Una
propuesta del predicador del Papa, Raniero Cantalamessa, en su tercera
meditación de preparación a Pentecostés
Publicamos la tercera meditación que ha
compuesto el padre Raniero Cantalamessa O.F.M Cap., predicador de la Casa
Pontificia, en preparación del gran encuentro que el papa Francisco presidirá,
el 9 de junio, en el Vaticano con motivo de Pentecostés (www.charis.international).
La
meditación forma parte de la campaña de oración por la Iglesia lanzada por el
nuevo servicio único de la Renovación Carismática Católica, creado por la Santa
Sede, con el nombre de Charis, en preparación de Pentecostés.
Las
dos primeras meditaciones del padre Cantalamessa, quien es también
asistente eclesiástico de Charis, están disponibles
aquí y aquí.
* * *
En los Hechos de los Apóstoles, después de
haber enumerado el nombre de los once apóstoles, el autor prosigue con estas
palabras: “Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en
compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch
l, 14).
Ante todo debemos despejar el terreno de
una impresión equivocada. También en el Cenáculo, como en el Calvario, se
menciona a María junto a algunas mujeres. Se diría pues que está allí como una
de ellas, ni más ni menos.
Pero al llamarla “madre de Jesús”, después de la mención de su nombre, todo
cambia y pone a María en un plano completamente distinto, superior no sólo al
de las mujeres, sino incluso al de los apóstoles.
¿Qué significa que María esté allí como la
madre de Jesús? Que el Espíritu Santo que está por venir es “¡el Espíritu de su hijo!” Entre ella y el Espíritu Santo hay un vínculo objetivo e
indestructible que es el mismo Jesús que han engendrado juntos.
De Jesús, en el Credo, se dice que “por
obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen”. María no está por lo
tanto en el Cenáculo simplemente como una de las mujeres, aunque desde afuera
nada la distinga de las otras, y ella tampoco haga nada para distinguirse de
las otras.
María, que a los pies de la cruz nos es
presentada como Madre de la Iglesia, en el Cenáculo se nos presenta como madrina.
Una madrina fuerte y segura.
La madrina, para poder desempeñar esta
función, debe ser una que ya ha recibido, por su parte, el bautismo. Así era
María: una bautizada en el Espíritu Santo que ahora apadrina a la Iglesia en su
bautismo en el Espíritu.
María, que en los Hechos es presentada como perseverante
en la oración en espera del Espíritu Santo, es la misma que el
Evangelista Lucas nos presenta, al principio de su Evangelio, como aquella
sobre la cual descendió el Espíritu Santo.
Algunos elementos hacen pensar en un
paralelismo estrecho entre la venida del Espíritu Santo sobre María en la
Anunciación, y la venida sobre la Iglesia en Pentecostés, ya sea tal
paralelismo querido por el evangelista, ya sea debido a la correspondencia
objetiva entre las dos situaciones.
A María, el Espíritu Santo se le promete
como “poder del Altísimo”, que “vendrá “sobre ella” (cf Lc 1, 35); a los
apóstoles igualmente se les promete como “fuerza” que “vendrá” sobre ellos
“desde lo alto” (cf Lc 24, 49; Hch 1, 8).
Recibido el Espíritu Santo, María se pone a
proclamar (megalynei), en un lenguaje inspirado, las grandes obras (megala) cumplidas en ella por el Señor (cf Lc 1,
46.49); igualmente, los apóstoles, recibido el Espíritu Santo, se ponen a
proclamar en diversas lenguas las grandes obras (megaleia)
de Dios (cf, Hch 2, 11).
También el Concilio Vaticano II pone en
mutua relación los dos acontecimientos, cuando dice que en el Cenáculo “María
pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había
cubierto con su sombra”.
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el
poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35). Todos aquellos a los
que es enviada María, después de este descenso del Espíritu Santo, son, a su
vez, tocados o movidos por el Espíritu Santo (cf Lc 1, 41; 2, 27).
Ciertamente es la presencia de Jesús quien irradia el
Espíritu, pero Jesús está en María y actúa a través de ella. Ella
se presenta como el arca o el templo del Espíritu, como sugiere
también la imagen de la nube que la ha cubierto con su sombra.
De hecho evoca la nube luminosa que, en el
Antiguo Testamento, era signo de la presencia de Dios o de su venida a la
tienda (cf. Ex 13, 22; 19, 16).
La Iglesia ha recogido este dato revelado y
lo ha colocado pronto en el corazón de su símbolo de fe. A finales del siglo
II, se declara, en el así llamado Símbolo apostólico, la frase según la cual
Jesús “nació del Espíritu Santo y de la Virgen María”.
