Foto: María Pazos Carretero |
Cada
figura y cada elemento del belén tiene un sentido propio. El Papa Francisco,
en Admirabile signum, desentraña varios de ellos: en el belén hay a
menudo ruinas de casas y palacios antiguos, «signo visible de la humanidad
caída que Jesús vino a sanar y reconstruir».
Hay montañas, arroyos, ovejas,
para representar a toda la creación que participa en la fiesta de la venida del
Mesías.
Los
ángeles y la estrella son el signo de que «nosotros también estamos llamados a
ponernos en camino para llegar a la cueva y adorar al Señor». Los pastores nos
dicen que son «los más humildes y los más pobres que saben acoger el
acontecimiento de la Encarnación», como los mendigos, que «son los más capaces
de reconocer la presencia de Dios en medio de nosotros». El palacio de Herodes
«está al fondo, cerrado, sordo al anuncio de la alegría».
Las mujeres que
llevan jarras de agua representan «la santidad cotidiana, la alegría de hacer
las cosas cotidianas de una manera extraordinaria, y que Jesús comparte con
nosotros su vida divina».
Por
su parte, Antonio Basanta, propietario de una de las mayores colecciones de
belenes del mundo –que se puede ver en parte estos días en el campus de la
Universidad de Navarra en Madrid– desvela el sentido de más elementos. El agua
del río es «el origen de la vida», y en él vive el pez principal, el Ichthys griego
[acróstico de Jesús Cristo Hijo de Dios Salvador].
«Ahí es donde
todos los peces –nosotros–, bebemos y volvemos a beber, como dice el
villancico, porque del amor de Cristo nunca te sacias». El puente también es
imagen de Jesús, «que nos lleva de la orilla finita a la infinita, de la tierra
al Cielo». Y la cueva es «el útero que ofrece la Creación al hijo de Dios».
La
lavandera es «la representación de la comunidad, la madre –imagen de la Virgen
y de la Iglesia– que va al agua de la vida a lavar los conflictos. Cualquier
problema, diluido en el agua de la vida y el amor, se disuelve».
El
movimiento de las aspas del molino representa el paso del tiempo, donde el
molinero «muele la harina de la Sagrada Forma, en la que el tiempo se convierte
en eternidad».
La
mula y el buey son dos animales estériles, por lo que en la jerarquía de
animales de Israel ocupaban el último lugar, pero «son los primeros que adoran
a Jesús». Los niños antes dejaban también junto al portal una tortuga y un
caracol, los animales más lentos, para señalar que «los últimos serán los
primeros».
Esta
idea se repite a la hora de representar a las figuras humanas. «Cuando nace un
rey, los nobles son los primeros en acudir, pero en Belén es al contrario. Los
primeros son los pastores, porque Dios nace para quienes más amor necesitan»,
dice Basanta.
El
viaje de los Magos «es el camino del conocimiento al amor, y se transforma en
sabiduría. Llegan por caminos serpenteantes porque la vida es así, pero al
llegar al pesebre su camino se hace recto, porque llegan al Amor». Al Niño le
ofrecen oro porque es rey, incienso porque es Dios y mirra porque es el material
que se usaba para el embalsamamiento y muestra la preservación de la vida que
anticipa la Resurrección.
Los
belenes primitivos recogían todo el ciclo de la vida de Jesús y terminaban en
el Calvario y en la Resurrección. En los siglos XVIII y XIX existía la figura
del pastor de respeto en el belén español, que no mira al belén sino al público,
con cierta severidad, «para indicarnos que no estamos ante una mera
manualidad».
«Nos
pide silencio y respeto ante el hecho extraordinario de Dios que se hace hombre
y derriba todas las barreras. Por eso, lo mejor que podemos hacer ante un belén
es bajar nuestra barreras y acoger al Niño que ha venido y que sigue viniendo».
Juan
Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Fuente:
Alfa y Omega