Qué hacer cuando cuesta creer en lo imposible
El sepulcro sellado vacío. Los sudarios en
el suelo. Las vendas. El silencio de la muerte que ha sido vencida. ¿Ha
resucitado de verdad? ¿O han robado su cuerpo? Mil
preguntas en su alma inquieta. ¿No les dijo Jesús que esto iba a suceder? ¿Cómo
podían creerlo? ¿Está permitido creer en lo imposible?
Luigi Giussani, fundador de
Comunión y liberación, comenta esta escena: “Desde el día en que Pedro y Juan corrieron
al sepulcro vacío Y le vieron después resucitado y vivo en medio De ellos, todo
puede cambiar. Desde entonces y para siempre un hombre puede cambiar. Puede
vivir, revivir. Lo que para nosotros no es posible, no es imposible para Dios.
De modo que una humanidad nueva apenas esbozada se hace visible, para quien
tiene la mirada y el corazón sinceros, a través de la compañía de aquellos que
le reconocen presente, Dios-con-nosotros. humanidad nueva, apenas esbozada,
como el reverdecerse de la naturaleza amarga y árida”.
La mirada de este hombre que vio y
creyó es la que hoy me da esperanza. Dos verbos tan solo
que recogen todo el misterio de mi vida. Ver y creer. Más aún. No ver y creer.
No ver lo que espero ver y creer que ha ocurrido un milagro imposible.
¿Acaso
es posible revivir desde la muerte? El final parece no ser el final. Como esa película con
un final triste en el que anhelo que de repente todo cambie y surja una vía de
salvación. Una solución que no había pensado. Deseo un final feliz, fácil,
alegre, lleno de luz.
¿Acaso no es la muerte lo que
más temo? Estoy apegado a la vida. A los placeres. A las victorias. ¿No
temes morir?, me preguntaba una persona. Yo le dije que no
tanto por mí. Pero mentía.
Sí me importa morir. No amanecer
ningún día más. Dejar de golpe todo lo que amo. Las personas que amo, los
lugares que amo, los sueños que amo. Renunciar de golpe a mis deseos, a mis
apegos. Así, cortar por lo sano y caer roto.
Me da miedo la muerte. Tal vez
más que la mía incluso, temo la de las personas que amo. Es normal. Me
asusta la
soledad. El corazón ama y no quiere perder
nada. Aunque el curso de la vida me dicte que tras la enfermedad y el declive
de la carne viene una muerte temporal. La temo.
Deseo
más bien una vida sin dolor y sin muerte. Una vida apacible, de placeres
humanos, de paz de Betania. De milagros continuos. Como esa vida que mostró
Jesús a los suyos durante tres años.
Ellos temían perderlo todo. Y
esa noche larga del viernes los hundió en la angustia. ¿Confiaban muy dentro?
No lo sé.
Tal vez tenían algo así como una
tenue luz encendida en lo hondo de la penumbra. Y esa
luz les permitió correr esa mañana hasta el sepulcro.
Las
palabras de María Magdalena encendieron el fuego. Tal vez no lo creían del todo. Pero
bastó con llegar y ver para creer. “Vio y creyó”. Así de sencillo.
Me impresiona.
Quiero
creer en lo imposible.
¿Qué hay detrás de los párpados
que nublan la vista para siempre? Silencio. Un sepulcro callado. Callo un
momento y pienso en la ausencia que trae la muerte. Y creo. Casi sin verlo
creo.
Corro como los discípulos hacia
el sepulcro vacío. Llego, veo y creo. Como ellos. Lleno de miedos y dudas.
Deseo que sane mi alma. Corro para buscar a Jesús en mi vida. Quiero verlo
tantas veces.
Pero a menudo no logro ver lo
que permanece oculto a mis ojos. Me falta fe para creer sin ver. Incluso para
creer viendo.
Hay sepulcros vacíos en mi vida
que me hablan de vida. Y yo dudo. Y pido milagros a Jesús, como Herodes. No
tengo fuerzas para creer en lo imposible. Se lo pido a Jesús hoy. Le pido más
fe.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia