El tesoro de escuchar
Sé
que me hace bien callarme y buscar a Dios en mi alma. Me hace bien apagar los
ruidos que me rodean. Esos ruidos incómodos de la vida. Ruidos que necesito
muchas veces.
Una
persona consagrada me comentaba un día que se levantaba cada mañana y encendía
la televisión. De ruido de fondo las noticias del mundo. Me sorprendió mucho. ¿Necesito
ruido a veces para comenzar el día? ¿Necesito ruido que apague los
silencios incómodos en el alma? Ruido que me llene el corazón, para no sentirme
abrumado por los silencios.
El
ruido es una tentación. El mundo está lleno de ruidos que me alejan de mi
interior. No tengo que pensar. No tengo que ahondar. No tengo que escuchar las
voces de mi alma. Ni percibir las sombras. Ni sufrir por mis heridas.
El
ruido llena espacios vacíos de mi vida. Oigo muchas cosas, muchos ruidos. Pero
luego creo que escucho poco. No sé escuchar.
El
otro día leía: “Escuchar es diferente del simplemente oír. Escuchar
significa auscultar, ver lo que hay dentro de algo. Oír es activar con un
estímulo nuestros tímpanos. Oímos un ruido y lo identificamos. Escuchamos una
voz y vemos de quién es, la entendemos; escuchar, en cambio significa
conectarse con lo que el otro quiere decir, no con lo que dice”[1].
A
veces incluso me hablan. Oigo la voz. Sé de dónde viene. Pero en mi alma
escucho otras voces, otros ruidos. No hago silencio para escuchar de verdad. No
pongo todo mi corazón en lo que me dicen.
Decía
el padre José Kentenich sobre el arte de escuchar: “Hay muchos artistas
del hablar, pero no del escuchar y del entender. Hay muchos que comienzan de
inmediato a hablar de sí mismos, de sus dificultades, de sus enfermedades, de
sus experiencias. Y por eso, el otro no viene en su busca. Quiere decir algo él
mismo”[2].
Necesito
aprender a escuchar de verdad. Con todo el cuerpo y el alma. Es la verdadera
empatía: “Empatía es la predisposición que nos hace escuchar al otro
poniendo atención a su mundo implícito pero sin juzgarle, sin aconsejarle, ni
dirigirle, ni analizarle, y menos darle una orden o una indicación”[3].
No
hago que el mundo se detenga para absorber cada palabra que me dicen. Mi
escucha no es comprensiva. Me distraen muchas cosas.
Y
si me cuesta escuchar al que me habla con voz sonora, más aún me cuesta escuchar
el lenguaje corporal de los que me quieren. De los que reclaman mi cariño.
De los que me interpelan en mis huidas. De los que me exigen que dé más de lo
que entrego.
Se
escucha también con los ojos. El cuerpo tiene un lenguaje que no sé ver. No me
detengo a mirar a los ojos. A percibir en los gestos voces que no oigo. No me
detengo a mirar en la vida dónde me están hablando, interpelando, demandando,
suplicando.
Y
si tampoco oigo con los ojos, menos aún escucho con el oído interior las voces
del alma. Lleno de ruidos no percibo el susurro de Dios en mi interior. No sé
cuál es la verdad que guardo velada bajo mi carne.
La
sicóloga Mirta Medici decía: “Te deseo que escuches tu verdad, y que la
digas, con plena conciencia de que es sólo tu verdad, no la del otro”. Quiero
escuchar más dentro de mí. Navegar mar adentro. Entre las olas de un mar de
confusiones. Allí donde no llega a percibir el oído nada sino el grito
desbocado de la vida.
¡Cuánto
me cuesta guardar silencio en medio de tantos ruidos! Compro tapones para mis
oídos. Busco paredes que apaguen ruidos imposibles. Me gustaría saber escuchar
esas voces ocultas en lo más hondo de mi pozo. Como si fuera un hombre
acostumbrado a los silencios.
Tengo
ruidos permanentes que no me dejan percibir la dureza del silencio más
absoluto. Quiero hacer la prueba. Desconecto el mundo. Callo por un momento
también por dentro. Silencio. Un silencio duro e incómodo. Más que el hambre.
Más que la misma sed del desierto.
Ese
silencio donde no me oigo y no soy capaz de escuchar mi silencio. Distinguir
susurros. Apreciar mensajes. “Miremos hacia nuestra profundidad psíquica
como una instancia que contiene muchos volcanes submarinos dormidos”[4].
¿Qué
me dice Dios en mi silencio? ¿Qué me grita el alma cuando callo? ¿Qué
descubro oculto en la calma de mi océano? Detrás de las apariencias. Allí donde
pocas veces busco. En lo más oculto. Bajo la piel que cubre lo más íntimo.
Quiero
desconectar los ruidos en este tiempo para poder adentrarme en mi misterio.
Quiero deshacerme de tantas palabras que me abruman y me protegen de mi voz
callada.
Quiero
guardar ese silencio sagrado e incómodo para experimentar la soledad donde Dios
me habla. Sin músicas ni ruidos que me aturdan. Allí en mi desierto donde
estoy yo solo conmigo mismo. Aturdido por la soledad. Abrumado por la ausencia
de voces.
Quiero
aprender a vivir en el desierto de la Cuaresma. Allí donde nadie grita. Allí
donde todos callan. Quiero ayunar de ruidos incómodos. Desconectar la
televisión, la radio, el móvil. Guardar en mi día esas horas sagradas de
silencio.
Aprender
a estar a solas conmigo mismo. Con mi verdad más pura. Con mi vida callada.
Allí donde la única voz que escuche sea la mía, sea la de Dios. Donde perciba
todo el amor que Dios me tiene. Todo el amor que me tengo. En silencio.
Callado.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia
