Hoy es tiempo para la misión. Y ésta nace de nuestra dignidad de bautizados
Desde niño, Jesús se había
acostumbrado a asistir con María y José al culto de la sinagoga. En Nazaret se
había criado, y allí se había iniciado en la liturgia sinagogal. Los salmos y
las lecturas le eran familiares y seguramente esperaba el momento de explicar
públicamente las Escrituras.
Ese día llegó cuando, ya
adulto, entró en la sinagoga de su pueblo y le invitaron a hacerlo. Jesús tomó
el pergamino de las Escrituras, lo desenrolló y leyó el famoso pasaje de Isaías
que presenta al Siervo de Dios diciendo: «El Espíritu de Dios está sobre mí
porque él me ha ungido».
La ocasión era única para
presentarse al pueblo que le escuchaba. La escena parece una presentación de
sus cartas credenciales como Siervo y Mesías de Dios. El texto de Isaías
proclama la misión que le espera: «Me ha enviado para dar la buena noticia a
los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos, la vista.
Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor»
(Lc 4,18-19).
Dice el evangelista que,
leído el texto, devolvió el rollo a quien le ayudaba, y se sentó. Sentarse es
la actitud del maestro. La sinagoga entera tenía los ojos fijos en él. Jesús
les dijo: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír».
El momento es de máxima
solemnidad. Jesús se proclama a sí mismo el Ungido de Dios. Y no duda en decir
que se cumple la Escritura en él. El pueblo ya no tiene que esperar más. El
«hoy» de Jesús es el «hoy» de Dios. Todo lo que vendrá después en su ministerio
público será el desarrollo de la unción recibida previamente en el bautismo que
le capacita para proclamar a los pobres el evangelio, anunciar la libertad a
los cautivos y dar vista a los ciegos. La gracia del Señor, su benevolencia y
compasión se hacen presente en Jesús de un modo autorizado. El tiempo ha
llegado a su plenitud.
Esta escena es un paradigma
para todo cristiano. Decía san Agustín que cristiano viene de Cristo. Cada
bautizado es un ungido por Dios. El «crisma» que recibimos en el bautismo es la
unción del mismo Cristo, que nos capacita para realizar su propia misión. Sea
cual sea el estado de vida del cristiano, la misión que nos une a todos es la
de Cristo. Esta es nuestra dignidad irrenunciable. En ocasiones, interpretamos
la vocación cristiana en términos de poder, al estilo de los que gobiernan las
naciones.
Ya nos advirtió Jesús sobre
este riesgo. Y preocupados por el poder, nos olvidamos de la capacidad recibida
en la unción: anunciar la buena noticia, liberar al oprimido, sanar las
heridas, consolar al que sufre, servir sin acepción de personas. Los verdaderos
testigos del evangelio no se preocupan si tienen más poder que otros miembros
de la Iglesia. Han vivido con la conciencia de la unción del Espíritu. Han
escuchado las palabras de Jesús —el Espíritu del Señor está sobre mí—, han
tomado conciencia de su dignidad y se han lanzado con alegría a la misión. Dios
ha hecho grandes cosas con ellos.
No es tiempo hoy para
discutir, como hacían los apóstoles, sobre quién es el más importante en la Iglesia.
Todo eso conduce a la esterilidad y al desencanto. Es tiempo para la misión. Y
ésta nace de nuestra dignidad de bautizados. ¿Qué hemos hecho con ella? ¿Qué ha
sucedido con el Espíritu recibido en el bautismo y en la confirmación? ¿No
somos todos cristianos, miembros del Cuerpo de Cristo? ¿No estamos marcados con
el «sello» de Cristo? Le pertenecemos de por vida.
No hay nada en nuestra
persona ni en nuestra vida que no sea suyo. Los domingos participamos en la
eucaristía, escuchamos la palabra de Dios, nos sentamos a la mesa de Cristo.
¿Qué más necesitamos para salir a la calle convencidos de nuestra misión y
dispuestos a proclamar, como Jesús, que «hoy» se cumple también nosotros la
Escritura que acabamos de oír?
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia