“El colmo de la
deslealtad para con Dios es la herejía. Es el pecado de los pecados, lo más
odioso de las cosas que Dios contempla desde el cielo en este mundo malvado.
Apenas entendemos, sin embargo, lo detestable que resulta. Es la contaminación
de la verdad de Dios, la peor de las impurezas.
Aun así, no le damos
importancia. Contemplamos la herejía y permanecemos tranquilos. La
tocamos y no nos estremecemos. Nos mezclamos con ella y no sentimos temor.
Vemos cómo afecta a cosas sagradas y no tenemos sensación de sacrilegio.
Aspiramos su olor y no mostramos ninguna señal de rechazo o asco. Algunos
buscamos su amistad e incluso atenuamos su culpa. No amamos lo suficiente a
Dios como para airarnos por causa de su gloria. No amamos lo suficiente a los
hombres como para tener con ellos la caridad de decirles la verdad que
necesitan sus almas.
Habiendo perdido el tacto,
el gusto, la vista y todos los sentidos celestiales, podemos habitar en
medio de esta plaga odiosa, con tranquilidad imperturbable, acostumbrados a
su vileza, presumiendo de lo liberales que somos, incluso con cierta diligente
ostentación de simpatía y tolerancia.
[…]
Nos falta devoción por la
verdad como verdad, como la verdad de Dios. Nuestro celo por las almas
es exiguo, porque no tenemos celo por el honor de Dios. Actuamos como si
Dios tuviera que felicitarse por nuestras conversiones, en lugar de como almas
temblorosas, rescatadas por un despliegue de misericordia.
Contamos a los hombres
medias verdades, la mitad que más se ajusta a nuestra pusilanimidad y a su
engreimiento, y después nos preguntamos por qué son tan pocos los que
se convierten y por qué, de esos pocos, tantos apostatan. Somos tan débiles
que nos sorprendemos de que nuestras medias verdades no tengan el éxito de la
verdad completa de Dios.
Donde no hay odio a la
herejía, no hay santidad”.
El P. Faber,
anglocatólico converso del anglicanismo, dijo hace mas de siglo y medio lo
que hoy nadie se atreve a decir y, por eso mismo, necesitamos desesperadamente
escuchar: la fe es lo más valioso que tenemos y el hecho de que seamos incapaz
de indignarnos cuando se adultera no es señal de que somos muy tolerantes y
misericordiosos. Es señal de que hace tiempo que perdimos esa fe y
nuestra sal ya no sabe a nada.
Precisamente porque la fe
es lo que nos salva, la Iglesia no tiene misión más importante que conservar
sin contaminación esa fe que vale más que el oro, transmitida a
los santos de una vez para siempre. Con ella nos jugamos lo más serio que
tenemos, de ella depende el camino que tomemos: la vida sin fin o la muerte
eterna, la Verdad que libera o el error que esclaviza, el Amor divino o el
pecado del hombre, la gracia que salva o la desesperanza del esfuerzo inútil.
Por eso los mártires mueren antes que renunciar a la fe, por eso los misioneros
han ido al fin del mundo a anunciarla. Y por eso hoy nuestra Iglesia
agoniza en tantas partes del mundo, porque hemos dejado de creer que la fe vale
más que la vida.
La herejía no es un tema
abstracto propio de teólogos, una sana muestra de pluralismo o una inevitable
evolución de la doctrina, como tantos pretenden. Es, en realidad, un engaño
diabólico y mortal, que nos impide conocer al verdadero Cristo, lo
sustituye por un falso cristo inventado por nosotros y destruye la vida que Él
quiso regalarnos con su sacrificio en la Cruz. Si no la odiamos es porque somos
tibios y, además, tontos.
Por: Bruno M.
Fuente:
InfoCatolica.com