁ DE
BALAGUER, Es Cristo que pasa).
III. Esta vida de infancia
es posible si tenemos enraizada nuestra conciencia de hijos de Dios. El
misterio de la filiación divina, fundamento de nuestra vida espiritual, es una
de las consecuencias de la Redención. Al ser hijos de Dios somos herederos de
la gloria. Vamos a procurar ser dignos de tal herencia y tener con Dios una
piedad filial, tierna y sincera.
Los
niños no son demasiado sensibles al ridículo, ni tienen esos temores y falsos
respetos humanos que engendran la soberbia y la preocupación por el “qué
dirán”. El niño cae frecuentemente, pero se levanta con prontitud y ligereza y
olvida con facilidad las experiencias negativas. Sencillez y docilidad es lo
que nos pide el Señor: trato amable con los demás, y siempre dispuesto a ser
enseñado ante los misterios de Dios.
Aprenderemos
a ser niños cuando contemplamos a Jesús Niño en brazos de su Madre.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org