Jesús, les exhorta a trabajar por tener fe y por aspirar al pan que no caduca, el Pan vivo del cielo, que es él mismo
La
multiplicación de los panes y los peces despertó en los seguidores de Jesús la
pregunta sobre si él sería el rey esperado. Su capacidad de alimentar a
multitudes con solo cinco panes y dos peces suscitaba credibilidad. Asegurar el
pan de cada día no es cosa baladí.
Pero
Jesús no es amigo de confusiones y, cuando comprende que quieren hacerle rey,
huye a la soledad de la montaña para orar. Al regresar, establece un diálogo
con la gente sobre los motivos por los que le busca.
Les
echa en cara que no le buscan por haber comprendido su autoridad moral y su
enseñanza, sino porque han comido hasta saciarse, olvidando que hay un alimento
que perece y otro que perdura para la vida eterna.
Nos
encontramos con el eterno problema del hombre: quedarse en lo transitorio o
aspirar a lo eterno. Vivir en clave de temporalidad o trascender el tiempo con
la eternidad. En la época de Jesús, esta dialéctica entre lo temporal y lo
eterno se comprendía bien, pues el ambiente y la cultura religiosa lo
favorecía. Aun así, la espera del Mesías estaba muy centrada en el anhelo de
ver saciadas las aspiraciones más inmediatas del hombre, lo que hoy llamamos la
cultura del bienestar. Vivir lo mejor posible.
Despreocuparse
del futuro, sobre todo si el futuro es tan difuso como la eternidad. Aunque
confesaban la fe en el Dios revelado, el que resucita a los muertos, la
sociedad judía en general pensaba en un Mesías que les diera prosperidad
temporal. Como sus antepasados, muchos preferían tener asegurados los ajos y
las cebollas de Egipto antes que ponerse en camino hacia la tierra prometida.
Por eso, le piden signos a Jesús para que puedan confiar en él como Mesías.
Como
respuesta, Jesús, les exhorta a trabajar por tener fe y por aspirar al pan que
no caduca, el Pan vivo del cielo, que es él mismo. Su argumento es muy
sencillo: si él ha multiplicado los panes y los peces no es para asegurar lo
material de cada día, sino para que entiendan que puede darles aquello que sólo
viene del cielo. Con su habitual pedagogía, Jesús intenta revelar al hombre que
el deseo profundo del corazón va más allá de las necesidades materiales del
momento, que, una vez saciadas, no dejarán al hombre satisfecho plenamente,
pues la felicidad a la que aspira no es de orden material, sino espiritual.
¿Espiritual?
¿Entendemos esta palabra? ¿O nos parece superada, perteneciente a tiempos
pasados? El hombre que vive apegado a los sentidos corporales, aferrado a lo
material, se hace incapaz, según san Pablo, de entender lo espiritual, que
afecta al hombre en su dimensión trascendente. Hoy, dice el Papa Francisco, se
impone la cultura dominante en la que ocupa el primer lugar «lo exterior, lo
inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede a
la apariencia» (EG 62). Duro lo tienen quienes se decidan a hablar del Espíritu
y de lo espiritual como fundamento de la existencia humana. Dirán lo que le
espetaron a san Pablo cuando, en Atenas, tuvo la osadía de hablar de la
resurrección: De esas cosas ya te oiremos en otra ocasión. Y le dieron la
espalda.
Nuestra
sociedad se ha conformado con aspirar a que este suspiro que es la vida,
trascurra pacíficamente, sin sobresaltos, sin cuestiones inoportunas que nos
aparten un ápice del disfrute sensual y hedonista que nos proponen los
ideólogos del momento, profetas de la ensoñación y del divertimento. Contra
ellos combatía Rilke en una de sus elegías, que presenta la vida como una
feria, en la que todos se divierten bebiendo una cerveza llamada «sin muerte»,
que sin embargo no logra apartarlos de lo real: la muerte que intentan olvidar.
De ahí que Jesús ofrezca un pan que da la Vida.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia