Vivo sumergido en la queja y la
amargura. Y no tengo paz dentro de mi alma. ¿Cómo voy a poder hacer silencio?
Jesús viene a mi vida con su
silencio para consolarme, como dice el profeta: Consolad,
consolad a mi pueblo; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle. Me
habla al corazón.
Quiero
que Dios me hable siempre al corazón. Quiero que me grite y me consuele en mi
dolor. Que se llene mi alma de sus palabras. De sus silencios elocuentes. De su
amor profundo y cálido. Quiero tener a mi lado a Dios que se hace presencia que
todo lo llena y colma.
Yo
me callo. Guardo silencio para escucharle. ¡Cuánto me cuesta no hablar,
desconectar del mundo que está enfermo! ¡Cuánto me cuesta salir de la vorágine
de la vida que me absorbe y me hace del mundo! Guardo silencio. Callo.
Como
esa persona que rezaba: En el silencio
sagrado de nuestro encuentro, te doy la llave santa que abre mi alma. Por si
acaso mi vida se vuelve llanto. Por si acaso mis pasos se hacen cansancio.
Déjame hoy guardar entre mis velos la palabra más bella jamás oída. Déjame
llevarme dentro del alma esa caricia suave de tu presencia. El tesoro escondido
que yo he encontrado. La palabra más dulce, oigo tu canto. No me dejes tan
solo, amado mío. Sal a mi encuentro siempre, nunca te olvides. No me dejes tan pobre.
Calma mi llanto. Llena con tu silencio mi alma callada.
Así
quiero tocar yo a Dios. Y que Dios me toque en el silencio del Adviento. Cuando
viene a consolarme en medio de mis dolores. Cuando viene a calmarme en mis
pesares. Quiero aprender a hacer silencio. Ese silencio suave del alma, hondo y
sagrado.
Me cuesta callar. ¿Cómo hago
para buscar el silencio? Necesito encontrar lugares y ambientes en los que me sea
fácil callar. Una atmósfera de Inmaculada en la que sea fácil entrar en la
presencia de Dios. Necesito en mi casa tener un lugar así. En mi alma.
Necesito
personas que me ayuden a callar para oír la voz que clama en el desierto: Una voz grita en el desierto. Una voz.
La voz de Dios que viene sobre mí, como aquel día vino sobre el vientre sagrado
de María. Esa niña que sabía esperar en silencio. Que tenía el corazón en paz y
no sufría.
La
miro a Ella en silencio y quiero como Ella guardar silencio para oír la voz que
grita dentro de mi alma. Guardar silencio y hablar menos. Callar mejor que
hablar.
El
otro día me hablaban de una persona que había llegado a los noventa y nueve
años. Me decían que nunca hablaba mal de nadie, no se enfadaba con nadie, no
vivía amargada y con quejas. Pienso que esa mujer había aprendido a lo largo de
su vida a escuchar, a callar, a aceptar. Con una sonrisa. Sin prisas. Con la
paz en el alma.
El
otro día leía: El silencio de la mirada
consiste en saber cerrar los ojos para contemplar a Dios que está dentro de
nosotros, en las regiones profundas e íntimas de nuestro abismo personal.
Pienso que a menudo hablo
mucho, escucho poco, crítico y condeno. Vivo sumergido en la queja y la amargura.
Y no tengo paz dentro de mi alma. ¿Cómo voy a poder hacer silencio? Cuando
intento callar brotan palabras de queja.
El
Adviento me invita a acallar mis gritos, a calmar mis quejas, a vivir en paz.
Busco la paz en lo más hondo de mi ser.
El silencio del corazón es el
más misterioso. Podemos decidir no hablar y callar, podemos cerrar los ojos
para no ver nada, pero sobre el corazón nuestro dominio es menor. Arde en él un
fuego en el que las pasiones, la ira, el rencor y la violencia son difícilmente
controlables. Al amor humano le cuesta configurarse según el amor de Dios. La
ruta que lleva al silencio del corazón se recorre en silencio.
Allí
donde Dios me pide que escuche su canto es donde viene a verme. Allí donde
callo para que Dios haga sagrado mi silencio. En lo más hondo de mi alma.
Quiero callar y hablar menos.
¿Por
qué no sé callar las quejas? ¿Por qué surgen con tanta facilidad el juicio de
mis labios? Vivir en paz con todos,
conmigo mismo. Es lo que sueño.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia
