Sentimientos pasajeros, frágiles,
contradictorios, … es posible integrarlos en un amor profundo y eterno
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A veces me da miedo pensar que
la palabra amor sea sólo una idea con la que me lleno la boca. Digo que amo, sí
y para toda la vida. Digo que amo mucho y a muchos.
Tantos amigos en
Facebook, en Instagram, en las redes sociales. Pero son sólo amistades
aparentes. Se quedan en la superficie. Tal vez exagero al hablar de amor y son
sólo palabras. O sentimientos que pasan.
Puede que lo que
siento sea pasajero. Tantas veces me confundo. Sentimientos que casi parecen
contrarios. Filias y fobias que anidan en mi alma.
Dicen, lo he leído
que “el
conjunto de los deseos no puede ordenarse y ponerse en su lugar si no es por el
amor. Sólo un amor verdadero ordena los deseos. Y si la mayoría de las personas, por no
decir que prácticamente todas, sufren de deseos que consideran ‘desordenados‘,
es porque somos seres más o menos heridos, minusválidos del amor”[1].
Mis deseos son
desordenados. Mis afectos y desafectos. Mis miedos y mis pasiones. Se llena mi
boca de palabras grandilocuentes, de promesas eternas que pronuncio ante Dios y
ante los hombres de rodillas. Son palabras. No sé si tocan mi carne.
Y mientras tanto
convivo con deseos contrapuestos. Digo amor queriéndolo decirlo todo. Quiero lo
más grande, lo más sublime, lo más excelso. Pero mi amor no es tan hondo como
creo.
El deseo sólo no es amor. Pero el amor tiene deseo, un deseo profundo y
verdadero. Y mi mayor deseo siempre es el deseo de infinito. Quiero que lo que
amo dure para toda la eternidad.
Y si no dura que al
menos sea tan hondo que me cambie por dentro. Tengo la certeza de que el
amor que no me cambia por dentro no es amor verdadero. Es sólo
un sentimiento pasajero que no permanece para siempre. O tan sólo es una
palabra frágil como una hoja llevada por el viento.
O mi deseo tiene que
ver con la carne. Con algo momentáneo. Con un desorden provocado por mi herida
de amor, de soledad, de vacío. Por mi historia de fracasos y sinsabores. Por no
haberme sentido, sabido, tan querido como yo quería. Tanto como mi alma
deseaba. Por no haber amado a nadie con toda mi alma, con toda mi carne.
Y cuando lo he
sentido, y cuando lo he logrado, anida en mí el deseo de lo eterno. Y sufro por
el dolor por no vivir siempre lo mismo, con la misma intensidad, cada día de mi
vida. Sin pausa.
Es así como hablar
del amor se me queda corto. Torpemente pueden mis palabras expresar mis ansias
de infinito. De un amor más grande que yo mismo. Quizás experimento en mí la
pobreza de mi vida. La torpeza de mi carne.
Decía el padre José
Kentenich: “¿No tenemos razón al afirmar que el hombre moderno lleva una
vida de ratón, una vida de rata, una vida de sapo, una
vida de ave migratoria? Está demasiado poco en su propia casa, siempre
mentalmente de viaje,
siempre de camino”[2].
A veces veo que no
tengo paz dentro de mí mismo. Estoy de viaje. En camino a ninguna parte.
Inquieto como un ave migratoria. Busco un hogar.
Quiero que Jesús me
enseñe a amar. No quiero llevar vida de ratón. Quiero aprender a amar de verdad. A amar
con hondura, con raíces. Con paciencia santa.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia