Una familia,
al fin y al cabo, formada gracias a la ONG Cesal
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Jean, Thomas, Hamsa y Alphonse |
Son
las cuatro de la tarde del lunes en el barrio de Chamberí, el segundo más caro
de la capital. Entre dos lujosos edificios, el portal se mantiene orgulloso,
aunque más sencillo que la media.
Pertenece
al Ayuntamiento, y sus viviendas las gestiona la Empresa Municipal de la
Vivienda, que alquila los pisos a precios bajos para moradores necesitados. En
el sexto y en el tercero viven ocho vecinos muy especiales.
Son
jóvenes, fuertes y altos. Son africanos, marroquíes y latinoamericanos. Son
deportistas, jardineros y cocineros. Son católicos y musulmanes.
Son
una familia que discute por si cenar arroz o cuscús, por hacer comida
marroquí o africana. Por quién limpia la cocina. Una familia, al fin y al
cabo, formada gracias a la ONG Cesal.
Cuando
llamamos al telefonillo tardan un poco en responder. Alphonse nos atiende con
voz de dormido, es la hora de la siesta tras una larga mañana de formación y
papeleos infructuosos. Tiene 19 años según la legislación española, aunque en
realidad él sabe que tiene todavía 18 «porque cuando cruzó la frontera, como
venía sin papeles, las autoridades decretaron que tenía un año más», señala
Fernando Morán, responsable de jóvenes de Cesal, la ONG coordinadora de los
pisos.
Llegó
hace ocho meses a España con una solicitud de asilo bajo el brazo. Tras seis
meses viviendo en el programa de ayuda al refugiado de CEAR, tuvo que buscar
una vivienda, tal y como corresponde a la segunda fase del programa. CEAR le
derivó a Cesal para realizar un curso de jardinería y fue así como llegó hasta
la casa de Chamberí.
Alphonse
apenas se comunica por una mezcla de desconocimiento del idioma y de timidez,
pero sonríe cuando la periodista señala su bonito reloj. «Me lo regaló mi
padre», dice orgulloso, esta vez en un perfecto español. La palabra padre la
aprendió pronto, porque le recuerda tiempos felices, pero no en su Costa de
Marfil natal, ni en Guinea Conakry, donde vivió la mayor parte de su vida.
Tampoco
le trae recuerdos de Togo, Argelia o Marruecos, países en los que malvivió
durante tres años antes de llegar a Europa. Su padre se llama Bernard
y es suizo, y Alphonse le conoció tras viajar hasta el país de habla
francófona, donde él se siente cómodo. El hombre, jubilado, y su mujer,
Christine, conocieron al marfileño y le acogieron como a un hijo. «Pero cuando
empezó a tramitar los papeles para pedir el estatuto de refugiado, las
autoridades suizas le devolvieron a España, el país por el que había entrado en
Europa, siguiendo el reglamento de Dublín», explica Morán.
Su
sueño es volver a Suiza con su familia adoptiva, que por cierto vino a
visitarle a Madrid hace un mes. De momento, tiene la tarjeta roja que acredita
que su solicitud de asilo ha sido aceptada a trámite y en cuanto tenga el
estatuto de refugiado –si se lo aceptan– podrá moverse libremente y volver a
casa. Mientras, tendrá que bordear obstáculos como el de la mañana del lunes,
cuando en el centro de salud le denegaron la tarjeta sanitaria aun con la
tarjeta roja en el bolsillo. «Esta semana le acompañaré yo, porque cuando van
ellos solos a hacer gestiones… les pueden ocurrir cosas como esta», cuenta
Fernando.
El sonriente de la casa
Mientras
intentamos sacarle con sacacorchos las palabras a Alphonse, suena el
telefonillo. Ya ha terminado la jornada laboral y los muchachos vuelven a casa.
Esta vez entra la alegría del hogar, Jean, con una sonrisa de lado a lado y una
energía pegadiza. «Es muy trabajador, y también muy cabezota», bromea Morán,
que hace el seguimiento de la convivencia y el día a día en los pisos. Atleta
profesional, Jean solicitó asilo en España cuando llegó, hace casi tres años.
Pero se lo denegaron. De momento, le falta un mes para poder solicitar el
arraigo y cuenta las horas. «Mientras, trabajo como jardinero y participo en un
club de atletismo en Leganés».
Jean,
de 22 años, saltó la valla de Melilla tras huir de su Guinea Conakry natal.
«Allí estuve dos meses y después me trajeron a un pueblo de Madrid, donde viví
cinco meses entre montañas. Y eso que, cuando estaba en Marruecos esperando
para dar el salto, soñaba con vivir en Valencia. Pero el hombre propone y Dios
dispone nuestro futuro. Y acabé en Madrid, viviendo en un centro de CEAR los
primeros seis meses de la solicitud de asilo», cuenta en español con gran
soltura. Más de la esperada para dos años de aprendizaje.
Desde
CEAR le derivaron a Cesal para hacer un curso de mantenimiento y «fue allí
donde conocí a Fernando y me cambió la vida», afirma. Morán recuerda aquel
primer contacto: «Jean siempre se quedaba después de clase solo en el
ordenador. Un día le invitamos a comer y vi que cogió una tortilla con chorizo.
Como pensaba que era musulmán, le quité rápido el chorizo y luego, al empezar a
comer, se santiguó». Así que le devolvió su embutido y supo que el guineano era
católico. «Y practicante», añade él. «Nunca pensé que alguien que no fuera tu
padre pudiera velar así por ti, buscarte un techo, proveerte de comida, estar
pendiente de tu salud…, hasta que encontré a gente como Fernando, que tienen
amor en el corazón para alguien como yo. Y así mi corazón volvió a respirar».
Hamsa, el líder del
grupo
Hamsa
es marroquí y llega a la casa, prácticamente a la vez que Jean, de su jornada
como jardinero en una empresa de San Fernando. Es el responsable de
ambos pisos «porque es el que lleva más tiempo con nosotros», explica Morán.
Tiene 24 años, pero conoce a los miembros de Cesal desde los 17, cuando «tras
entrar en España con un visado de turista con mi padre me escapé para quedarme,
porque no quería volver a Marruecos.
Aunque
cuando me vi solo llamé para que vinieran a por mí». Nunca regresaron. «Mis
tíos, que vivían aquí, me pegaban y no quería seguir con ellos». Gracias a un
chico dominicano conoció los cursos de formación de la ONG «y así empezó mi
nueva vida», acompañado «de gente que de verdad me quiere y me lo demuestra.
Por eso no he acabado en la droga, no robo, no he entrado en la comisaría…
porque quiero labrarme un futuro aquí».
Reconoce
de sí mismo «no ser fácil en la convivencia», pero esta nueva tarea de su vida,
«de ayudar a recoger chavales en situación de dificultad y formar una familia»
es «dura, pero bonita». Ante su modestia, Fernando le anima a contar la
historia con Soufiane, otro chico marroquí que lleva poco tiempo en los pisos.
El nuevo salió
de un centro de menores con problemas de drogas, y Hamsa «está pendiente de él
y le está sacando adelante», explica Morán en su lugar. «Ha robado, ha hecho de
todo… llegó a España agarrado a una cuerda de un barco con 15 años y luego
escondido en las chimeneas para cruzar a la península», añade Hamsa, que afirma
«darle caña, porque no me gusta cuando ha tenido un momento libre y se ha ido a
beber. Pero él lo entiende perfectamente y va cambiando poco a poco».
El
último que llama al telefonillo es Thomas, más tímido si cabe que Alphonse.
Tiene 20 años y nació en Burkina Faso, donde llegó a ser jugador de la
selección nacional de fútbol. Su sueño, balbucea, es «jugar en el Barça» y,
aunque dice que cinco meses son pocos todavía, «me siento en familia». No
logramos arrancarle ninguna frase más.
Faltan
un senegalés, otro chico colombiano y un guineano más. Están trabajando o
haciendo papeleos, pero por la noche volverán a la casa que los acoge durante
el tiempo que necesiten antes de poder volar, como el propio nombre del
proyecto indica –se llama Proyecto Volar y dos han volado ya–. Por
cierto, los fines de semana la casa se ensancha para acoger a dos chicos de un
centro de menores que no tienen con quién pasar sus permisos de fin de semana.
La familia, y dos más.
Cristina Sánchez Aguilar
Fuente: Alfa y Omega