La misión de los padres no se limita a la acogida de
los hijos que Dios les da: sigue durante toda la vida, y tiene como horizonte
el cielo
La madre de
Santiago y Juan se acerca a Jesús. Tiene una enorme confianza con Él. El Señor
adivina por los gestos su intención de pedirle algo y le pregunta directamente:
«¿Qué quieres?». Ella no se anda con rodeos: «Di que estos dos hijos míos se
sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mt 20,21).
Jesús posiblemente sonreiría ante la petición efusiva de esta madre. Con el
tiempo le concedería algo incluso más audaz que lo que ella soñaba para sus
hijos. Les dio una morada en su propio corazón y una misión universal y eterna.
La Iglesia, que
entonces apenas estaba naciendo, conoce hoy un nuevo impulso apostólico. A
través de los últimos Romanos Pontífices, el Señor la está llevando hacia una
«evangelización siempre renovada»[1],
que es una de las notas dominantes del paso del segundo al tercer milenio. Y,
en esta aventura, la familia no es un sujeto pasivo; al contrario, las madres,
los padres, las abuelas, son protagonistas: están en la primera línea de la
evangelización. La familia, en efecto, es «el primer lugar en el que se hace
presente en nuestras vidas el Amor de Dios, más allá de lo que podamos hacer o
dejar de hacer»[2].
En familia
aprendemos a rezar, con palabras que seguiremos utilizando el resto de nuestra
vida; en familia toma forma la manera en la que los hijos van a mirar el mundo,
las personas, las cosas[3]. El hogar está llamado por
eso a ser el clima adecuado, la tierra buena en la que Dios pueda lanzar su
semilla, de modo que el que escuche la palabra y la entienda dé fruto y
produzca ciento o sesenta o treinta por uno (cfr. Mt 13,23).
Padres de
santos
San Josemaría
era un joven sacerdote cuando el Señor le mostró el inmenso panorama de
santidad que el Opus Dei estaba llamado a sembrar en el mundo. Contemplaba su
misión como una tarea que no podía retrasar, y pedía a su director espiritual
que le permitiera crecer en oración y penitencia. Como para justificar esas
exigencias, le escribía: «Mire que Dios me lo pide y, además, es menester que
sea santo y padre, maestro y guía de santos»[4].
Son palabras que se pueden aplicar, de algún modo, a cualquier madre y a
cualquier padre de familia, porque la santidad solo es auténtica si se
comparte, si ilumina a su alrededor. Por eso, si aspiramos a la verdadera
santidad, cada uno de nosotros está llamado a convertirse en «santo y padre,
maestro y guía de santos».
Desde muy
pronto, san Josemaría hablaba de «vocación matrimonial»[5]. Sabía que la expresión resultaba
sorprendente, pero estaba convencido de que el matrimonio es un verdadero
camino de santidad, y de que el amor conyugal es algo muy de Dios. En frase
audaz, solía decir: «Yo bendigo ese amor con las dos manos, y cuando me han
preguntado que por qué digo con las dos manos, mi respuesta inmediata ha sido:
¡porque no tengo cuatro!»[6].
La misión de
los padres no se limita a la acogida de los hijos que Dios les da: sigue
durante toda la vida, y tiene como horizonte el cielo. Si el afecto de los
padres hacia los hijos puede parecer a veces frágil e imperfecto, el vínculo de
la paternidad y de la maternidad es de hecho algo tan profundamente enraizado
que hace posible una entrega sin límites: cualquier madre se cambiaría por un
hijo suyo que sufre en la cama de un hospital.
La Sagrada
Escritura está llena de madres y padres que se sienten privilegiados y
orgullosos de los hijos que Dios les ha regalado. Abraham y Sara; la madre de
Moisés; Ana, la madre de Samuel; la madre de los siete hermanos macabeos; la
cananea que pide a Jesús por su hija; la viuda de Naín; Isabel y Zacarías; y,
muy especialmente, la Virgen María y San José. Son intercesores a quienes
podemos confiarnos para que cuiden de nuestras familias, de modo que sean
protagonistas de una nueva generación de santas y santos.
