Algunos
dicen que el perdón es olvidar la ofensa que se ha realizado. ¿Pero es
realmente así? ¿Acaso el perdón implica olvidar?
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Hay muchas
ofensas que no pueden ser olvidadas. No podemos pedir a las víctimas de un
atentado o a los padres cuyo hijo ha sido asesinado que olviden el daño que se
les ha hecho y quién lo ha hecho. Es normal -y saludable- que recuerden lo que
han experimentado, o incluso que reivindiquen el derecho a no olvidar los
acontecimientos de los que han sido víctimas. En algunos casos,
incluso hablamos de “deber de memoria”. ¿Significa esto que
hay ofensas que no pueden ser perdonadas?
¿Será que debemos olvidar
para conceder un perdón sincero?
Olvidar la
ofensa sufrida no depende de nosotros. No podemos decidir borrar lo que
queremos cuando queremos, todos lo experimentamos: hay muchas heridas, graves o
leves, que nos gustaría olvidar y sin embargo permanecen en nuestra memoria.
Y cuando tenemos el
verdadero deseo de perdonar a los que nos han herido, esta incapacidad de
olvidar nos confunde o sorprende: “Si no he olvidado, es porque no he perdonado
realmente”. ¿Y bien? ¿Somos incapaces de perdonar sinceramente, puesto que
nuestra memoria se niega a olvidar?
“La Resurrección no es el
olvido de la Pasión”, dijo un día el cardenal francés Jean-Marie Lustiger. Del
mismo modo, el perdón no es el olvido de la ofensa. Muchos creen que el
recuerdo de la ofensa sufrida que regresa a la memoria es una señal de que no
han perdonado. Pero no es posible olvidar un
acontecimiento que nos ha perjudicado.
El
recuerdo tiene que ver con la memoria, y el perdón con la voluntad profunda. No
es lo mismo.
Lo que es cierto para el
perdón a los demás también lo es para el perdón que nos debemos a nosotros
mismos. No siempre pensamos que es ante todo a sí mismo a quien hay que
perdonar.
Con demasiada frecuencia reflexionamos sobre el arrepentimiento
y el remordimiento:
nos culpamos por no estar a la altura de las circunstancias, por incumplir
nuestra palabra, por cometer un error, o incluso una falta, con graves
consecuencias… Si nuestro pasado nos impide vivir en paz,
ser plenamente nosotros mismos, es el signo de que tenemos que perdonarnos a
nosotros mismos o a los demás.
Para perdonar, hay que
recordar
El
proceso del perdón no consiste en negar la herida, ni en mantenerla
enterrada lo más posible. Por el contrario, el
camino del perdón es ante todo un camino de verdad y, por tanto, de
descubrimiento.
Para
perdonar, hay que empezar por darse cuenta de que uno ha sido ofendido. ¿Pero por qué traer a la
superficie heridas aparentemente olvidadas? Porque mientras no sean perdonadas,
son como una fuente de infección que destila su veneno. ¡Cuántas heridas
sufridas en el pasado perturban las relaciones familiares aunque parezcan estar
enterradas!
El perdón ayuda a la memoria
a curarse, al establecerlo en la paz. El recuerdo de la ofensa sufrida se
convierte en un camino de vida y bendición, él que fue un camino de muerte y
maldición. El perdón es, verdaderamente, resurrección: el paso de la muerte a
la vida.
Jesús resucitado nos hace
capaces de este paso, Él que nos pidió que perdonáramos “setenta veces siete
veces”, es decir, sin fin. No tengamos miedo de pedirle al Espíritu Santo que
nos recuerde todas las ofensas que tenemos que perdonar. Cristo ha resucitado
con sus cicatrices, y guardamos dentro de nosotros las cicatrices de nuestra
historia, pero ya no son signos de agobio, de condena, se convierten en signos
de curación y de salvación.
Christine
Ponsard
Fuente:
Aleteia