Necesitamos explicar bien a niños, adolescentes y jóvenes que ir a misa no es un acto rutinario, sino lo más grande que podemos hacer en la semana
Si hay un mandato de Jesús
que vincula a la Iglesia hasta su venida gloriosa es el de celebrar su Cena,
llamada «Cena del Señor». Cuando san Pablo narra la institución de la
Eucaristía en su primera carta a los Corintios, repite dos veces la fórmula:
«Hacedlo en memoria mía».
Memoria no es una evocación
del pasado, es la actualización en el tiempo de lo que Jesús hizo y dijo en la
víspera de su pasión. Por eso, la Eucaristía edifica y renueva la Iglesia en su
caminar por el tiempo.
Sin ella, la Iglesia no
puede subsistir como Cuerpo de Cristo ni puede ofrecer a los hombres la vida
eterna que Cristo ha vinculado a su Cuerpo y a su Sangre. Así lo dice Jesús en
su discurso de Cafarnaún sobre el pan de vida: «En verdad, en verdad os digo:
si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida
en vosotros».
Estas palabras de Jesús
escandalizaron a muchos oyentes, incluso dentro del grupo de los apóstoles,
porque aún no conocían plenamente la identidad de quien las decía. Jesús aún no
había celebrado su Última Cena, en la que instituyó el nuevo culto sirviéndose
del pan y del vino, alimentos cotidianos, que serían convertidos en comida de
inmortalidad. Cuando Jesús afirma que quien le coma vivirá por él, había
multiplicado los panes y los peces para alimentar a una multitud hambrienta.
Tal fue el entusiasmo que
intentaron hacerlo rey, porque pensaban que así tenían asegurado el sustento
diario. La paradoja está en que, al decir que quien coma de él vivirá para
siempre, la gente se escandaliza y le abandona. Jesús les echará en cara su
incredulidad criticando que le sigan por el pan material y no por el pan de la
vida.
Lo mismo podemos decir de
nosotros. Es un hecho bien constatable que la Eucaristía está devaluada entre
los mismos cristianos. Fuera del domingo y de alguna solemnidad, sólo un número
cada vez más pequeño de cristianos participa de ella. A las primeras
comuniones, celebradas a veces con un lujo desproporcionado, sucede la
desbandada de muchos niños y niñas que no vuelven a participar en la Eucaristía
con fidelidad.
Durante la semana, ¿cuántos
acuden a orar ante el sagrario o hacen alguna visita a quien ha dado la vida
por nosotros? La presencia de Cristo en nuestros templos ha dejado de ser
significativa del misterio que entrañan las palabras de Cristo: Esto es mi
cuerpo, esta es mi sangre. Hemos perdido la memoria.
Y quien pierde la memoria no comprende ni su pasado, ni el presente ni el
futuro. «Haced esto en memoria mía».
No debe extrañarnos que la
Iglesia pase por momentos de enorme debilidad. Sin alimento no puede haber
vida, ni fuerza, ni entusiasmo. La anemia del espíritu pone en peligro la
vitalidad de la Iglesia, que la hace ser misionera, creativa, abierta al futuro
con ilusión y esperanza. Perder la memoria es olvidar que Cristo nos ha
redimido, ha dado su vida por nosotros y se ha quedado de forma permanente
entre nosotros, en la Eucaristía.
Necesitamos que, como hizo
con los discípulos de Emaús, se acerque a nosotros y nos explique qué significa
la fracción del pan, su entrega generosa hasta la muerte. Necesitamos que sople
las cenizas que cubren las brasas mortecinas de la fe, y nos recuerde que vive
entre nosotros. Necesitamos explicar bien a niños, adolescentes y jóvenes que
ir a misa no es un acto rutinario, sino lo más grande que podemos hacer en la
semana, porque en ella recuperamos la conciencia de quién es Cristo, quiénes
somos nosotros y cuál es la vida que recibimos, y la que queremos llevar en el
futuro. Porque si no comemos el pan de la vida eterna, sólo nos espera la
muerte. Del alma, ciertamente, pero muerte al fin y al cabo, que tiene sus
dramáticas consecuencias en la vida de cada día.
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia