Soy capaz de lo más sublime
y de lo más terrible pero siempre en camino
Pido por los que han partido. Y recuerdo
a los que viven ya para siempre esa vida eterna. Y también me pregunto: “Y yo, ¿quiero ser santo?”. Muchas veces me confronto con
mis límites.
Decía el papa Francisco: “Dios te llama a transmitir esa vida, a
crear esperanza. A recibir misericordia y dar misericordia. Te llama a ser
feliz. No tengas miedo. Juégate toda la vida. La vida es así”. Sé que es así. Lo creo con la
cabeza. Pero el corazón se empeña en creer que la santidad es algo lejano,
elevado, puro, inalcanzable.
Y la santidad es un camino al que me
siento llamado. No sólo yo. Todos. Y no en soledad. Acompañado de muchos. Los
primeros cristianos se llamaban a sí mismos “los
santos”. Porque eran conscientes de que todos soñaban con la
santidad, caminaban hacia la santidad. No se
fijaban en su imperfección. Veían la santidad como una forma de vivir la vida.
Yo también lo veo así. Sé que yo solo no
puedo ser santo. Lucho y caigo, espero y sufro, anhelo y me detengo. Soy capaz
de lo mejor y de lo peor.
A veces veo las cumbres. Como si de
repente lograra tocar el cielo que se me abre ante los ojos. Otras veces me veo
en lo más hondo del valle, débil, roto, herido. Soy el mismo que vuela alto y
cae en lo más bajo. Capaz
de lo más sublime y de lo más terrible. Pero siempre en camino.
Siempre luchando.
Porque quiero ser feliz para siempre,
quiero ser feliz hasta el fondo del alma. Lo deseo. Aunque no logre asirlo para
siempre. Sé que los santos me muestran algo del cielo en la tierra. En su forma
de mirar, de amar, de vivir.
“Sobre todo afirmamos que sus vidas son
una ventana hacia algo más. Mirándolos a ellos, a lo que hicieron, dijeron y
vivieron, a cómo amaron y curaron, a cómo el evangelio ardió en sus vidas,
podemos intuir al único que es realmente santo, a Dios. La verdadera santidad
no es una virtud de cumplimiento. No es la perfección personal. No es una
rareza imposible. Es la capacidad de, en la fragilidad e imperfección propias,
ser reflejo del Dios que sí es perfecto. Es ser capaz de enamorarse de tal modo
del Dios de Jesús que ese amor se convierte en pasión que arrebata la propia
vida”.
Ser santo tiene que ver con mi capacidad
de amar y dar la vida. Con el don que tengo para echar raíces. Con la costumbre
de amar en presente, de amar en la intimidad del corazón que se abre. Ser santo no es una perfección
inalcanzable. Más bien tiene que ver con aspirar a lo más alto
tropezando muchas veces.
Decía el padre José Kentenich: “San Bernardo experimentó que hay horas
en las que nos sentimos paralizados y experimentamos el elemento animal que hay
en nosotros con mayor intensidad que en los años de la juventud. En esos
trances el santo de Claraval solía decirse: ¿Ad quid venisti? ¿A qué has venido? ¿Quieres pasarlo bien? ¿Quieres una vida cómoda? ¿Has venido para rehuir las fatigas del mundo? ¡Bernarde!, ¿ad quid venisti?”.
Me enciende siempre en el corazón esta
pregunta de san Bernardo. En los momentos de noche. En los momentos en los que
la tristeza se hace fuerte. En los momentos en los que tiembla el alma. En esos
momentos el corazón se pone de nuevo en pie.
Sí. Aspiro de nuevo a lo más alto. Anhelo
lo más grande. Lucho por lo más bello. No me conformo con una vida mediocre. Me
pongo en camino de nuevo. Es la misma experiencia toda mi vida. En la noche
brilla la luz de mi ideal, de mis sueños, del amor de Dios en mi vida. Ese amor
que me levanta para seguir luchando.
Creo que ser santo no es ser perfecto.
Más bien tiene que ver con estar unido a Jesús, caminar en sus pasos, dejarme
sostener por Él. Es más
bien ser hecho antes que hacer muchas cosas.
Creo que la santidad tiene que ver con la
alegría. Decía el P. Kentenich: “La
alegría también es un medio eficaz para alcanzar la santidad, para ser un
sacerdote santo. Podemos también sacar una conclusión básica: nuestro deber
moral consiste en educarnos a nosotros mismos y a los demás para la alegría”.
Educarme en la alegría. No dejarme llevar
por el ánimo de tristeza que me hace ver todo con una tonalidad grisácea. Aspiro a hacer lo que Dios quiere. Me
gustaría saber escucharle más a Él en el silencio.
Miro a María en el Santuario. Ahí está mi
verdadera escuela de santidad. Decía el Padre Kentenich: “La Alianza de Amor es igualmente un
intercambio de intereses. Que nuestros intereses se conviertan en los de la
Santísima Virgen”.
María me enseña a amar. Es una alianza para aprender a amar los
intereses de Dios, de los hombres. Me enseña a vivir descentrado. Centrado en
Dios. El que ama hace suyos los intereses de la persona amada.
La santidad consiste en querer como
propios los intereses de Dios. Consiste en querer su voluntad como la mía
propia. Es un misterio. Es un verdadero milagro porque normalmente me aferro a
mis deseos. Me empeño en mi camino y quiero realizar mi plan personal diseñado
en mi alma. Que aprenda a querer lo que no es mío es obra del amor de Dios en
mi vida, obra del Espíritu.
Sólo puedo recorrer el camino de la
santidad cuando he tocado con mis propias manos el amor de Dios en mi vida. Ese
amor que me hace quererme y aceptarme al ser amado.
Los santos comenzaron a ser santos a
partir de una convicción que anidó con fuerza en sus corazones: la convicción
de saberse profundamente amados por Dios. Tal como eran. En su alma tocaron la
presencia salvadora de Aquel que los llamaba por su nombre. Sólo puedo ser
realmente de Dios si veo en Él un Padre que me quiere con locura. Un Padre que me busca, me desea, me
espera, me abraza.
Fuente:
Aleteia