Es el primero en llegar y el último en irse de la iglesia, pero ¿Qué hace mientras está allí?
Todo
está oscuro y en silencio. Todavía no ha llegado la gente. Se oyen unos pasos
que se acercan. Se abre la puerta de la iglesia. Es el sacristán que llega a
prepararlo todo, tempranito, como siempre.
Lo
primero que suele hacer al llegar es orar. Encomendar su jornada al Señor.
Luego
realiza las tareas más diversas. Coloca y prende las velas del altar, pone o
quita los floreros, prepara en la credenza el Misal y lo que se utilizará en la
celebración, instala y prende el micrófono, pone el Leccionario en el ambón y
lo deja listo en donde corresponde; pone en el atril la hojita de las
peticiones; prepara las vestiduras del sacerdote según el color que
corresponde.
También
sabe qué se necesita cuando hay Bautismos, Matrimonios, Primeras Comuniones, y
celebraciones especiales, como por ejemplo en Semana Santa, en las que hay que
cuidar muchísimos detalles.
Y
si hace falta, tiene la humildad de realizar lo que se necesite. Se acomide a
barrer; a recoger y ordenar las hojitas de Misa que deja la gente olvidadas; a
apagar y quitar las veladoras gastadas; a sacudir bancas y reclinatorios, y
hasta a despegar chicles que algunos maleducados rumiantes dejaron pegados en
la parte de abajo de sus asientos.
Cuando
llega el celebrante, lo ayuda a revestirse. Y durante la celebración, se
mantiene atento, por si le toca sostenerle el libro, ayudarlo en algo o
resolver algún imprevisto, como cambiar a toda prisa la pila al micrófono, ir
corriendo a traer algo que hace falta, ajustar el equipo de sonido o de
iluminación. Y quién sabe cómo se las ingenia, pero siempre encuentra la
solución.
El
sacristán sabe dónde está todo, en qué mueble, en qué estante, junto a qué o
debajo de qué; conoce cada rincón de la sacristía como la palma de su mano.
Entiende lo que es un ‘acetre’, un ‘turiferario’, una ‘píxide’, un ‘corporal’,
nombres que la mayoría de la gente desconoce porque suele usar otros (como el
‘casito’ de agua bendita, el ‘chunche’ del incienso, el copón, el mantelito
almidonado…).
Llega
a tener tal compenetración con su párroco, que basta que éste le haga un ligero
gesto, una mirada, una pequeña inclinación de cabeza, y capta al instante lo
que necesita y se apresura a traérselo. Parecería que le leyera el pensamiento.
Y si trabaja en una iglesia en la que hay varios sacerdotes, asume sin chistar
el reto constante de adaptarse a lo que pide cada uno para tener siempre listo
lo que pueda solicitarle.
Otra
gran virtud del sacristán es la paciencia, que ejerce constantemente para
tratar con afabilidad a toda la gente, que no siempre es amable ni prudente.
Cuando
termina la Misa, los feligreses y el padre se van, pero el sacristán se queda,
y va y viene, va y viene, atareado, regresando a la sacristía lo empleado en la
celebración. Lo guarda todo, y deja preparado lo que se utilizará al día
siguiente. Extingue la llama de las velas. Cierra las ventanas. Verifica que no
quede nadie. Echa un último vistazo para asegurarse de dejar las cosas en
orden; hace una breve oración para agradecerle su jornada a Jesús, y apaga la
luz.
Todo
queda oscuro y en silencio. Ya se ha ido toda la gente. Se oyen unos pasos que
se alejan. Se cierra la puerta de la iglesia. Es el sacristán que se va a
descansar, tarde, como siempre.
Recuadro
Pregunté
a un sacristán qué era lo que más le gustaba de su oficio. Sin pensarlo dos
veces respondió algo muy bello: “Poder servir a Dios y a mis hermanos”. Qué pena
que esos hermanos a los que sirve, o sea nosotros, no siempre apreciemos o
agradezcamos su abnegada labor. Los sacristanes no suelen recibir de los fieles
atenciones, felicitaciones. Alguno comentó entristecido: ‘nadie nos toma en
cuenta’. ¡Es hora de hacerles saber que valoramos su entrega!
Va
desde aquí un agradecido abrazo a Miguel Ángel, de la rectoría de san
Buenaventura; a Francisco Javier, Jorge, Juan y Gabriel, de la parroquia de san
Agustín de las Cuevas; y a todos los sacristanes de todas las capillas,
rectorías y parroquias que conocemos. Procurémoslos, y oremos diario por ellos.
Encomendémoslos
a san Abundio de Roma, santo sacristán de la Basílica de san Pedro, a quien la
Iglesia celebra cada 15 de abril. Y va con ello una propuesta: que en esa fecha
se instituya el ‘Día del Sacristán’, para expresarles nuestro reconocimiento y
gratitud y festejarlos.
Por
lo pronto, en tu nombre y en el mío, digámosles: ¡Gracias! ¡Que Dios recompense
su valioso servicio, y los siga colmando de dones y bendiciones!
Por: Alejandra María Sosa Elízaga
Fuente:
Siame.mx