No se nos
oculta que la maternidad y la paternidad están asociadas íntimamente a la Cruz
y al dolor. Junto a grandes alegrías y satisfacciones, el proceso de maduración
y crecimiento de los hijos no ahorra dificultades, algunas menores y otras no
tanto: noches sin dormir, rebeldías de adolescencia, dificultades para
encontrar un trabajo, la elección de la persona con la que quieren compartir su
vida, etc.
Particularmente
doloroso es ver cómo a veces los hijos toman decisiones equivocadas o se alejan
de la Iglesia. Los padres han intentado educarles en la fe; han procurado
mostrarles el atractivo de la vida cristiana. Y se plantean quizá entonces:
¿qué hemos hecho mal? Es normal que surja esa pregunta, aunque no conviene
dejarse atormentar por ella. Los padres, es cierto, son los responsables
principales de la educación de los hijos, pero no son los únicos que tienen
influencia sobre ellos: el ambiente que les rodea puede presentarles otros
modos de ver la vida como más atractivos y convincentes; o puede hacer que el
mundo de la fe se les antoje como algo lejano. Y, sobre todo, los hijos tienen
su libertad, por la que deciden seguir un camino u otro.
A veces,
simplemente, puede suceder que los hijos necesiten distanciarse para
redescubrir con ojos nuevos lo que recibieron. Entretanto, es necesario ser
pacientes: aunque se equivoquen, aceptarlos de verdad, asegurarse de que lo
notan, y evitar atosigarles, porque eso podría alejarlos más. «Muchas veces no
hay otra cosa que hacer más que esperar; rezar y esperar con paciencia,
dulzura, magnanimidad y misericordia»[7]. Resulta muy expresiva, en este sentido,
la figura del padre en la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15,11-32):
él veía mucho más lejos que su hijo; y por eso, aunque se daba cuenta de su
error, sabía que tenía que esperar.
En todo caso,
no es sencillo ni automático, para una madre o un padre, aceptar la libertad de
sus hijos cuando estos se van haciendo mayores, porque incluso algunas
decisiones, aun siendo buenas en sí mismas, son distintas de las que tomarían
los padres. Si hasta ese momento los hijos les han necesitado para todo, podría
parecer que ahora los padres empiezan a ser solo espectadores de sus vidas. Sin
embargo, aunque resulte paradójico, en esos momentos los necesitan más que
nunca. Los mismos que les enseñaron a comer y a caminar pueden seguir
acompañando el crecimiento de su libertad, mientras se abren su propio camino
en la vida. Los padres están ahora llamados a ser maestros y guías.
Maestros de
santos
Un maestro es
aquel que enseña una ciencia, arte u oficio. Los padres son maestros, muchas
veces incluso sin darse cuenta. Como por ósmosis, transmiten a los hijos tantas
cosas que les acompañarán durante toda la vida. En particular, tienen la misión
de educarles en el arte más importante: amar y ser amados. Y en ese camino, una
de las lecciones más difíciles es la de la libertad.
Para empezar,
los padres tienen que ayudarles a superar algunos prejuicios que hoy pueden
parecer evidentes, como la idea de que la libertad consiste en «actuar conforme
a los propios caprichos y en resistencia a cualquier norma»[8]. Sin embargo, el verdadero desafío que
tienen ante sí consiste en despertar en los hijos, con paciencia, como por un
plano inclinado, un gusto por el bien: de modo que no perciban solamente la
dificultad de obrar como dicen sus padres, sino que lleguen a ser «capaces de
disfrutar del bien»[9]. En este camino de crecimiento, a veces
los hijos no valoran todo lo que les enseñan.
Es verdad que
con frecuencia también los padres tienen que aprender a educar mejor a sus
hijos: no se nace sabiendo ser padre y madre. Sin embargo, incluso a pesar de
las posibles deficiencias de la educación, pasado el tiempo los hijos valoran
más lo recibido, como sucedió a san Josemaría con un consejo que su madre le
repetía: «Muchos años después me he dado cuenta de que había en aquellas
palabras una razón muy profunda»[10].
Los hijos
acaban por descubrir, antes o después, lo mucho que los han querido sus padres,
y hasta qué punto han sido maestros de vida para ellos. Lo expresa con lucidez
uno de los grandes autores del siglo XIX: «No hay nada más noble, más fuerte,
más sano y más útil en la vida que un buen recuerdo, sobre todo cuando es un
recuerdo de la infancia, del hogar paterno. (...) El que hace una buena
provisión de ellos para su futuro, está salvado. E incluso si conservamos uno
solo, este único recuerdo puede ser algún día nuestra salvación»[11]. Los padres saben que su misión es
sembrar y esperan con paciencia que sus desvelos continuos produzcan fruto,
aunque tal vez no lleguen a verlo.
Guías de santos
Un guía es
quien conduce y enseña a otros a seguir o a abrirse un camino. Para llevar a
cabo esta tarea es necesario conocer el terreno y luego acompañar a quienes lo
recorren por primera vez. Los buenos maestros amueblan la
cabeza y saben caldear los corazones: Salomé, la mujer de Zebedeo, acompañó a
sus hijos por la senda de Cristo, los puso delante de quien podría dar sentido
y alegría a sus vidas; estuvo al pie de la Cruz. Allí solo consiguió estar con
Juan. Sin embargo, Santiago sería con el tiempo el primer apóstol en dar la
vida por Jesús. Ella estuvo también en el sepulcro, en la madrugada del
domingo, junto a la Magdalena. Y Juan la siguió poco después.
Todo guía tiene
que afrontar a veces algunos pasos complicados, desafiantes. En el camino de la
vida, uno de ellos es la respuesta a la llamada de Dios. Acompañar a los hijos
en el momento de discernir su vocación es una parte importante de la llamada
propia de los padres. Es comprensible que sientan miedo ante este paso. Pero
eso no debe paralizar a un guía. «¿Miedo? Tengo clavadas en mi alma unas
palabras de San Juan, de su primera epístola, en el capítulo cuarto. Dice: Qui autem timet, non est perfectus
in caritate (1 Jn 4,18). El que tiene miedo, no sabe amar. Y vosotros sabéis amar todos, así que no
tenéis miedo. ¿Miedo a qué? Tú sabes querer; por lo tanto no tengas miedo.
¡Adelante!»[12].
Desde luego,
nada preocupa más a una madre o un padre que la felicidad de sus hijos. Sin
embargo, muchas veces ellos mismos tienen ya una idea de la forma que debería
tomar esa felicidad. A veces dibujan un futuro profesional que no encaja del
todo con los talentos reales de sus hijos. Otras veces, desean que sus hijos
sean buenos, pero “sin exagerar”. Olvidan quizá así la radicalidad, a veces
desconcertante, pero esencial, del Evangelio. Por eso, con más razón si se les
ha dado una profunda educación cristiana, resulta inevitable «que
cada hijo nos sorprenda con los proyectos que broten de esa libertad, que nos
rompa los esquemas, y es bueno que eso suceda. La educación entraña la tarea de
promover libertades responsables»[13].
Los padres
conocen muy bien a sus hijos; habitualmente, mejor que nadie. Como quieren lo
mejor para ellos, es lógico y bueno que se pregunten si van a ser felices con
sus elecciones de vida, y que contemplen su futuro «de tejas abajo»[14], con deseos de protegerlos y ayudarlos.
Por eso, cuando los hijos empiezan a vislumbrar una posible llamada de Dios,
los padres tienen delante una hermosa tarea de prudencia y guía. Cuando san
Josemaría habló de su vocación a su padre, este le dijo: «Piénsalo un poco
más»… pero añadió enseguida: «yo no me opondré»[15]. Mientras procuran dar realismo y
sensatez a las decisiones espirituales de sus hijos, pues, los padres necesitan
a la vez aprender a respetar su libertad y a vislumbrar la acción de la gracia
de Dios en sus corazones, para no convertirse —queriendo o sin querer— en un
obstáculo para los planes del Señor.
Por otra parte, a menudo los hijos no se hacen cargo de la sacudida que
su vocación puede suponer para sus padres. San Josemaría decía que la única vez
que vio llorar a su padre fue precisamente cuando le comunicó que quería ser
sacerdote[16]. Hace falta mucha generosidad para
acompañar a los hijos por un camino que va en una dirección distinta de la que
uno había pensado. Por eso, no es extraño que cueste renunciar a esos planes. A
la vez, Dios no pide menos a los padres: ese sufrimiento, que es muy humano,
puede ser también, con la gracia de Dios, muy divino.
Estas sacudidas
pueden ser, por lo demás, el momento de considerar que, como solía decir san
Josemaría, los hijos deben a sus padres el noventa por ciento de la llamada a
amar a Dios con todo el corazón[17]. Dios sí que conoce el sacrificio que
puede suponer para los padres aceptar con cariño y libertad esa decisión. Nadie
como Él, que entregó a su Hijo para salvarnos, es capaz de entenderlo.
Cuando unos
padres aceptan generosamente la llamada de sus hijos, sin reservárselos, atraen
para mucha gente numerosas bendiciones del Cielo. En realidad, se trata de una
historia que se repite a lo largo de los siglos. Cuando Jesús llamó a Juan y
Santiago a seguirle dejándolo todo, se encontraban con su padre arreglando las
redes. Zebedeo siguió con las redes, quizá algo contrariado, pero les dejó
marcharse. Es posible que le llevara un tiempo darse cuenta de que era el mismo
Dios el que estaba entrando en su familia. Y al final, qué alegría de verlos
felices en esa nueva pesca, en el «mar sin orillas» del apostolado.
Más necesarios
que nunca
Cuando una hija
o un hijo toma una decisión importante en su vida, sus padres son más
necesarios que nunca. Una madre o un padre son muchas veces capaces de
descubrir, incluso a mucha distancia, sombras de tristeza en sus hijos, como
son capaces de intuir la auténtica alegría. Por eso, les pueden ayudar, de una
forma insustituible, a ser felices y fieles.
Para llevar a
cabo esa nueva tarea, quizá lo primero sea reconocer el don que han recibido.
Al considerarlo en la presencia de Dios, pueden descubrir que «no es un
sacrificio, para los padres, que Dios les pida sus hijos; ni, para los que
llama el Señor, es un sacrificio seguirle. Es, por el contrario, un honor
inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño
particularísimo»[18].
Ellos son los que han hecho posible la vocación, que es una continuación del
regalo de la vida. Por eso, san Josemaría les decía: «Os doy la enhorabuena,
porque Jesús ha tomado esos pedazos de vuestro corazón —enteros— para Él
solo... ¡para Él solo!»[19].
Por otro lado,
la oración de los padres ante el Señor cobra entonces una gran importancia.
¡Cuántos ejemplos de esta intercesión encantadora encontramos en la Biblia y en
la historia! Santa Mónica, con su oración confiada e insistente por la
conversión de su hijo Agustín, es quizá el ejemplo más conocido; pero en
realidad las historias son incontables. Detrás de todas las vocaciones «está
siempre la oración fuerte e intensa de alguien: de una abuela, de un abuelo, de
una madre, de un padre, de una comunidad. (…) Las vocaciones nacen en la
oración y de la oración; y solo en la oración pueden perseverar y dar fruto»[20].
Una vez iniciado el camino, recorrerlo hasta el final depende en buena medida
de la oración de quienes más quieren a esas personas.
