DONDE ESTÁ TU CORAZÓN
II. Delicada atención hacia las personas que Dios ha puesto a nuestro
cuidado.
III. Dedicarles el tiempo necesario, que está por encima de otros intereses.
La oración en familia.
«No amontonéis tesoros en la tierra,
donde la polilla y la herrumbre corroen y donde los ladrones socavan y los
roban. Amontonad en cambio tesoros en el Cielo, donde ni polilla ni herrumbre
corroen, y donde los ladrones no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro
allí estará tu corazón.
La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo es sencillo,
todo tu cuerpo estará iluminado. Pero si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo
estará en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tinieblas, cuán grande será
la oscuridad» (Mateo 6, 19-23).
I. Nos aconseja el Señor que no amontonemos tesoros en la
tierra, porque duran poco y son inseguros y frágiles: la polilla y la herrumbre
los corroen, o bien los ladrones socavan y los roban. Por mucho que lográramos
acumular durante una vida, no vale la pena. Ninguna cosa de la tierra merece
que pongamos en ella el corazón de un modo absoluto. El corazón está hecho para
Dios y, en Dios, para todas las cosas nobles de la tierra. A todos nos es muy
útil preguntarnos con cierta frecuencia: ¿en qué tengo yo puesto el corazón?,
¿cuál es mi tesoro?, ¿en qué pienso de modo habitual?, ¿cuál es el centro de
mis preocupaciones más íntimas?... ¿Es Dios, presente en el Sagrario quizá a
poca distancia de donde vivo o de la oficina en la que trabajo?
O, por
el contrario, ¿son los negocios, el estudio, el trabajo, lo que ocupa el primer
plano..., o los egoísmos insatisfechos, el afán de tener más? Muchos hombres y
mujeres, si se respondieran con sinceridad, quizá encontrarían una respuesta
muy dura: pienso en mí, sólo en mí, y en las cosas y personas en cuanto hacen
referencia a mis propios intereses. Pero nosotros queremos tener puesto el
corazón en Dios, en la misión que de Él hemos recibido, y en las personas y
cosas por Dios. Jesús, con una sabiduría infinita, nos dice: Amontonad tesoros
en el Cielo, donde ni la polilla ni la herrumbe corroen, y donde los ladrones
no socavan ni roban. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón.
Nuestro
corazón está puesto en el Señor, porque Él es el tesoro, de modo absoluto y
real. Y no lo es la salud, ni el prestigio, ni el bienestar... Sólo Cristo. Y
por Él, de modo ordenado, los demás quehaceres nobles de un cristiano corriente
que está vocacionalmente metido en el mundo. De modo particular, el Señor
quiere que pongamos el corazón en las personas de la familia humana o
sobrenatural que tengamos, que son, de ordinario, a quienes en primer lugar
hemos de llevar a Dios, y la primera realidad que debemos santificar.
La
preocupación por los demás ayuda al hombre a salir de su egoísmo, a ganar en
generosidad, a encontrar la alegría verdadera. El que se sabe llamado por el
Señor a seguirle de cerca no se considera ya a sí mismo como el centro del
universo, porque ha encontrado a muchos a quienes servir, en los que ve a
Cristo necesitado.
El
ejemplo de los padres en el hogar, o de los hermanos, es en muchas ocasiones
definitivo para los demás miembros, que aprenden a ver el mundo desde un
entorno cristiano. Es de tal importancia la familia, por voluntad divina, que
en ella «tiene su principio la acción evangelizadora de la Iglesia». Ella «es
el primer ambiente apto para sembrar la semilla del Evangelio y donde padres e
hijos, como células vivas, van asimilando el ideal cristiano del servicio a Dios
y a los hermanos». Es un lugar espléndido de apostolado. Examinemos hoy si es
así nuestra familia, si somos levadura que día a día va transformando, poco a
poco, a quienes viven con nosotros. Si pedimos frecuentemente al Señor la
vocación de los hijos o de los hermanos -o incluso de nuestros padres- a una
entrega plena a Dios: la gracia más grande que el Señor les puede dar, el
verdadero tesoro que muchos pueden encontrar.
II. Donde está el propio tesoro, allí están el amor, la
entrega, los mejores sacrificios. Por eso debemos valorar mucho la particular
llamada que cada uno ha recibido, y las personas con las que convivimos, que
son beneficiarias inmediatas de ese tesoro nuestro, porque difícilmente se
quiere lo que consideramos de escaso valor. Y el Señor no querría una caridad
que no cuidara en primer lugar a quienes Él ha puesto -por lazos de sangre o
por un vínculo sobrenatural- a nuestro cuidado, porque no sería ordenada y
verdadera.
La
familia es la pieza más importante de la sociedad, donde Dios tiene su más
firme apoyo. Y, quizá, la más atacada desde todos los frentes: sistemas de
impuestos que ignoran el valor de la familia, determinadas políticas
educativas, materialismo y hedonismo que tratan de fomentar una concepción
familiar antinatalista, falso sentido de la libertad y de independencia,
programas sociales que no favorecen que las madres puedan dedicar el tiempo
necesario a los hijos...
En
numerosos lugares, principios tan elementales como el derecho de los padres a
la educación de los hijos han sido olvidados por muchos ciudadanos que, ante el
poder del Estado, acaban por acustumbrarse a su intervencionismo excesivo,
renunciando al deber de ejercer un derecho que es irrenunciable. A veces, y
debido en parte a esas inhibiciones, se imponen tipos de enseñanza orientados
por una visión materialista del hombre: líneas pedagógicas y didácticas,
textos, esquemas, programas y material escolar que orillan intencionadamente la
naturaleza espiritual del alma humana.
Los
padres han de ser conscientes de que ningún poder terreno puede eximirles de
esta responsabilidad, que les ha sido dada por Dios en relación con los hijos.
Y todos hemos recibido del Señor, de distintas formas, el cuidado de otros: el
sacerdote, las almas que tiene encomendadas; el maestro, sus alumnos; y lo
mismo tantas otras personas sobre quienes haya recaído una tarea de formación
espiritual. Nadie responderá por nosotros ante Dios cuando nos dirija la
pregunta: ¿Dónde están los que te di? Que cada uno podamos responder: No he
perdido a ninguno de los que me diste, porque supimos poner, Señor, con tu
gracia, medios ordinarios y extraordinarios para que ninguno se extraviara.
Todos
debemos poder decir en relación a quienes se nos han confiado: Cor meum
vigilat: Mi corazón está vigilante. Es la inscripción ante una de las muchas
imágenes de la Virgen de la ciudad de Roma. Vigilantes nos quiere el Señor ante
todos, pero en primer lugar ante los nuestros, ante los que Él nos confió.
Dios
pide un amor atento, un amor capaz de percibir que quizá uno descuida sus
deberes para con Dios, y entonces se le ayuda con cariño; o que está triste y
aislado de los demás, y se tienen con él más atenciones; o se facilita a otro
acercarse al confesonario, con cariño, amablemente, insistiendo cuando sea
oportuno... Un corazón vigilante para percibir si en el ambiente familiar se
van introduciendo modos de proceder que desdicen de un hogar cristiano, si en
la televisión se ven programas sin seleccionar o con demasiada frecuencia, si
se habla poco de temas comunes, si no hay un clima de laboriosidad o falta
preocupación por los otros...
Y sin
enfados, dando ejemplo, con oración, con más detalles de cariño, pidiendo a San
José vivir la fortaleza y la constancia, llenas de caridad y de cariño humano.
Y si uno cae enfermo todos se desviven, porque hemos aprendido que los enfermos
son los predilectos de Dios, y en ese momento la persona que sufre es el tesoro
de la casa, y se le ayuda a ofrecer su enfermedad, a rezar alguna oración, y se
procura que padezca lo menos posible, porque el cariño quita el dolor o lo
alivia; al menos, es un dolor distinto.
III. Pensemos hoy en nuestra oración si la familia y las
personas a nuestro cargo y cuidado ocupan el lugar querido por Dios, si el
nuestro es para ellos un corazón que vigila. ¡Ése, junto a la propia vocación,
sí que es tesoro que dura hasta la vida eterna! Otros tesoros que nos
parecieron importantes quizá encontremos un día que la falta de rectitud de
intención los convirtió en herrumbre y en orín, o que eran falsos tesoros, o de
menor cuantía.
Vida
familiar significa en muchos casos tener tiempo los unos para los otros:
celebrar fiestas de familia, hablar, escuchar, comprender, rezar juntos... No
basta con tener un cariño latente y genérico, sino que hay que hacerlo crecer:
es necesario empeño y oración, ejercicio de las virtudes humanas y olvido de
uno mismo. No es ocioso que nos preguntemos: ¿para qué -o para quién- vivo yo?,
¿qué intereses llenan mi corazón?.
Ahora,
cuando parece que los ataques a la familia se han multiplicado, el mejor modo
de defenderla es el cariño humano verdadero -contando con los defectos propios
y ajenos- y hacer presente a Dios gratamente en el hogar: la bendición de la
mesa, el rezar con los hijos más pequeños algún versículo del Evangelio, rezar
por los difuntos alguna oración breve, por las intenciones de la familia y del
Papa..., y el Santo Rosario, la oración que los Romanos Pontífices tanto han
recomendado que se rece en familia y que tantas gracias lleva consigo. Alguna
vez se puede rezar durante un viaje, o en un momento que se acomoda al horario
familiar..., y no siempre tiene que ser iniciativa de la madre o de la abuela:
el padre o los hijos mayores pueden prestar una colaboración inestimable en
esta grata tarea. Muchas familias han conservado la saludable costumbre de ir
juntos los domingos a Misa.
No es
necesario que sean numerosas las prácticas de piedad en la familia, pero sería
poco natural que no se realizara ninguna en un hogar en el que todos, o casi
todos, se profesan creyentes. No tendría mucho sentido que individualmente se
consideren buenos creyentes y que ello no se refleje en la vida familiar. Se ha
dicho que a los padres que saben rezar con sus hijos les resulta más fácil
encontrar el camino que lleva hasta su corazón. Y éstos jamás olvidan las
ayudas de sus padres para rezar, para acudir a la Virgen en todas las
situaciones. ¡Cuántos habrán hallado la puerta del Cielo gracias a las
oraciones que aprendieron de labios de su madre, de la abuela o de la hermana
mayor!
Y
unidos así, con un cariño grande y con una fe recia, se resisten mejor y con
eficacia los ataques de fuera. Y si alguna vez llega el dolor o la enfermedad,
se lleva mejor entre todos, y es ocasión de una mayor unión y de una fe más
honda. La Virgen, nuestra Madre, nos enseñará que el tesoro lo tenemos en la
llamada del Señor, con todo lo que ello implica, y en la propia casa, en el
propio hogar, en las personas que Dios ha querido vincular de diversos modos a
nuestra vida.
Dentro
del Corazón de Jesús encontraremos infinitos tesoros de amor. Procuremos que
nuestro corazón se asemeje al Suyo.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org