El papel del laicado en la Iglesia, incluso su propia condición de
miembro de ella, ha sido ignorado y evitado durante siglos
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Foto: CNS |
Hemos tenido que esperar hasta el siglo XX y el Concilio Vaticano II para
que la Iglesia hable con rotundidad de vocación laical, el papel del laicado en
la Iglesia y en el mundo, o de derechos y obligaciones de los laicos. Sin todo
ese marco no hubiéramos podido llegar a hablar de ministerios laicales.
El Concilio conducido por
Pablo VI, un Papa que tiene una idea clara y no clerical de lo que es el
laicado, establece un marco adecuado para poder dar carta de naturaleza a los
ministerios laicales: una eclesiología del Pueblo de Dios, una misión que se
desarrolla según carismas, vocaciones y ministerios, y una Iglesia que busca
responder a las necesidades del mundo con nuevas fórmulas.
Pero es el propio Pablo VI
el que da un empujón notable a la cuestión de los ministerios laicales, primero
con el motu propio Ministeria quaedam en 1972 y después con la
encíclica Evangelii nuntiandien 1975.
Ministeria quaedam se
escribe para hacer una reforma de las llamadas órdenes menores. La propia carta
hace un análisis de la situación en la que reconoce que, desde el principio, la
Iglesia se dotó de ministerios diversos, que con el tiempo se fueron convirtiendo
en pasos previos a la recepción del orden. Es una forma de hablar del monopolio
clerical en que había caído la cuestión ministerial.
Este documento supone la
declaración explícita de que ministerios oficiales de la Iglesia puedan ser
confiados a laicos, y nombra explícitamente dos posibles, acolitado y
lectorado. Pero quizás lo más importante es que abre la posibilidad a que las
conferencias episcopales determinen los nuevos ministerios que consideren
necesarios y adecuados para la misión evangelizadora. Por lo tanto, permite el
desarrollo de la ministerialidad no asociada al orden de una forma hasta
entonces olvidada.
Pablo VI en la Evangelii
nuntiandi da un paso más, lo que ha hecho que sea llamada «la carta
magna de los ministerios». Por un lado, aumenta el listado de lo que se puede
considerar ministerio laical citando a catequistas, animadores de oración y del
canto, cristianos consagrados al servicio a la Palabra de Dios o a la
asistencia de los hermanos necesitados, jefes de pequeñas comunidades, y
responsables de movimientos apostólicos u otros responsables.
Supone una gran apertura
hacia lo que puede ser considerado ministerio laical, que se relaciona con
tareas que tienen que ver con el anuncio, la celebración, el servicio y la
caridad.
Por otro lado, afirma
también que «los laicos pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con
los propios pastores en el servicio de la comunidad eclesial para el
crecimiento y la vida de esta, ejerciendo ministerios muy diversos, según la
gracia y los carismas que el Señor quiera concederles» (EN73). Es decir, se
abre a la perspectiva vocacional del ministerio laical, también posible en el
ámbito estrictamente eclesial, que no está reñida con el carácter secular del
laico.
En resumen, Pablo VI, siguiendo
la ola del Concilio, propició la posibilidad de un desarrollo real de los
ministerios laicales, que fue aprovechado de forma muy relevante por algunas
iglesias como la alemana, la francesa y la iglesia latinoamericana. Un campo
donde aún queda mucho por recorrer y que documentos posteriores han intentado
volver a empequeñecer.
Estrella Moreno
Instituto diocesano de Pastoral de Bilbao
Instituto diocesano de Pastoral de Bilbao
Fuente: Alfa y Omega