Cuanto más cerca estemos de María mejor
recibiremos el Espíritu Santo
Miro a María en este día
de su nacimiento. Nace para dejar nacer. Nace para traer a Dios en carne
mortal. San Juan de Damasceno comenta:
“Sirviéndose
de Ella, Dios descendió sin experimentar ninguna mutación; por su benévola
condescendencia apareció en la Tierra y convivió con los hombres”.
María
niña se hace mujer, madre, esposa. Se hace carne entre los hombres
para darle su carne a Dios. Dios hecho hombre.
Hoy me detengo a contemplar a María. Me
gusta mirarla a los ojos y dejarme mirar por Ella. La miro a Ella vacía de sus
propios deseos, de su amor propio, de sus anhelos y proyectos. La miro a Ella
que hizo vida desde el primer momento lo que hoy Jesús me pide: “Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos
sus bienes no puede ser discípulo mío”.
María
vive su vida vacía de sí misma. Renuncia a todos sus bienes para acoger a Jesús
en su seno y ser Madre. Lo abraza siendo niño para ser luego capaz de
abrazarlo ya muerto, siendo hombre.
María, esa niña sin bienes, sin deseos
enfermos, sin apegos innecesarios. Esa niña libre, abierta, dócil. Esa niña que
vuelve a nacer cada mañana en las manos de su Padre Dios.
La
miro a Ella y Ella me mira a mí. Me siento cerca de Ella. Quiero que
me enseñe a vivir vacío de mí mismo, de mis proyectos, de mi amor propio. Libre
en mi silencio interior. Libre en el vacío dentro de mi alma donde cabe Dios,
donde me habla con susurros. Decía Jacques Philippe:
“Cuanto más cerca estemos de María mejor recibiremos el Espíritu
Santo. Es la esencia de nuestra capacidad para recibir dones
gratuitos de Dios”.
La cercanía de
María ensancha mi corazón. Su amor abre mi alma al Espíritu Santo. Y entonces
el amor de Dios entra en mí. Ese amor me asemeja con la persona amada. Decía el
padre José Kentenich:
“El Espíritu Santo encuentra en las almas a la
Santísima Virgen cuando el alma ama fervorosamente a María y cultiva su actitud
de fiat“.
María me abre
al Espíritu Santo y me da fuerzas para pronunciar mi Fiat. “Hágase en mí según tu
palabra”. Me abre a la gratuidad.
No recibo los dones de Dios gracias a mis méritos. No es
gracias a mi buen comportamiento, a mi vida sin tacha. No es así. Que yo haga el bien es consecuencia del amor de Dios en mi vida. No es
requisito, no es condición.
Jesús no me
ama porque yo sea bueno, sino porque Él es bueno. Y su amor me hace mejor
persona, me enseña a amar.
El Espíritu
Santo no viene a mí porque yo esté limpio, en gracia, sin pecado, sin heridas,
sin zonas oscuras. No viene a mí porque yo esté limpio e inmaculado.
Es todo lo
contrario. Viene a mí para lograr que yo
nazca de nuevo, que mi vida se blanquee en su presencia. Viene
para que me llene del amor de Dios en el vacío en el que vivo tan a menudo. En
el desierto trae el agua para llenarme de vida y esperanza. Dice el salmo:
“Vuélvete,
Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. Por la mañana sácianos de
tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Baje a nosotros la
bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos”.
Su
misericordia me salva y levanta del barro en el que caigo. Allí donde no me
siento digno y capaz de nada. María aparece ante mí y me llena de esperanza. Su
corazón de niña me anima a luchar, a confiar, a dejarme llevar por el amor de
Dios.
En Ella
confío. La miro para que su mirada me levante y me haga fuerte. Soy discípulo
en Ella que fue la primera discípula. Miro en mi corazón qué cosas me pesan y
quitan la paz. Miro las oscuridades en las que Dios no reina. Miro lo que me abruma y no me deja caminar. Se
lo entrego a Ella.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia