Diario de María 21 de
diciembre
Dominio público |
“Los caminos de Dios no son nuestros caminos. Lo redescubro cada día, y me admiro más y más de la inmensidad de sus designios.
Cada día comprendo mejor que Él SIEMPRE saca bienes de los males. Luego de observar el sábado, salimos muy antes del amanecer
desde Jericó. Teníamos previsto llegar a Jerusalén antes del mediodía.
Pero cuando estábamos comenzando la subida al ciudad santa, José
y yo escuchamos como un gemido, que venía del costado del camino, de junto a
unos arbustos. No eran sólo gemidos, eran gritos de dolor. Le advertí a quienes
guiaban la caravana, pero nos dijeron que había que apurarse, porque la
tormenta podía venir en las primeras horas de la tarde, y no podían detenerse.
José no vaciló ni un instante. Siempre fue así de decidido
cuando el dolor de otros se le mostraba con claridad. Detuvo el burrito en que
yo montaba, y me dijo sencillamente: “no podemos seguir de largo”. Y me condujo
junto a él hacia el lugar del que procedían los lamentos.
Lo que vimos era horrendo, casi tal como el texto de Isaías lo
había descrito. Un hombre tan desfigurado que casi no se lo podía reconocer.
José le habló con suave dulzura, tratando de infundirle paz.
Sus manos forjadas en el trabajo manual se convirtieron en un
breve instante en manos de médico. Lo vi sacar de su alforja primero el poquito
de vino que llevaba, con el cual desinfectó las heridas más peligrosas. Luego
aplicó un poco de aceite mezclado con unas hierbas –enseñanza de su madre- para
suavizarlas y aliviar el dolor. Sin dudar, se quitó el manto, y rompiendo un
poco su túnica, le vendó la cabeza.
Me miró, y con un simple gesto, me pidió que montara un poco más
adelante. Y detrás de mí colocó como pudo al hombre malherido, que, a su manera,
sonreía agradecido. Cuando pudo hablar, nos dijo que unos malhechores lo habían
asaltado cuando bajaba de Jerusalén a Jericó…
La caravana ya iba muy lejos, pero no importaba. La marcha fue
mucho más lenta, pero teníamos la certeza de que estábamos haciendo lo
correcto.
Yo le decía a mi niñito: ¡qué padre tan noble tienes! Cuando
crezcas, vas a estar orgulloso de él. Yo te voy a contar cada uno de los gestos
de amor de los cuales ha estado llena su vida…
Efectivamente, a media tarde –cuando aún Jerusalén no estaba a
nuestra vista- la tormenta se situó justo sobre nosotros. Justo llegábamos a
una posada muy sencilla, y alcanzamos a cobijarnos allí con José y el hombre
malherido.
José estuvo conversando con el dueño de la posada, y vi cuando
le dio todo el dinero que teníamos, e incluso le prometió: “lo que gastes de
más, te lo pagaré al volver”.
¡Cuánta confianza en Yahvé!
Esa noche el Niño durmió muy tranquilo. De modo misterioso, se
me ocurría que él iba siendo ya testigo de todo lo que nosotros hacíamos,
decíamos o pensábamos. En cierto modo, él, mi Niño, viene a eso… a recogernos
del costado del camino y sanar nuestras heridas.
Gracias, una vez más, Adonai. ¡Cuánto deseo ver tu Rostro,
cuánto deseo ver el Rostro de mi Niño!”
P. Leandro Bonin
Fuente: Misioneros Digitales Católicos