TODOS ESTAMOS LLAMADOS A SER SANTOS
I. La Iglesia nos invita hoy a pensar en aquellos que, como nosotros, pasaron por este mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras, y vencieron.
II. Nosotros somos todavía la Iglesia peregrina que se dirige al Cielo
III. Todos conocieron, en mayor o menor grado, la enfermedad, la tribulación, las horas bajas en las que todo les costaba; sufrieron fracasos y éxitos.
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Dominio público |
I. Alegrémonos todos en el
Señor, al celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos: de esta
solemnidad se alegran los ángeles y alaban al Hijo de Dios.
La
fiesta de hoy recuerda y propone a la meditación común algunos componentes
fundamentales de nuestra fe cristiana señalaba el Papa Juan Pablo II. En el
centro de la liturgia están sobre todo los grandes temas de la Comunión de los
Santos, del destino universal de la salvación, de la fuente de toda santidad
que es Dios mismo, de la esperanza cierta en la futura e indestructible unión
con el Señor, de la relación existente entre salvación y sufrimiento y de una
bienaventuranza que ya desde ahora caracteriza a aquellos que se hallan en las
condiciones descritas por Jesús.
Pero
la clave de la fiesta que hoy celebramos «es la alegría, como hemos rezado en
la antífona de entrada: Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de
fiesta en honor de todos los Santos; y se trata de una alegría genuina,
límpida, corroborante, como la de quien se encuentra en una gran familia donde
sabe que hunde sus propias raíces...». Esta gran familia es la de los santos:
los del Cielo y los de la tierra.
La
Iglesia, nuestra Madre, nos invita hoy a pensar en aquellos que, como nosotros,
pasaron por este mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras,
y vencieron. Es esa muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda
nación, raza, pueblo y lengua, según nos recuerda la Primera lectura de la Misa.
Todos están marcados en la frente y vestidos con vestiduras blancas, lavadas en
la sangre del Cordero. La marca y los vestidos son símbolos del Bautismo, que
imprime en el hombre, para siempre, el carácter de la pertenencia a Cristo, y
la gracia renovada y acrecentada por los sacramentos y las buenas obras.
Muchos
Santos de toda edad y condición han sido reconocidos como tales por la Iglesia,
y cada año los recordamos en algún día preciso y los tomamos como intercesores
para tantas ayudas como necesitamos. Pero hoy festejamos, y pedimos su ayuda, a
esa multitud incontable que alcanzó el Cielo después de pasar por este mundo
sembrando amor y alegría, sin apenas darse cuenta de ello; recordamos a
aquellos que, mientras estuvieron entre nosotros, hicieron, quizá, un trabajo
similar al nuestro: oficinistas, labriegos, catedráticos, comerciantes,
secretarias...; también tuvieron dificultades parecidas a las nuestras y
debieron recomenzar muchas veces, como nosotros procuramos hacer, y la Iglesia
no hace una mención nominal de ellos en el Santoral.
A
la luz de la fe, forman «un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles
laicos a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los
grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre, hombres y mujeres
que, precisamente en la vida y actividad de cada jornada, son los obreros
incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y grandes
artífices por la potencia de la gracia, ciertamente del crecimiento del Reino
de Dios en la historia». Son, en definitiva, aquellos que supieron «con la
ayuda de Dios conservar y perfeccionar en su vida la santificación que
recibieron» en el Bautismo.
Todos
hemos sido llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias
pasiones y tendencias desordenadas, a recomenzar siempre que sea preciso,
porque «la santidad no depende del estado soltero, casado, viudo, sacerdote,
sino de la personal correspondencia a la gracia, que a todos se nos concede».
La Iglesia nos recuerda que el trabajador que toma cada mañana su herramienta o
su pluma, o la madre de familia dedicada a los quehaceres del hogar, en el
sitio que Dios les ha designado, deben santificarse cumpliendo fielmente sus
deberes.
Es
consolador pensar que en el Cielo, contemplando el rostro de Dios, hay personas
con las que tratamos hace algún tiempo aquí abajo, y con las que seguimos
unidos por una profunda amistad y cariño. Muchas ayudas nos prestan desde el
Cielo, y nos acordamos de ellas con alegría y acudimos a su intercesión.
Hacemos
hoy nuestra aquella petición de Santa Teresa, que también ella misma escuchará,
en esta Solemnidad: «¡Oh ánimas bienaventuradas, que tan bien os supisteis
aprovechar, y comprar heredad tan deleitosa...! Ayudadnos, pues estáis tan
cerca de la fuente; coged agua para los que acá perecemos de sed».
II. En la Solemnidad de
hoy, el Señor nos concede la alegría de celebrar la gloria de la Jerusalén
celestial, nuestra madre, donde una multitud de hermanos nuestros le alaban
eternamente. Hacia ella, como peregrinos, nos encaminamos alegres, guiados por
la fe y animados por la gloria de los Santos; en ellos, miembros gloriosos de
su Iglesia, encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad.
Nosotros
somos todavía la Iglesia peregrina que se dirige al Cielo; y, mientras
caminamos, hemos de reunir ese tesoro de buenas obras con el que un día nos
presentaremos ante nuestro Dios. Hemos oído la invitación del Señor: Si alguno
quiere venir en pos de Mí... Todos hemos sido llamados a la plenitud de la vida
en Cristo. Nos llama el Señor en una ocupación profesional, para que allí le
encontremos, realizando aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con
sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, ejercitando la caridad con las
personas que tratamos, viviendo la mortificación en su realización, buscando ya
aquí en la tierra el rostro de Dios, que un día veremos cara a cara.
Esta
contemplación trato de amistad con nuestro Padre Dios podemos y debemos
adquirirla a través de las cosas de todos los días, que se repiten muchas veces,
con aparente monotonía, pues «para amar a Dios y servirle, no es necesario
hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean
perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Para la gran mayoría
de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en
su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en
el camino de sus vidas».
¿Qué
otra cosa hicieron esas madres de familia, esos intelectuales o aquellos
obreros..., para estar en el Cielo? Porque a él queremos ir nosotros; es lo
único que, de modo absoluto, nos importa. Esta santa decisión tiene mucha
importancia para los demás. Si, con la gracia de Dios y la ayuda de tantos,
alcanzamos el Cielo, no iremos solos: arrastraremos a muchos con nosotros.
Quienes
han llegado ya, procuraron santificar las realidades pequeñas de todos los
días; y si alguna vez no fueron fieles, se arrepintieron y recomenzaron el
camino de nuevo. Eso hemos de hacer nosotros: ganarnos el Cielo cada día con lo
que tenemos entre manos, entre las personas que Dios ha querido poner a nuestro
lado.
III. Muchos de los que ahora
contemplan la faz de Dios quizá no tuvieron ocasión, a su paso por la tierra,
de realizar grandes hazañas, pero cumplieron lo mejor posible sus deberes
diarios, sus pequeños deberes diarios. Tuvieron quizá errores y faltas de
paciencia, de pereza, de soberbia, tal vez pecados graves. Pero amaron la
Confesión, y se arrepintieron, y recomenzaron. Amaron mucho y tuvieron una vida
con frutos, porque supieron sacrificarse por Cristo. Nunca se creyeron santos;
todo lo contrario: siempre pensaron que iban a necesitar en gran medida de la
misericordia divina.
Todos
conocieron, en mayor o menor grado, la enfermedad, la tribulación, las horas bajas
en las que todo les costaba; sufrieron fracasos y éxitos. Quizá lloraron, pero
conocieron y llevaron a la práctica las palabras del Señor, que hoy también nos
trae la Liturgia de la Misa: Venid a Mí, todos los que estáis trabajados y
cargados, y Yo os aliviaré. Se apoyaron en el Señor, fueron muchas veces a
verle y a estar con Él junto al Sagrario; no dejaron de tener cada día un
encuentro con Él.
Los
bienaventurados que alcanzaron ya el Cielo son muy diferentes entre sí, pero
tuvieron en esta vida terrena un común distintivo: vivieron la caridad con
quienes les rodeaban. El Señor dejó dicho: en esto conocerán todos que sois mis
discípulos, si os amáis unos a otros. Ésta es la característica de los Santos,
de aquellos que están ya en la presencia de Dios.
Nosotros
nos encontramos caminando hacia el Cielo y muy necesitados de la misericordia
del Señor, que es grande y nos mantiene día a día. Hemos de pensar muchas veces
en él y en las gracias que tenemos, especialmente en los momentos de tentación
o de desánimo.
Allí
nos espera una multitud incontable de amigos. Ellos «pueden prestarnos ayuda,
no sólo porque la luz del ejemplo brilla sobre nosotros y hace más fácil a
veces que veamos lo que tenemos que hacer, sino también porque nos socorren con
sus oraciones, que son fuertes y sabias, mientras las nuestras son tan débiles
y ciegas. Cuando os asoméis en una noche de noviembre y veáis el firmamento
constelado de estrellas, pensad en los innumerables santos del Cielo, que están
dispuestos a ayudarnos...». Nos llenará de esperanza en los momentos difíciles.
En
el Cielo nos espera la Virgen para darnos la mano y llevarnos a la presencia de
su Hijo, y de tantos seres queridos como allí nos aguardan.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org