El mismo Jesús nos ha dicho, en el momento de su prueba, que sin vigilancia y oración, somos pura fragilidad
Las
sentencias de Jesús en el evangelio de este domingo apuntan a los fundamentos
de su seguimiento. Podemos decir que Jesús establece las condiciones que debe
tener en cuenta quien quiera seguirlo. A primera vista, resultan exigentes,
pero no hay que olvidar que la exigencia se mide en proporción al fin que se
quiere alcanzar.
Desde
la perspectiva humana, la exigencia en el trabajo es condición necesaria para
llegar a ser un auténtico profesional. Nadie pensará ser un excelente médico,
ingeniero o arquitecto, si no está dispuesto a ser exigente con el estudio de
las distintas disciplinas. Lo mismo podemos decir de aspira a ganar los juegos
olímpicos o llegar a ser un virtuoso de cualquier instrumento musical.
El
alma tiene más exigencias que el cuerpo, porque se trata de salvarse o no, más
allá de la muerte y esto no es una cuestión baladí.
Las
exigencias de Jesús parten de un principio fundamental: Para seguir a Jesús hay
que posponer todo, incluso la propia vida, hay que tomar la cruz
y seguir en pos de él. Sólo sabiendo quién es Jesús, el Hijo de Dios, se puede
entender su pretensión de no anteponer nada a él. Sólo sabiendo lo que ofrece
—la vida eterna— podemos asumir la necesidad de que él sea siempre el primero
en nuestras vidas. Lo cual no desmerece el amor a los padres, esposos, familia.
Porque todas estas realidades son también don de Cristo.
En cuanto a tomar la propia cruz y seguirle, ¿es que se puede entender de otra
manera la respuesta a lo que él ha hecho por nosotros? Amor con amor se paga,
solemos decir. La cruz es el signo del amor de Cristo, al que sólo corresponde
adecuadamente el amor con que aceptamos nuestra propia cruz.
Que el hombre se juega en el seguimiento de Jesús la vida
entera lo da a entender las dos comparaciones que Jesús establece, orientadas a
discernir con prudencia nuestro comportamiento. Un hombre que desea construir
una torre debe calcular primero si tiene medios para ello, no sea que empiece a
construir y no logre su objetivo siendo objeto de burlas de quienes lo ven. Del
mismo modo, un rey que quiere librar una batalla contra otro deberá ponderar si
puede ganarle con diez mil hombres a quien viene a él con veinte mil. Son
ejemplos de clara prudencia.
Si en el orden temporal actuamos así, ¿cuál será nuestro
comportamiento en el orden espiritual? La vida cristiana es la construcción de
un edificio espiritual que debe durar la vida entera. En la construcción de ese
edificio entran las virtudes, las actitudes evangélicas, la práctica de la oración
y de los sacramentos, la dirección espiritual, las obras de caridad y todo el
conjunto de la vida moral. Y todo esto unido con la argamasa de la gracia y
docilidad al Espíritu Santo, sin el que no podemos edificar nada. ¿Nos sentamos
a considerar si podemos edificarlo? Las veces que hemos fracasado, ¿no se debe
a nuestra falta de reflexión y prudencia?
También se compara la vida cristiana con una batalla en
la que, como dice san Pablo, no luchamos contra enemigos de carne y sangre,
sino con los poderes del mal que están actuando en nuestro mundo y buscan
perdernos. Sólo un infeliz, que olvide el poder de estos poderes, sale al campo
de batalla mal pertrechado.
Caerá en el primer ataque. Los grandes tratados de vida
espiritual nos advierten del peligro de ser vencidos por no haber tenido en
cuenta las armas del Espíritu que necesitamos poseer y que san Pablo describe
admirablemente en la carta a los Efesios 6, 11-13. Sin esas armas, podemos dar
por segura la derrota. El mismo Jesús nos ha dicho, en el momento de su prueba,
que sin vigilancia y oración, somos pura fragilidad. Y nos ha advertido que el
enemigo busca constantemente el flanco más débil para introducirse en nuestra
casa.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia