Quiero vivir con pasión para ser capaz de sufrir
por otros. Y llorar. Y acompañar con mi dolor la pérdida ajena
El otro día vi cómo se caía un árbol en un
jardín. No había
mucho viento. Sólo un poco de aire. Se cayó lentamente, sin hacer ruido.
Tenía el tronco enfermo. Tal vez
demasiada agua. Estaba podrido en su interior. Las raíces quizás habían
encontrado agua sin esfuerzo en el césped del jardín. No habían tenido que
esforzarse horadando la tierra. Eran raíces débiles, poco profundas, demasiado
superficiales. Insuficientes para darle vida al árbol y fortalecer su tronco.
El árbol había crecido hacia lo
alto, delgado, con muchas ramas llenas de hojas. Aparentaba mucho más de lo que
era. Por dentro el tronco estaba enfermo, hueco. Las raíces no bastaban.
Me dio pena verlo caer. Lo hizo
con suavidad, con cierta altivez, orgulloso de su altura. Cedió sin inmutarse.
Y perdió la vida. Pronto tocó la tierra y quedó allí, inerte, muerto, inmóvil,
frágil. El viento ya no lo mecía.
Parece mentira. Un árbol de
tantos años, pero tan frágil por dentro. Tan alto antes y tan bajo ahora, caído
sobre la hierba. La vida había sido cómoda para él. Mucha agua a su alcance.
Quizás nunca tuvo que esforzarse
demasiado por conseguir lo que precisaba. Poca radicalidad, poco esfuerzo, poca
hondura, poca vida. Casi nadie lo vio caer. Cayó en silencio. Una persona pasó
a su lado preocupada de sus cosas. No vio su caída. No se inmutó ante su muerte
prematura. No hizo ruido. Esta persona no lloró su pérdida.
Suele ser así tantas veces. Cae
un árbol y no es noticia. Sigo metido en mi mundo. Preocupado de mis cosas.
Caen muchos árboles y tampoco son noticia. No me inmuto ante la muerte injusta
del que está cerca de mí. Tampoco ante la tragedia de la infidelidad. Ante el
dolor de la ruptura y el abandono.
Me acostumbro al dolor ajeno, a
la injusticia, al fracaso. Uno más que cae, pienso. Tendría sus razones para
morir después de tanto tiempo. Y no me pregunto nada más. Me muestro
indiferente ante el dolor ajeno. Habrá que plantar otro árbol. Se me ocurre.
Pienso ahora en los soldados que
juegan a los dados a los pies de la cruz de Jesús: Tomaron
sus vestiduras y las dividieron en cuatro partes, una para cada uno. Tomaron
también la túnica, y como no tenía costura se dijeron entre sí: – No la
rompamos. Vamos a sortearla, para ver a quién le toca (Jn 19).
Echan a suerte sus vestiduras y
siguen a lo suyo. La rutina, lo cotidiano. No se inmutan ante la muerte de un
hombre, ante un árbol caído. Tal vez han perdido la sensibilidad.
Tengo miedo de perder la
sensibilidad. Que me dé igual que muera un árbol, o un desconocido en un
hospital, o en la calle, o incluso cerca de mí.
El otro día leía: En los Padres de la Iglesia se consideraba la
insensibilidad, la indiferencia ante el dolor ajeno como algo típico del
paganismo. La fe cristiana opone a esto el Dios que sufre con los hombres y así
nos atrae a la compasión. La Mater Dolorosa, la Madre con la espada en el
corazón, es el prototipo de este sentimiento de fondo de la fe cristiana.
No quiero ser insensible ante el
dolor de los demás. No quiero endurecerme con el sufrimiento y llenarme de
amargura. No quiero quedarme hueco por dentro como ese árbol, vacío de vida,
seco. No quiero volverme frío y acostumbrarme al dolor. Al propio, al de otros.
Sé que tengo sentimientos: Todos sentimos. No es cierto que haya personas
insensibles. Incluso la mayoría de los enfermos que padecen una alteración
grave de la sensibilidad común. Siento cuando me afectan las cosas.
Cuando me interesa lo que está pasando o tiene que ver con mi vida.
Si el árbol no es mío, me duele
menos. Si la muerte es lejana, sufro menos. No pierdo quizás la sensibilidad,
pero sí su rango de acción. Se reduce el ámbito de todo lo que me afecta. El
prójimo está muy cerca o muy lejos. A pocos metros deja ya de ser próximo y se
convierte en lejano. Y mi corazón sufre menos, se vuelve pagano.
Tal vez me vuelvo más selectivo
a la hora de comprometer mi corazón. Para no sufrir tanto. Para que no me
afecten las muertes y los sufrimientos de los que no están tan cerca.
Pienso de nuevo en mi árbol. En
su vacío interior. Murió realmente por falta de vida. Y un poco de viento tumbó
su altivez. Puedo parecer muy alto, pero si mi tronco no es fuerte, caeré con
el viento más débil. Y perderé la vida.
Quiero tener raíces hondas.
Vínculos profundos. Decía el P. Kentenich: Amamos
ideas, pero por lo común cultivamos en una cuota desesperadamente escasa
vinculaciones personales profundas.
Quiero vínculos que alimenten mi
corazón. Raíces hondas en la tierra. Esa hondura exige ahondar buscando agua.
No me bastan las aguas superficiales para crecer. Quiero tener más vida, más
hondura, más sangre en mi interior, más vínculos fuertes.
Quiero vivir con pasión para ser
capaz de sufrir por otros. Y llorar. Y acompañar con mi dolor la pérdida ajena. Es lo que deseo en lo profundo. Tener entrañas
de misericordia que fortalezcan mi alma.
Fuente:
Aleteia