Y, junto a la
oración, la cercanía. Ver que los padres se implican en su nueva misión en la
vida ayuda mucho a fortalecer la fidelidad de los hijos. Muchas veces los
padres están pidiendo a gritos, sin decirlo expresamente, echar una mano y
percibir lo feliz que es su hija o su hijo en ese camino de entrega. Necesitan
tocar la fecundidad de esas vidas. A veces serán los hijos mismos quienes, con
simpatía, también les pidan la vida, en forma de consejo, de ayuda,
de oración. ¡Cuántas historias de padres y madres que descubren su llamada a la
santidad a través de la vocación de sus hijos!
El fruto de la
vida y de la entrega de Santiago y Juan no se puede medir. Sí que se puede
decir, por el contrario, que estas dos columnas de la Iglesia deben a su madre
y a su padre la mayor parte de su vocación. Santiago llevó el Amor de Dios
hasta los confines de la tierra, y Juan lo proclamó con palabras que son parte
de las páginas más bellas jamás escritas sobre ese Amor. Todos los que hemos
recibido la fe a través de su entrega podemos sentir un profundo agradecimiento
hacia este matrimonio del mar de Galilea. Los nombres de Zebedeo y Salomé se
pronunciarán, con los de los apóstoles, hasta el fin de los tiempos.
«Tomad y comed
todos de él, porque esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros»[21]. Las madres y padres que aman a Dios, y
que han visto como un hijo suyo se entregaba a Él por completo, comprenden de
modo muy especial las palabras del Señor en la consagración de la Misa. De
algún modo las viven en sus propias vidas. Han entregado a su hijo para que
otros tengan alimento, para que otros vivan. Así, en cierto modo sus hijos
multiplican su maternidad y su paternidad. Al dar ese
nuevo sí, se unen a la obra de la redención, que se consumó en
el sí de Jesús en la Pasión y que comenzó, en un sencillo
hogar, en el sí de María.
Diego Zalbidea
Fuente: Opus Dei
[1] San Pablo VI, Ex. ap. Evangelii nuntiandi (8-XII-1975),
n. 82. Cfr. también San Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6-I-2001),
n. 40; Benedicto XVI, Homilía en la Apertura del Sínodo de los Obispos sobre la
nueva evangelización, 7-X-2012; Francisco, Ex. ap. Evangelii gaudium(24-XI-2013),
n. 27.
[4] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 1725, cit. en Andrés
Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid
1997, p. 554.
[10] San Josemaría, notas de una reunión familiar, 17-II-1958, cit. en S.
Bernal, Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida
del Fundador del Opus Dei; Rialp, Madrid 1980, p. 20.
[12] San Josemaría, notas de un
encuentro con jóvenes, noviembre 1972. Citado en Dos meses de
Catequesis, 1972, vol. 1, p. 416 (AGP, biblioteca, P04).
[13] Francisco, Ex. ap. Amoris laetitia (19-III-2016), n.
262. San Josemaría dibujaba esta realidad con una pizca de humor: «La mamá,
apenas le nació un chiquillo, ya piensa que lo casará con fulanita y que harán
esto, y aquello. El papá piensa en la carrera o en los negocios en los que va a
meter al hijo. Cada uno hace su novela, una novela rosa encantadora. Después,
la criatura sale lista, sale buena, porque sus padres son buenos, y les dice:
esa novela vuestra no me interesa. Y hay dos berrinches colosales» (notas de
una reunión con familias, 4-XI-1972, en Hogares luminosos y alegres,
p. 155 [AGP, biblioteca, P11].
[14] San Josemaría utilizaba con
frecuencia esta expresión para referirse a la preocupación lógica de los padres
por la prosperidad humana de los hijos. Cfr. p. ej. J. Echevarría, Memoria
del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, p. 99.
[19] Palabras de San Josemaría a unas familias el 22-X-1960, en A.
Rodríguez Pedrazuela, Un mar sin orillas, Rialp, Madrid 1999, p.
348.