En el Concilio Ecuménico de Constantinopla
del 381 –aquel que definió la divinidad del Espíritu Santo–, tal artículo entró
también en el símbolo Niceno-Constantinopolitano, donde se lee de Cristo que se
“encarnó del Espíritu Santo y de María, la Virgen”.
Se trata por tanto de un dato de fe acogido
por todos los cristianos, tanto de Oriente como de Occidente, tanto católicos
como protestantes. Es una base segura y no es pequeña para
encontrar la unidad de los cristianos en torno a la Madre de Dios.
María se presenta ligada al Espíritu Santo
por un vínculo objetivo, personal e indestructible: la persona misma de Jesús
que han engendrado juntos, aunque con contribuciones completamente diferentes.
Para
tener separados entre ellos a María y al Espíritu Santo, hace falta separar al
mismo Cristo, en el
cual sus diferentes operaciones se han concretizado y materializado para
siempre.
Jesús ha unido a María y al Espíritu Santo
más de lo que un hijo une entre sí al padre y a la madre, porque si cada hijo,
con su simple existencia, proclama que padre y madre han estado unidos un
instante según la carne, este hijo que es Jesús proclama que el Espíritu Santo
y María han estado unidos “según el Espíritu”y por lo tanto de manera indestructible.
También en la Jerusalén celestial, Jesús
resucitado sigue siendo el que fue “engendrado por el Espíritu Santo y por
María, la Virgen”. También en la Eucaristía, recibimos al que fue “engendrado
por el Espíritu Santo y por María, la Virgen”.
María la primera
carismática de la Iglesia
Después de Jesús, María es la mayor
carismática de la historia de la salvación. No en el sentido que haya tenido el
mayor número de carismas.
Al contrario, exteriormente ella se
presenta pobre en carismas. ¿Qué milagros ha hecho María? De los apóstoles se
dice que hasta su sombra sanaba a los enfermos (cf. Hch 5, 15). De María no se
conoce, en vida ningún milagro, ninguna acción prodigiosa y llamativa.
Ella es la mayor carismática porque
en ella el Espíritu Santo ha cumplido la más suprema de sus acciones
prodigiosas, que consiste en haber suscitado de María, no una
palabra de sabiduría, no un don de gobierno, no una visión, no un sueño, no una
profecía, sino la vida misma del Mesías, la fuente de todos los carismas, ¡de
quien hemos recibido “gracia sobre gracia”! (Jn 1, 16).
Algunos Padres antiguos han atribuido a
veces a María el título de profetisa, sobre todo pensando en el Magníficat, o a
causa de una aplicación equivocada a María de Isaías 8,3. Pero, propiamente hablando, María no tiene el
rango de los profetas.
Profeta es aquel que habla en nombre de
Dios; María no ha hablado en nombre de Dios. Ha callado casi siempre. Si ella
es profeta, lo es en un sentido nuevo y sublime: en el sentido de que ha
“proferido” silenciosamente la Palabra única de Dios, la ha dado a luz.
Lo que el Espíritu Santo ha obrado en
María, si no es un simple caso de inspiración profética, puede en cambio y debe
ser visto como un carisma, aún más, como el carisma más alto que haya sido jamás
concedido a una criatura humana que supera al de los
mismos hagiógrafos que han sido inspirados o movidos por el Espíritu para
hablar de parte de Dios (cf 2 Pe 1, 21).
De hecho, ¿qué es carisma y cuál es su
definición? San Pablo lo define: una “manifestación del Espíritu para provecho
común” (1 Cor 12, 7).
Ahora bien, ¿qué manifestación del Espíritu
ha sido más singular que la de María y qué manifestación del Espíritu ha sido
más de “provecho común” que la maternidad divina de María?
Lucas, poniendo a María en una relación tan
íntima con el Espíritu, primero en la Encarnación y después, de manera
diferente, también en Pentecostés, la presenta por tanto según la concepción
general que él tiene de la acción del Espíritu, como la criatura
pneumática por excelencia, que se mueve bajo el influjo del
Espíritu, y como el lugar de la manifestación del poder creador de Dios.
Pero todo esto no debe inducirnos a
imaginar una relación entre María y el Espíritu Santo casi sólo objetiva y
operativa, es decir que no toca la esfera más íntima de la persona, con sus
emociones y sus sentimientos.
María no ha sido sólo el “lugar” en el que
Dios ha actuado. Dios no trata a las personas como lugares, sino precisamente
como personas, esto es como colaboradores e interlocutores.
Lucas conoce bien la sobria embriaguez que
provoca, con su acción, el Espíritu de Dios. Lo pone de relieve en la vida de
Jesús que un día “exultó “de gozo bajo la moción del Espíritu Santo (cf Lc 10,
21); lo dice de los apóstoles que, recibido el Espíritu, se ponen a hablar en
lenguas y sonidos tan fuera de sí que algunos los toman por ebrios de mosto (cf
Hch 2, 13).
Y lo manifiesta, finalmente, en María, la
cual, después de la venida del Espíritu Santo sobre ella, se va “deprisa” donde
Isabel y entona el Magníficat, en el que expresa toda su exultación.
San Buenaventura, un místico que conocía
estos efectos de la obra del Espíritu Santo, describe así a María en este
momento:
“Sobrevino en ella el Espíritu Santo como
fuego divino que inflamó su mente y santificó su carne, confiriéndole una
perfectísima pureza. […]¡Oh, si tú fueras capaz de sentir en qué medida, cuál y
cuánto fue grande ese incendio bajado del cielo, cuál el refrigerio dado, cuál
alivio infundido, cuál elevación de la Virgen Madre, la nobleza dada al género
humano, cuánta condescendencia dada por la Majestad divina! Pienso que entonces
también tú te pondrías a cantar con voz suave, junto con la bienaventurada
Virgen, ese canto sagrado: “Mi alma magnifica al Señor”. Y, saltando y
exultando de alegría, también tú adorarías, con el niño profeta, la maravillosa
concepción de la Virgen”.
También Lutero, en su comentario al
Magníficat, atribuye a una acción extraordinaria del Espíritu Santo el cántico
de la Virgen. De hecho escribe:
“Para
la ordenada comprensión de este sagrado cántico de alabanza, es preciso tener
en cuenta que la bienaventurada Virgen María habla por propia experiencia,
habiendo sido iluminada e instruida por el Espíritu Santo; ya que nadie puede
entender correctamente a Dios ni la Palabra de Dios, si no se lo concede
directamente el Espíritu Santo. Pero recibir ese don del Espíritu Santo
significa hacer experiencia de él, probarlo, sentirlo; el Espíritu Santo enseña
desde la experiencia como en la propia escuela, fuera de la que nada se aprende
que no sea apariencia, palabra hueca y charlatanería. Por tanto, la Santísima
Virgen, habiendo experimentado en sí misma que Dios hace grandes cosas en ella,
a pesar de ser humilde, pobre y despreciada, el Espíritu Santo le enseña, el
arte y la sabiduría según los cuales Dios es el Señor que se complace en alzar
al que se humilla, y abajar al que está en alto”.
María
es el ejemplo vivo de esa “sobria embriaguez del Espíritu”. En el primer encuentro histórico de la
Renovación Carismática Católica con la Iglesia institucional en San Pedro, en
1975, al terminar de leer el discurso escrito, Pablo VI citó los versos de un
himno de san Ambrosio “bebamos con gozo la abundancia sobria del Espíritu” (“Laeti
bibamus sobriam profusionem Spiritus”),
y dijo que éste podría convertirse en el lema de la Renovación Carismática.
María modelo de CHARIS
El Concilio Vaticano II ha vuelto familiar
la expresión apreciada por los Padres que habla de María como “figura de la
Iglesia”, su modelo, su madre. Yo querría subrayar como María es, en un sentido
muy especial, modelo de CHARIS.
La misma palabra “charis” la recuerda, la
“llena de gracia”. Pero no solo por esto. María es la que habiendo recibido y
experimentado en sí misma, en la Anunciación, el poder del Espíritu, en
Pentecostés se pone a disposición de los discípulos para que también ellos
reciban el mismo don y la misma “fuerza de lo alto”.
Y esto es exactamente lo que el Santo Padre
y la Iglesia desean que sea CHARIS: un instrumento que, como María, no tengan
ningún poder jurídico o ministerial, sino sólo de servicio humilde y de
acompañamiento.
Un “lugar” donde los que hayan
experimentado la corriente de gracia del nuevo Pentecostés se pongan al
servicio de los otros en la Iglesia para que ellos también puedan tener la
misma experiencia renovadora. Un “lugar” donde los que hayan recibido
gratuitamente, den gratuitamente.
Estando el mes de mayo dedicado a la
Virgen, propongo una oración especial que nos permita estar también nosotros
“con María en el Cenáculo a la espera del Espíritu Santo”.
Se trata de un Rosario en el que con “los
misterios” evoquemos la gran presencia del Espíritu Santo en la historia de la
salvación y con las decenas de “Avemarías” pidamos, por intercesión de la
Virgen, experimentar en nosotros los frutos.
Propongo algunos posibles enunciados para
los misterios:
1. En el primer misterio contemplamos al
Espíritu Santo en la obra de la creación.
“En el principio creó Dios los cielos y la
tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un
viento de Dios aleteaba por encima de las aguas“(Gén 1, 1-2).
Pidamos al Espíritu Santo que al principio
del mundo separó la luz de la oscuridad, el agua de la tierra y transformó el
caos en cosmos, que repita este milagro en el mundo de hoy, en la Iglesia y en
nuestra propia alma, llevando unidad donde hay discordia, luz donde hay
oscuridad, creando en nosotros “un corazón nuevo”.
(Padre Nuestro, decena de Ave María y
Gloria al Padre, como de costumbre).
2. En el segundo misterio
contemplamos al Espíritu Santo en la revelación.
“Movidos por el Espíritu Santo, han hablado
[los profetas] de parte de Dios” (2 Pedro 1, 21).
Pidamos al Espíritu Santo la “inteligencia
de la palabra de Dios”. Inspiradas por Dios, las Escrituras ahora espiran a
Dios, lo “rezuman”.
Pidamos saber percibir en la palabra de
Dios su voluntad viva para con nosotros en cada circunstancia de la vida.
Pidamos que como María sepamos “acoger y meditar en el corazón” todas las
palabras de Dios.
3. En el tercer misterio contemplamos al
Espíritu Santo en la encarnación.
“María respondió al ángel: “¿Cómo será esto,
puesto que no conozco varón? “El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá
sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1,
34-35).
También nosotros, ante una prueba o una
cosa nueva que Dios pide le preguntamos a menudo: “¿Cómo será esto? no conozco
varón”, no tengo la capacidad, es superior a mis fuerzas… La respuesta de Dios
es siempre la misma: “recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre
vosotros” (Hechos 1, 8).
Pidamos al Espíritu Santo que como formó la
humanidad de Cristo en el seno de la Virgen María y a través de ella lo donó al
mundo, así forme en nosotros a Cristo y nos dé la fuerza de anunciarlo a los
hermanos.
4. En el
cuarto misterio contemplamos al Espíritu Santo en la vida de Jesús.
“Sucedió que cuando todo el pueblo estaba
bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo, y
bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma”
(Lc 3, 21-22). “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para
anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4, 18).
En el bautismo, Jesús fue ungido como rey,
profeta y sacerdote. En él el Espíritu Santo se guardó como el perfume en un
frasco de alabastro (san Ignacio de Antioquía) y “se acostumbró a vivir entre
los hombres (san Ireneo). En la cruz el frasco de alabastro de su humanidad se
rompió y el perfume de su Espíritu se derramó sobre el mundo.
Pidamos por intercesión de María una
renovación de la unción profética, real y sacerdotal que hemos recibido en el
bautismo. Pidamos que nos ayude a romper el frasco de vidrio de nuestra
humanidad y de nuestro “yo” para que podamos ser “el buen perfume de Cristo” en
el mundo.
5. En el
quinto misterio contemplamos al Espíritu Santo en la vida de la Iglesia.
“Se les aparecieron unas lenguas como de
fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos
llenos del Espíritu Santo” (Hechos 2, 3-4). Se cumple la promesa
hecha por Jesús antes de subir al cielo: “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis
bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hechos 1,
5). Desde aquel día todo en la
Iglesia vive y recibe la fuerza del Espíritu Santo: los sacramentos, la
Palabra, las instituciones. “El Espíritu Santo es para el cuerpo de Cristo que
es la Iglesia como el alma para el cuerpo humano” (San Agustín).
Pidamos que por intercesión de la Virgen
Madre, muchos se abran hoy a recibir la gracia renovadora del bautismo en el
Espíritu.
Después del rosario del Espíritu,
continuemos con unas Letanías del Espíritu.
Recordemos algún nombre dado al Espíritu: Espíritu de santidad, Espíritu de
paz, Espíritu de alegría, Espíritu de humildad, Espíritu de reconciliación,
Espíritu de Cristo, etc.; si somos muchos rezando, cada uno puede pronunciar el
nombre que le venga al corazón, y todos juntos respondemos: “¡Desciende sobre
nosotros!”.
Raniero Cantalamessa
Fuente:
Aleteia