La
indulgencia consiste en una forma de perdón que el fiel obtiene en relación con
sus pecados por la mediación de la Iglesia
Seguramente
hemos oído la palabra “indulgencias”, entendiendo por tal una especie de gracia
o favor que se vincula al cumplimiento de una acción piadosa: el rezo de alguna
oración, la visita a un santuario o a otro lugar sagrado, etc. También al oír
la palabra “indulgencias” vienen a nuestra memoria las disputas entre Lutero y
la Iglesia de Roma, y las críticas subsiguientes de los otros reformadores del
siglo XVI.
Pero, ¿qué son las indulgencias? La etimología latina de la palabra puede
ayudarnos a situarnos en una pista correcta. El verbo “indulgeo” significa “ser
indulgente” y también “conceder”. La indulgencia es, pues, algo que se nos
concede, benignamente, en nuestro favor.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos proporciona, con palabras de Pablo VI,
una definición más precisa: “La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena
temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel
dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la
Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con
autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos”
(Catecismo, 1471).
La definición, exacta y densa, relaciona tres realidades: la remisión o el
perdón, el pecado, y la Iglesia. La indulgencia consiste en una forma de perdón
que el fiel obtiene en relación con sus pecados por la mediación de la Iglesia.
¿Qué es lo que se perdona con la indulgencia? No se perdonan los pecados, ya
que el medio ordinario mediante el cual el fiel recibe de Dios el perdón de sus
pecados es el sacramento de la penitencia (cf Catecismo, 1486). Pero, según la
doctrina católica, el pecado entraña una doble consecuencia: lleva consigo una
“pena eterna” y una “pena temporal”. ¿Qué es la pena eterna? Es la privación de
la comunión con Dios. El que peca mortalmente pierde la amistad con Dios,
privándose, si no se arrepiente y acude al sacramento de la penitencia, de la
unión con Él para siempre.
Pero aunque el perdón del pecado por el sacramento de la Penitencia entraña la
remisión de la pena eterna, subsiste aún la llamada “pena temporal”. La pena
temporal es el sufrimiento que comporta la purificación del desorden
introducido en el hombre por el pecado. Esta pena ha de purgarse en esta vida o
en la otra (en el purgatorio), para que el fiel cristiano quede libre de los
rastros que el pecado ha dejado en su vida.
Podemos poner una comparación. Imaginemos una intervención quirúrgica: un
trasplante de corazón, por ejemplo. El nuevo corazón salva la vida del paciente.
Se ve así liberado el enfermo de una muerte segura. Pero, cuando ya la
operación ha concluido exitosamente, e incluso cuando está ya fuera de peligro,
subsiste la necesidad de una total recuperación. Es preciso sanar las heridas
que el mal funcionamiento del corazón anterior y la misma intervención han
causado en el organismo. Pues de igual modo, el pecador que ha sido perdonado
de sus culpas, aunque está salvado; es decir, liberado de la pena eterna
merecida por sus pecados, tiene aún que reestablecerse por completo, sanando
las consecuencias del pecado; es decir, purificando las penas temporales
merecidas por él.
La indulgencia es como un indulto, un perdón gratuito, de estas penas
temporales. Es como si, tras la intervención quirúrgica y el trasplante del
nuevo corazón, se cerrasen de pronto todas las heridas y el paciente se
recuperase de una manera rápida y sencilla, ayudado por el cariño de quienes lo
cuidan, la atención esmerada que recibe y la eficacia curativa de las
medicinas.
La Iglesia no es la autora, pero sí la mediadora del perdón. Del perdón de los
pecados y del perdón de las penas temporales que entrañan los pecados. Por el
sacramento de la Penitencia, la Iglesia sirve de mediadora a Cristo el Señor
que dice al penitente: “Yo te absuelvo de tus pecados”. Con la concesión de
indulgencias, la Iglesia reparte entre los fieles la medicina eficaz de los
méritos de Cristo nuestro Señor, ofrecidos por la humanidad. Y en ese tesoro
precioso de los méritos de Cristo están incluidos también, porque el Señor los
posibilita y hace suyos, las buenas obras de la Virgen Santísima y de los
santos. Ellos, los santos, son los enfermeros que vuelcan sus cuidados en el
hombre dañado por el pecado, para que pueda recuperarse pronto de las marcas
dejadas por las heridas.
¿Tiene sentido hablar hoy de las indulgencias? Claro que sí, porque tiene
sentido proclamar las maravillas del amor de Dios manifestado en Cristo que
acoge a cada hombre, por el ministerio de la Iglesia, para decirle, como le
dijo al paralítico: “Tus pecados están perdonados, coge tu camilla y echa a
andar”. Él no sólo perdona nuestras culpas, sino que también, a través de su
Iglesia, difunde sobre nuestras heridas el bálsamo curativo de sus méritos
infinitos y la desbordante caridad de los santos.
Por: Guillermo Juan Morado
Fuente:
Catholic.net