Una
bella reflexión ante la Virgen de la Almudena que apareció tras la muralla
junto a unas velas encendidas
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Pexels | CC0 |
María
se detiene ante mí para que yo mire su rostro. Me conmueve su mirada de Madre
que siempre acoge. Quiere que descanse en sus brazos. No me juzga, no me
condena. Acepta mi fragilidad. Ama mi pequeñez. Yo me detengo y la miro.
Hay una advocación de María
que siempre despierta mi alma de niño. En Madrid, durante la ocupación árabe,
se escondió en los muros de la ciudad una imagen de la Virgen.
Cuando se recuperó la ciudad
trataron de encontrar esa imagen. Hicieron oraciones y procesiones pidiéndole a
María que se mostrase al pueblo.
Y así fue, una parte del
muro se desprendió, y apareció escondida en su interior la imagen de María.
Unas velas, que dejó encendidas la mujer que escondió la imagen, seguían
ardiendo sin consumirse. Velando junto a María. Desde entonces se venera esta
imagen como Nuestra Señora de la Almudena.
La imagen escondida en la muralla me conmueve. María
rompe la muralla para acercarse a mí. Y esas velas ardiendo, dando luz,
desde el interior de la muralla me hablan de la esperanza.
Una
luz invisible que no se consume y permanece oculta durante tanto tiempo. Pienso
que esa luz la llevo yo dentro. La guardo, la protejo.
Pongo un muro para guardarme
de invasiones, de agresiones y desprecios. Un muro protector para que no me
hagan daño. Un muro que me aísla y me consume por dentro.
Pero súbitamente, el muro se
desprende y cae ante mis ojos. El muro de mis defensas, de mis
protecciones.
Me veo vulnerable, desnudo ante el mundo que puede condenarme.
Pienso en ese muro de mis
miedos y vergüenzas que me tapa. Pienso en el muro de mis cobardías y
traiciones, que me hace esconderme.
Miro el muro de mi pecado y
superficialidad, que no quiero que los demás vean. Me duele el muro de mis
odios y orgullos que me separa de los hombres. Me avergüenza el
muro de mis egoísmos y envidias, que me hacen tan esquivo.
Sé que esos
muros me protegen y guardan, al mismo tiempo que me matan. Esos muros son un freno a
los intrusos, a los mirones, a los que me buscan sin descanso. Y al mismo
tiempo me alejan de los hombres y de Dios.
La voz de María logra que
los muros caigan de golpe. Todos los muros que me cubren en mi
desnudez. De repente se desploman.
Es el poder de la oración de
María el que me libera de tantas ataduras en forma de muro. Ella los rompe para
que me muestre sin tapujos, sin miedos. Su amor cubre mi desnudez. Ante Ella
soy libre. Porque hay muros que no me hacen bien. Y hay sí, otro muro sagrado,
el que teje María misma en mi alma. Leía el otro día:
“El
silencio es una barrera que devuelve al hombre una dignidad. Los monasterios
protegen a la humanidad de las amenazas que pesan sobre ellas. ¡Cuántos hombres
deberían imitarlos para hacer del silencio
una barrera eficaz!”.
El silencio de mi oración,
de mi interioridad es sagrado. Es el corazón del templo de mi alma. Allí está
María protegiendo lo más mío. Allí me
muestro en mi verdad más pura ante Ella, porque es Ella la Reina de mi corazón.
Los otros muros, los que me
alejan de todos, esos pueden caer. Y entonces, cuando parece que estoy
perdiendo mi protección, es cuando soy más verdadero, más libre, más niño, más
de Dios.
Es curioso, dejo de temer.
Caen los muros que me protegen y aíslan al mismo tiempo y me siento más cerca
de los hombres y de Dios.
Caen
los muros que me guardan y defienden y no tengo el miedo que tenía antes. Caen los muros que me
salvan y condenan, y me siento dispuesto a ponerme en camino.
Esos muros fruto de mi
egoísmo pueden caer en mi vida. Porque los he construido casi sin darme cuenta.
Para protegerme de los que son diferentes, de los que tienen el poder de
hacerme daño. Para evitar que
me molesten los que son molestos. Para que no me quiten mi tiempo, mi libertad,
mi vida, mi espacio.
Me acostumbro a los muros
que me separan del que yo desprecio, ante el que soy indiferente. Tal vez se me
ha pegado algo del menosprecio y la indiferencia que reinan en el mundo.
Me he vuelto egoísta e
indiferente ante el que sufre, ante el que no tiene. He
menospreciado desde mi orgullo al que no es como yo. He huido de su vida
enferma y herida porque no quería que me hiciera daño.
María
derriba los muros y
la luz que reina en mi interior ilumina mi mundo. Dice la Biblia: “A
vosotros, los que teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis
salud a su sombra”.
El sol de Cristo, de María,
ilumina mi vida. Y desde el muro santo de mi interioridad llevo la esperanza a
los hombres. Entonces pueden caer los otros muros para poder ir así al
encuentro del que me necesita.
Pierdo el miedo. Me pongo en
camino. Construyo puentes en lugar de murallas. Y toco la herida del que sufre
a mi lado. Para calmar el dolor, para tender una mano al que más lo necesita.
Miro a María que ha venido a
rescatarme de mi soledad. Para que aprenda a amar en lo humano, a cuidar el
templo sagrado de cada hombre. Para que respete su originalidad, su verdad, su
vida herida.
María quiere levantarme para
que yo levante a los que están caídos junto a mí. Su
sonrisa me da fuerzas. Su luz enciende con intensidad mi propia luz.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia