Que sea una mujer la primera en recibir el mensaje y darlo a conocer a los apóstoles, indica que este relato no pudo ser inventado en una época en que la mujer no podía ser testigo
Cuando la Magdalena corre
hacia el sepulcro de Jesús la mañana del domingo no esperaba hallarlo vacío. Su
conclusión fue inmediata y así lo comunica a Pedro y Juan: «Se han llevado del
sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto» (Jn 20,2). Ni por un
momento pensó en la resurrección. Pedro y Juan salen corriendo, alarmados por
la noticia, y al llegar al sepulcro se asoman y contemplan el lienzo por el
suelo, y el sudario, enrollado en su lugar, aparte.
Era claro que, de haber sido
un robo, los ladrones no habrían perdido el tiempo dejando las telas
mortuorias. Algo inesperado había sucedido, que, al menos en Juan, provoca la
fe: «vio y creyó». El evangelista, que es el mismo Juan, añade: «Pues hasta
entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre
los muertos» (Jn 20,10).
Es cierto que Jesús había
anunciado su resurrección, pero lo había hecho utilizando verbos poco precisos
que podían interpretarse vagamente. Habló de «levantarse», «alzarse», «resurgir».
Los discípulos no entendieron el significado de este lenguaje y se preguntaba
qué significaba resucitar de entre los muertos.
El hecho de que el sudario,
que se enrollaba alrededor de la cabeza, estuviera así, en su lugar, no por el
suelo como el lienzo, le hace entender a Juan que Jesús ha superado las leyes
de la física, y ha trascendido el espacio y el tiempo: ha resucitado, dejando
la huella de su paso por el sepulcro, que ahora está vacío. No llega a la fe
mediante la Escritura, sino mediante los signos que ve: «Vio y creyó».
Mientras tanto, María ha
vuelto al sepulcro, situado en un jardín, y se ha puesto a buscar por los
alrededores el cuerpo del Maestro. Sigue pensando que lo han robado y se afana
en encontrarlo. Jesús se hace presente sin mostrar su nueva identidad y María
lo confunde con el hortelano, a quien le pide que, si es él quien lo ha tomado,
se lo entregue. Jesús revela entonces su
identidad llamándola por su nombre: «¡María!». Y esta se vuelve dándole el
título de su vida pública: «¡Rabboni», que significa Maestro.
El evangelio hace suponer
que la alegría del descubrimiento la llevan a acercarse a Jesús para abrazarle
los pies y besarlos, pero Jesús la detiene y le anuncia expresamente lo
sucedido: «No me retengas que todavía no he subido al Padre. Pero anda, ve a
mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios
vuestro» (Jn 20,17). Jesús desvela el misterio que ella no había comprendido aún,
pues pensaba que Jesús había vuelto de nuevo a esta vida. De ahí su deseo de
abrazarle.
Pero la resurrección no es
volver a esta vida que podemos en cierta medida apresar con las manos. Así como
los lienzos no pueden retenerlo en el sepulcro, tampoco los suyos disponen ya de
él, pues pertenece al mundo de Dios, su Padre. Su cuerpo ha sido transformado
por la gloria divina. Sigue siendo el mismo cuerpo, pero reconocible sólo
cuando el Resucitado se da a conocer libremente, indicando así su pleno
señorío.
En este relato hay dos cosas
que muestran la transcendencia del hecho.
En primer lugar, el signo del sepulcro vacío con el lienzo y el sudario.
En segundo lugar, el mensaje a la Magdalena, que se convierte así en «apóstol
de apóstoles», como ha subrayado el Papa Francisco. Que sea una mujer la
primera en recibir el mensaje y darlo a conocer a los apóstoles, indica que
este relato no pudo ser inventado en una época en que la mujer no podía ser
testigo. Jesús le concede el privilegio de anunciar a los suyos el misterio de
la Resurrección. Y cuando María lo hace, ya no le llama «Maestro», sino «Señor»,
que es el título del Resucitado: «He visto al Señor y ha dicho esto».
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia